Entrevista realizada a Arturo Pérez-Reverte por Alfonso Armada (Suplemento cultural del diario ABC), con motivo de la publicación de «El francotirador paciente». Noviembre de 1013.
En la acogedora sala de Gobierno de la Real Academia Española, ante una hermosa estantería llena de gramáticas, cómodos sillones tapizados, una luz culta, que no hiere, aislados del silencio y los malos olores de Madrid, aunque el barrio de los Jerónimos es uno de los más liofiliados y nobles de la ciudad, Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951), escritor y periodista, habla de «El francotirador paciente», su última novela, dedicada a un arte que para muchos no es más que vandalismo, el grafiti.
Para Pérez-Reverte, que ha vuelto a sentir activarse la adrenalina cuando acompañó a grafiteros en medio de la noche en uno de sus operaciones, siente admiración por los grupos marginales que se rigen por códigos estrictos para sobrevivir. El académico desde 2003 lo tiene claro: «El grafitero tiene derecho a llamarse escritor».
La palabra «francotirador» pertenece a la geografía física de Arturo Pérez-Reverte. ¿Incluirla en el título de su nueva novela es un puente con el pasado, un guiño para sus devotos, una figura en la que de alguna forma se reconoce?
Es varias cosas a la vez. Me reconozco en cierta forma, esa especie de cierta independencia, cierto disparar sobre lo que crees oportuno, elegir tú el blanco del disparo y cuando disparas, la suerte de la vida que llevo. Tengo el privilegio de poder ser francotirador, y estoy orgulloso de ello, porque tampoco me lo han regalado. Pero es verdad que esa independencia, ese no depender de nadie, ese no tener compromisos que te amarren excesivamente, sí tiene algo de francotirador, y es una palabra que me gusta.
¿Hay grupo de grafiteros en alguna comisaría de policía o es una licencia poética?
No, los hay, los hay. Hay una unidad de la policía especializada en grafiteros, y forma parte de la brigada de información, y de hecho estuve con ellos. Entre la gente con la que me estuve documentando para esta historia no solo hubo grafiteros en Nápoles, en Lisboa, en Madrid, sino que también hablé con policías. Me contaron muchas cosas. Los policías que salen en la novela están basados en personajes reales. En cuanto a maneras, yo sigo siendo un reportero. Me quedó la costumbre de investigar y las costumbres sociales, de tomarte la copa, comerle el tarro a alguien, comerle la oreja, convencerle de que no te dispare o de que te permita entrar en Osijek o en Vukovar [escenarios atroces de la guerra de Croacia]. Conservo esa capacidad del reportero de adaptarte al medio, de enrollarte, de seducir a la gente y crear vínculos. Eso no se pierde en la vida. Lo que hago es que lo aplico, como hice en «La Reina del Sur», y algunos de esos grafiteros se han convertido en amigos íntimos.
Los grafiteros se llaman a sí mismos escritores. ¿Cuánto de ironía y de genuina admiración hay por parte del autor de la novela hacia esos amantes de la síntesis que usan las superficies urbanas como folio?
No hay ninguna ironía.
No, no digo ironía hacia ellos, sino hacia su propio gremio de escritores…
Ah, en ese sentido sí, claro. Hay una cosa muy singular que es que la aspiración de todo grafitero es que lo vean, que lo lean, que lo lean mucho, que lo vean mucho. Un grafitero que se hace un vagón de metro, que se hace un vagón de tren, consigue muchos más lectores de los que puede conseguir un escritor de novelas. Yo tenía la idea de que el grafitero era un vándalo, y punto. Pero también sospechaba que era algo más complejo. Y cuando abordé esta novela me puse a estudiarlos, a leerlos, a mirarlos, a conocerlos, a hablar con ellos, y me di cuenta de que la cosa era mucho más compleja. El grafitero es alguien que quiere hacerse oír. Igual que yo soy alguien que quiere hacerse oír con la escritura. Otros hacen cine, o hacen radio… Y estos se hacen oír pintando paredes. El dónde ya es otra cosa. Poner su nombre y hacer que la gente lo vea ya es una afirmación: existo. El núcleo fundamental de los grafiteros –aunque hay niños pijos- son barrios pobres, marginales, de gente que no tiene ningún tipo de expresión. Para ellos su nombre en una pared es: escribo, luego existo, soy. Es más, hay códigos casi mafiosos entre ellos. La palabra «respeto», que es de mafia, se utiliza muchísimo entre grafiteros. Cómo te haces respetar. No siendo bueno, que eso es un plus, sino poniendo tu nombre mucho, y en sitios peligrosos, así te haces respetar. Todo eso crea una serie de códigos expresivos. El grafitero es un tipo que tiene derecho a llamarse escritor. No es una palabra que hayan robado…
¿No es gratuito?
Tienen derecho, están escribiendo. Una mera firma en la pared te está contando una historia de marginalidad, de desesperación, de violencia, de ambición, de un montón de cosas. De respeto. Un tachado sobre otro… Ese contexto es lo que me sedujo –un mundo de códigos, de reglas, de respeto, de héroes, de traidores, de gente que se va a la policía y delata a otros…-, porque era un mundo complejo, un mundo muy rico. No es solo un tipo que vandaliza, que pinta una pared por joder. No, es muchísimo más complicado que eso. Por eso la palabra escribir es legítima, tienen derecho a llamarse escritores. Si tuviera que titular este comentario diría: El grafitero tiene derecho a llamarse escritor, tanto como tú o como yo.
A la intemperie, sin intermediarios, expuesto a la persecución de la autoridad, al plagio, al tachado, a la vida efímera. ¿Un canto a la imagen romántica del escritor que también ha sido devorado por el sistema?
Es que hay romanticismo. Es que asombrosamente la palabra que más surge al verlos a ellos es épica. Yo con estos tíos he hecho lo mismo que hacía como reportero de guerra, arrastrándome de noche para entrar en sitios peligrosos. Es que yo a mis 62 años he entrado de noche en una cochera arrastrándome por el suelo pensando en qué dirían si me pillan. «Don Arturo, ¿qué hace usted aquí?». Si me pillan vaya marrón me voy a comer.
Sería un buen titular: Un académico pintando en las paredes…
Pero es que planificando la operación, entrando, cortando lo que tienen que cortar, infiltrándose, jugándose la vida porque se meten por alcantarillas y túneles… La manera de acercarse al objetivo, todos vestidos de negro. Hay sin duda una épica, hay una parafernalia épica…
Como comandos…
Como comandos. Y adrenalina. Por eso a un joven eso le seduce. Pon a un chaval que no tiene nada, ni futuro, ni trabajo, ni nada, y de repente descubre que ahí tiene compañerismo, adrenalina, solidaridad, respeto, fama. Hay un montón de elementos. Cuando lo ves desde fuera, con la serenidad de quien eres, ves que ahí hay un mundo fascinante.
¿Fue muy complicado entrar?
Sí, claro. Pero pasa una cosa. Tengo mucha experiencia. Si yo puedo convencer a un francotirador serbio de que me deje trabajar, o convencer a un guerrillero eritreo de que me deje vivo porque así puedo hacer un reportaje, ¿no voy a convencer a un grafitero? Aquí me han servido mucho los viejos trucos de reportero. Esta es una de esas novelas en las que he vuelto a desempolvar las viejas costumbres, como hice con el narcotráfico en «La Reina del Sur»: llegar a un medio hostil, penetrarlo y sobre todo que no se den cuenta de que estás ahí. Lo importante del periodista es estar pero que no se den cuenta, de que actúen como si no estuvieras. Esto, claro, me ha llevado muchas copas, muchas cervezas, muchas charlas, muchos cambios de indumentaria. No puedes ir de corbata a Entrevías o a Villaverde Bajo y decir que vienes a escribir una novela. Y otra cosa muy importante: lo preparé mucho. Cuando llegué allí yo sabía de qué estaba hablando, no llegué preguntando «¿oye, qué es esto del grafiti?». Había leído en papel y en internet todo lo que había podido, hablaba su lenguaje, hablaba su jerga, y eso es muy importante. .
Si es legal no es grafiti. ¿Está de acuerdo el autor con el evangelio de sus personajes?
Sí, completamente. Todo lo que aparece en la novela me lo han dicho. Yo no tenía formación grafitera. Cuanto hay en ella lo he adquirido en este proceso, con lo cual todo es de ellos. Lo que yo he hecho es administrarlo narrativamente. Y estoy de acuerdo en que el grafiti tiene que ser ilegal.
Cuando lo integran y lo meten en las galerías se acabó.
Vivimos en un mundo de gilipollas, en el cual todo el mundo quiere colonizar con lo políticamente correcto lo que no lo puede ser. Cuando un ayuntamiento decide preparar un espacio para que puedan hacer grafitis y deja de ser lo que era. Eso es otra cosa, eso es arte callejero, arte domesticado, arte institucional… Pero el grafitero de verdad.. Yo conozco, y algunos son amigos míos, tipos que ya son artistas, que ganan dinero con sus obras, que hacen exposiciones, que los ayuntamientos les encargan trabajos… Pero estos tipos a veces se escapan de noche, con una capucha, a pintar vías y a pintar vagones, porque no pueden evitarlo, porque además eso les permite seguirse respetando a sí mismos. Porque el día en que dejen de hacer eso ya no se sentirán grafiteros, se sentirán artistas. Esa frontera entre arte callejero y grafiti se llama legalidad, a un lado y a otro. Este chico que han pillado hace unos días, Lose, ese es amigo mío. Es un chaval, no muy alto, tímido, que está en paro total, al que le van a pedir 30.000 euros. La madre está asustada, porque piensa en lo que le van a hacer. Lleva hechos 530 vagones de metro. Ellos mismos, sus compañeros, dicen que es un enfermo. Los mismos grafiteros. Y lo respetan. Es el rey. Es que es Lose. Es un tío que no tiene nada, no tiene un duro. Pero cuando va a tomarse una cerveza al bar de los grafiteros de la esquina la gente se abre porque acaba de entrar Lose. Eso hay que entenderlo. Se juega la vida para hacerse un metro, y es un tío además que se ha ido a Berlín, a Moscú, en autoestop, sin un puto duro, durmiendo en el suelo allí, en un cajero automático, para hacerse un metro. ¿Que es vandalismo? Sí. ¿Qué es reprobable? Sí. ¿Que la ciudad es más fea con eso? Sí. Pero hay una épica interna del asunto que a gente como nosotros nos resulta fascinante. En esta novela yo no intento disculpar a los grafiteros. La muevo por ese mundo.
¿Es el mundo del grafiti, y por extensión el de los skaters y el hip hop, una ideología, una variante actualizada del anarquismo?
No, yo creo que no. Porque tienen fe. Tienen fe en lo suyo.
¿No hay un sistema político detrás, ni nada de eso? ¿No rechazan todo?
No, pero incluso el anarquista. Los he tratado mucho y aunque hay muchos tipos de grafiteros, la verdad es que no hay una ideología detrás. Lo que pasa es que a veces su vida, su entorno social, su extracción, coincide con segmentos reivindicativos y segmentos puteados. Pero es muy pequeño el porcentaje de grafiteros que utilizan el grafiti como arma ideológica.
¿No sería adecuado incluirlos entre los grupos antisistema?
No, no. Lo que no quiere decir que no los haya. Pero el grafitero no milita. Lo importante del grafitero es la firma, poner un nombre, una frase, un dibujo, es algo complementario. El grafitero puro lo que pone es su nombre, su firma. Podrían hacer eso de una forma reivindicativa, como hacen algunos. Pero el 80 por ciento es una afirmación personal, no es una lucha política. Por eso, aunque a veces haya un contacto ideológico en algunos sectores entre grafieros activos socialmente, el grafitero puro de siempre lo que quiere es poner su nombre: aquí ha estado… Sniper.
¿Es el grafiti una suerte de réplica a la estética liofilizada del consumo, de la publicidad que todo lo invade, hasta Vodafone Sol?
En ese sentido sí, sin duda. Hay una cosa que me han dicho todos, y no solo los españoles, sino también los italianos y los portugueses. Es que me llenan la ciudad de tías en sujetador, de políticos sonriendo, de anuncios de coches. Todo el mundo me viene con su mierda, y resulta que lo mío es delito y antiestético, pero que me llenen una pared de carteles con caras de políticos eso sí es ético y es estético. Y ahora interviene Pérez-Reverte: me parece más obsceno todavía que quien ha hecho de la imagen y de la invasión del espacio público un campo de batalla absolutamente perverso se atreva a condenar a un tipo que pone su nombre en el mismo lugar. Porque a un tipo que escribe en una valla publicitaria lo pueden multar. Tú pones un cartel de un coche o de una mujer en sujetador y no te pasa nada, pero un tipo pone encima su nombre y a ese tipo si lo pillan lo van a multar. Pues me parece que es desproporcionado. Y que quede claro que yo estoy en contra de que la ciudad esté hecha una mierda, pero estamos hablando de proporción.
¿Todo empezó con Muelle?
Sí, todo empezó con Muelle. Es una historia muy bonita: los flecheros. Muelle empezó con ellos, era un tío estupendo, un chico de Campamento. Un día le conocí. Era un tío con gafas, encantador, y además no pintaba nunca en según que sitios. No era un vándalo. Tenía una ética. Y él dio lugar al grafiti autóctono madrileño, los flecheros, que firmaban con una flecha debajo. Él murió de una afección del hígado, y el grupo de los flecheros, que no era exactamente un grupo, evolucionó hacia el grafiti americano, y desapareció. De Muelle solo queda algo en la calle de la Montera, en un edificio medio en ruinas, junto a la comisaría y un sex shop. Es la única pintada de Muelle que queda en Madrid, porque la otra está en un túnel, junto a unas tuberías. Una marca de ropa, de tejanos, le quiso comprar a Muelle el nombre y el tipo se negó.
¿De dónde procede esta idea, de aquel programa nocturno de radio dedicado a gente de mal vivir?
A mí siempre me han fascinado los grupos marginales, desde jovencito: putas, narcos, delicuentes… porque son más interesantes. Sobre todo porque todo grupo marginal necesita reglas para sobrevivir, y a menudo te sorprende la paradoja de que la gente aparentemente honrada se pasa las reglas por el forro, esta gente no puede elegir: sin reglas está perdida. El respeto a los códigos es infinitamente más grande entre los grupos marginales que entre gente aparentemente honrada, por eso, en lo personal, siento cierta simpatía por los que siguen reglas y códigos. Cuando alguien me llega con códigos me seduce. Y este grupo marginal tiene sus propias reglas y eso hace que les respete más.
¿En quién se inspiró para crear la figura de Sniper?
En varias cosas, en Salman Rushdie, en Saviano, en Bansky, y en los grafiteros de la calle. Es un híbrido muy complejo…
¿Pero no hay nadie ni remotamente parecido?
No, no. Sniper es un terrorista, un terrorista ubano que en vez de poner bombas…
¿Este sí tiene detrás una ideología?
Esa es la cuestión. Es un proceso de camino hacia las tinieblas, de camino hacia Kurtz. Pero es complejo. No ha habido un modelo concreto.
Algo ha mencionado antes, pero ¿hay en esta novela una cierta nostalgia del periodismo, y en concreto del periodismo de guerra, de la adrenalina a mil, del peligro?
Me era fácil de entender. Cuando he estado con estos chicos y me he tenido que meter por debajo de tal me era fácil de entender. Yo me estaba acordando de eso, de Beirut, de los Balcanes… Pero más que nostalgia lo que hay es una recuperación de sentimientos familiares que ahora, por la vida que lleno, no experimento. Pero es la tensión, la clandestinidad, saber que si te pillan tienes un problemón, la oscuridad, la camaredería, el ayudarse unos a otros, el grupo pequeño en territorio hostil… Territorio comanche. Digamos que con esta novela me he vuelto a sentir en territorio comanche. Como también me sentí en «La Reina del Sur».
¿Son los grosores y el palancazo las grandes aportaciones de Madrid a la cultura global del grafiti? Podría explicar a los lectores más ajenos a este mundo lo que son estas dos estrategias o estilos grafiteros.
El grosor es una técnica que me comentó un grafitero, pero tampoco estoy tan seguro de que sea verdad. El palancazo es otra cosa. El palancazo ocurrió con unos grafiteros en los años noventa, en un tren, y lo cuento como ocurrió: unos grafiteros que iban pintando en un tren lo pararon con la palanca de emergencia y terminaron de pintarlo. Y eso acabó popularizándose. Tiraban de la alarma, se bajaban por la puerta de acople, pintaban y se iban corriendo. Ahora lo que hacen, como Lose, por ejemplo, es tirar de la alarma, el metro para en el túnel, los tíos saltan fuera, pintan y se piran por los respiraderos. Primero estudian el terreno como soldados. Saben que hay un respiradero. Cuando ibas a la guerra, ¿qué hacías? Estudiar las vías de escape. Lo que hacen los tíos es que paran el tren en el sitio exacto, pintan y se escapan por ahí. Porque no pueden escaparse por las vías ni por la estación. ¿Cómo no te va a seducir gente que se lo monta de esa manera? Claro que también me he encontrado con auténticos hijos de puta. Me he encontrado gente con principios y gente sin ninguno. Es que hay lo que se llama el Gran Tour grafitero, grafiteros que dicen: voy a hacerme Berlín, voy a hacerme Ámsterdam, voy a hacerme Moscú. El metro de Moscú. Para hacerse la foto y decir: ahí estuve yo e hice esto. Coleccionan esas acciones. Los tíos contactan, van allí, los alojan, como los monjes medievales en sus casas, les buscan paredes. Se asesoran con los colegas locales. Y los tíos van, hacen su operación, se hacen la foto y se piran. Son los hitos, y tienen su libro de fotos y te lo enseñan. Pero en ese sentido hay grafiteros que son muy vándalos que lo único que quieren es bombardera [pintar toda superficie que se presente], joder, y eso son sobre todo los alemanes, en el norte de Europa: se pegan con los guardias, montan emboscadas. Hay una rama violenta del grafiti, que esa sí es más antisistema, en el sentido de destrozarlo todo. Pero estos no son con los que yo he estado tratando habitualmente, aunque he conocido alguno. Pero es una especie de patología del grafiti, extremo, radical, pero no todos son así, ni mucho menos.
¿Contra quién va este libro? ¿Contra un mercado del arte vendido al dinero, contra la consagración del arte porque yo lo digo, contra quienes han decretado el fin de la belleza como un valor que ya no cotiza?
Sin duda. Pero en vez de opinar yo, porque eso ya lo hice en «El pintor de batallas», en este caso lo pongo en las voces de otros. Va contra el sistema del mundo del arte, que es absolutamente corrupto, y absolutamente irreal y desproporcionado, y además está en manos de galeristas sin escrúpulos y de críticos comprados por esos galeristas. Hay un libro vergonzoso que se escribió hace poco, un libro entero justificando que la mierda es arte para que el galerista se forre, dándole una coartada intelectual a esa manipulación absurda. Pero eso no quiere decir que yo esté contra el arte moderno, hablo de los grandes manipuladores. Los que se infiltran en el arte moderno y los golfos que hacen negocio, justificando que eso es arte moderno. Pero no uso mis argumentos, he dado voz a los que tienen esos argumentos, es la visión del arte moderno que tienen los grafiteros con los que he estado hablando, algunos de los cuales son artistas cotizados, como Suso 33, que es un artista respetado, que está a caballo entre el grafiti y el arte urbano.
Ya no quedan muchos espacios para la subvesión. ¿Lo es el grafiti?
Sin duda, sin duda. Pero insisto en que el grafiti puro, y no me canso de insistir en ello, porque Sniper no es un grafitero, Sniper es un artista callejero y un terrorista urbano. Todos dicen que no es un grafitero puro. Hay un artista callejero, e incluso un grafitero que puede ser subversivo, pero el grafitero de verdad ni siquiera es subversivo: grita nada más. Es un grito, ni siquiera es un mensaje. Existo, estoy aquí, soy. Mamá, tu hijo no es un fracasado, mi nombre está en la pared y la gente del barrio lo conoce. Me llamo Lose…
Es como escribir en una especie de libro móvil que es el metro, en Entrevías, y el vagón entra en la ciudad…
Rula. A eso le llaman ellos rular. Y para ellos que rule es que la gente lo vea. Una noche, me contaron, venían de hacerse un metro en Las Cinco Vías, y estaban sentados, hechos polvo, y de pronto vieron entrar a su vagón en el andén y empezaron a pegar gritos. Y los detuvieron. Ojo, yo no soy un sociólogo, no estoy pontificando, doy mi impresión. Creo que el grafiti puro, de verdad, lo único que quiere decir es: escribo, existo. Escribo, luego existo. Me llamo Reverte. Me llamo lo que sea. Y cuando la gente lo ve por todas partes es lo que le da razón de ser. Por eso más importante que sea bonito es que esté en muchos sitios. Esa firma tú la ves. Y te suena. Muelle era eso.
¿Hacia dónde va la narrativa de Arturo Pérez-Reverte? ¿No pediría esta historia un cómic, una novela gráfica, y una película?
No sé, no sé. Me han hecho hasta ahora ocho o nueve películas e imagino que sí, que esta historia pediría una película. Como película urbana está clara, y además tiene una banda sonora bastante intensa. Lo que yo no sabía lo he averiguado. Pero no escuchan música cuando actúan, porque tienen que estar alerta. Se quitan los cascos para pintar. Me gustan mucho esas liturgias: la ropa oscura. La estética grafitera es pantalón de pitillo, para no engancharte al saltar. Todo tiene su sentido. La manera de vestirse, de comportarse, de oír música, de moverse. Los protocolos. Y que es muy de hombres. Ellos no se cierra, pero solo he conocido a una grafitera. Y hay algunas. No hay barreras. Pero ellas se ven a sí mismo menos. Pero la música es una parte muy importante de sus vidas. De hecho hay un par de grafiteros que son también raperos, como Hurto.
¿Cuánta distancia física y mental hay entre el Arturo Pérez-Reverte que escribe novelas y el que escribe artículos periodísticos?
Mucha. Hay mucha. Los reporteros siempre hemos tenido una especie de útil esquizofrenia. Esa capacidad de conectar y desconectar, de entrar y salir, de entrar en una habitación y de salir y no llevarte nada. Una capacidad de mantener vidas paralelas: una vida afectiva, familiar, profesional, viajera… Y cada una en su sitio, y no mezlcarlas. Es un hábito que se adquiere en el oficio. Nadie nace así, pero se adquiere. Eso es muy útil. Yo escribo novelas porque con las novelas me gano bien la vida, me lo paso bien, tengo lectores, y sobre todo tengo independencia…
Y le permite investigar a fondo sobre cada historia…
Trabajo cada novela. Cada novela es una aventura, un año de investigación, de concimiento, de estudio de mil cosas. Sigo vivo. Es que si no te mueres, envejeces. Esto me mantiene vivo. Yo tengo una teoría, que he contado alguna vez en alguna novela, y es que solo eres joven en vísperas de la batalla. Cuando has combatido ya eres viejo. Eres joven cuando te preparas, cuando estás afilando la espada y engrasando el arnés, haciendo testamento… Cuando has batallado ya eres viejo. Es decir, que la cosa es buscarte batallas nuevas, que nunca acaben las batallas, que siempre haya una batalla nueva. Y cada novela es una nueva batalla. Me hacen sentirme otra vez interesado por el mundo, curioso, lector. Me mantiene vivo. Esa es para mí la razón fundamental. Los artículos son intervenciones, homenajes, provocaciones, ajustes de cuentas. A mí me iría mucho mejor si me quedara callado. Tendría menos enemigos, saldría menos en internet, me insultarían menos… Si yo tuviera cosas que perder, si yo dijera: me estoy jugando el pan de mis hijos, el prestigio… Pero no tengo nada que perder. Sería vil, pudiendo ajustar cuentas con lo que creo, porque yo siempre he dicho que soy subjetivo, sería de una vileza enorme callarme por el miedo al qué dirán. No quiero meterme con nadie, pero tal como está España, con las cosas que están pasando, y no solo ahora en la cultura y en muchas cosas desde hace veinte años, no hay muchos escritores que se arriesguen. Y no quiero que esto suene a pedantería… Me gustaría que hubiera más gente que lo hiciera. Porque salvo Javier Marías, que se se la juega los domingos, y muy poquitos más… Hablo de escritores de éxito, ojo, con éxito consolidado, de la docena de escritores que en España podrían permitírserlo. A la mayoría no les oyes pronunciarse nunca en público por no ponerse en contra a la lectora, al lector. Me daría vergüenza que yo, que no tengo nada que perder, no lo hiciera. ¿Voy a estar callado? Es lo que puedo hacer. Y por lo menos me desahogo.
En una entrevista reciente dijo que visto lo que hay, y no solo en España, te tienes que entristecer e indignar. Aparte de indignarse, y escribir ¿qué hacer?
Yo soy un escritor. Yo no soy un sociólogo. Yo no soy un político. A veces la gente me dice: usted que denuncia, a ver, dé soluciones. Pero es que yo soy un escritor. Mi misión es contar, yo cuento historias y describir lo que veo, lo que está ocurriendo. Poner el dedo en la llaga. Pero no me pida usted que además lo solucione. Yo soy un tipo que observa y que no se calla. Si tuviera soluciones a lo mejor cobraría el doble. Yo qué sé. Que solucionen otros. Aparte de que no siempre hay soluciones.
En la entrevista con Jordi Evolé dijo que la gente está deseando que pase la crisis para volver a las andadas. ¿No tenemos remedio?
Hemos olvidado que de esta crisis somos tan responsables como los políticos y los banqueros. Lo hemos olvidado. Aquí parece que la culpa solo la tenían el banquero y el político. Y nosotros fuimos los primeros. A ti nadie te obligaba a tomar una hipoteca ruinosa, nadie te obligaba a comprarte un coche, nadie te obligaba a irte a Cancún de vacaciones. Nadie te obligaba a comprarte una segunda residencia o a comprarle una moto al niño. Hemos aceptado de una manera gozosa el juego sucio que nos proponían políticos y banqueros. Esos canallas han hecho su negocio con nuestra complicidad, aparte de a nuestra costa, con nuestra complicidad. Entonces lo que no puede ser es que digamos: yo no tengo nada que ver. Hemos tenido mucho que ver con esto. ¿Y qué pasa ahora? Cuando escuchas las conversaciones, cuando escuchas a la gente y observas los comportamientos te das cuenta de que esta crisis que podría haber valido para que aprendiéramos una lección importante no ha valido para nada. No hemos aprendido nada. La gente quiere que pase la crisis para hacer exactamente lo que hacía antes, no para cambiar de vida. Para lo que tenía que haber servido esta crisis justamente era para que cambiásemos de vida. De ahí mi pesimismo.
¿Comparte el apotegma de Rafael Sánchez-Ferlosio de que «vendrán más años malos y nos harán más malos», de que del sufrimiento no se aprende nada?
Vamos a ver. Hemos estado en sitios donde la gente ha sufrido más de lo que todos estos han sufrido en toda su vida. No saben lo que es sufrir. No lo saben. De hecho, como no lo saben, cometen los errores y las barbaridades que luego cometen. No tienen ni puta idea. Y hay una cosa que hemos aprendido, que el sufrimiento no te hace mejor. Hay gente a la que sí hace mejor, hay gente a la que hace solidaria, que saca lo mejor que tienen. Pero también saca lo peor, y es más la gente de la que saca lo peor que de la que saca lo mejor. Eso de que una crisis te hace bueno es mentira. Yo no veo una regeneración moral como resultado de esta crisis. Veo un cabreo, cuando te toca, porque cuando no te toca aquí no se cabrea nadie. Te cabreas cuando te toca. Veo un cabreo, una indignación, pero lo que no veo es una regeneración moral de una sociedad que estaba enferma. Sin regeneración moral aunque pase la crisis seguiremos siendo tan torpes y tan egoístas y tan ciegos como éramos antes.
¿Cuáles son sus referentes éticos, morales y, sobre todo, literarios?
Si llevo leyendo desde los ocho años y llevo viajando desde los 18 y he estado en guerras 21 años buscar un referente no es fácil. Dicho lo cual, con los años lees todo lo que tenías que leer, y ya sabes qué es lo que te interesa. Mi vejez, como se llame la etapa en la que vivo ahora, me la amueblo con media docena de cosas, que se llaman clásicos griegos y latinos, se llama Cervantes, se llama Montaigne, se llama Gracián, se llama Michelet (la «Historia de la revolución francesa», que es la obra política para mí más importante de mis últimos treinta años y que mejor nos ayuda a entender el mundo en el que vivimos) y el único novelista que siento envejecer conmigo y que cada vez que lo leo decubro cosas en él que no había descubierto, aunque lo he leído veinte veces, que es Joseph Conrad. Y que no parezca pedantaría, que yo haya superado a Stendhal, ni a Mann, ni a Fitzgerald. Pero es que con ellos ya sé lo que hay, no hay sorpresa. Pero leo a Joseph Conrad a medida que voy haciéndome mayor y cada vez que lo leo hago una lectura nueva que antes no había hecho, y es con el único autor con el que me pasa. El único autor del que tengo una fotografía en mi lugar de trabajo. Sobre lo que está en Conrad es la mirada que algunos privilegiados tenemos: la mirada que te deja la vida. Como decía don Quijote, quien mucho anda y mucho lee, algo sabe. Es una vida larga, he visto cosas extremas, he leído libros. El que no vio Troya en Sarajevo no ha visto nada. El ver Troya en Sarajevo es lo que te permite que eso te sea rentable intelectualmente. Cuando vas a Sarajevo con Troya leída… de ahí saco la noción de libro y vida que te hace ser como ahora eres.
¿Se siente cómodo en la piel de académico?
No, realmente no. Me siento, me adapto, hago mi trabajo con la mayor dignidad que puedo, y colaboro en cuanto puedo, comprendo las necesidades de esta institución, estoy orgulloso sobre todo de su proyección americana, pero hay cosas de la Academia con las que no puedo. Hay claudicaciones. Por su mismo carácter institucional la Academia se ve obligada a aceptar claudicaciones, mansedumbres y prudencias que a veces no debería, y eso hace que la Academia no siempre deje oír su voz sensata, prudente y ecuánime sobre asuntos que debería. Cuando hay gente que acude a la Academia, como acude, pidiendo auxilio, ayuda, en diversos niveles de cosas, políticas, sociales, la Academia por razones de prudencia institucional –que por otra parte comprendo- no está a la altura de esa demanda, y en eso yo me siento avergonzado y me siento un poco al margen de la Academia. Pero eso le pasa a algún académico más, no solo a mí.
¿Es la Academia un vestigio de aquella España que pudo ser, ilustrada, hermana de la Institución Libre de Enseñanza, amante del conocimiento y la razón?
Sí. No es un vestigio, es una de las pocas cosas que esa España consiguió. En ese sentido yo estoy orgulloso de la Academia. Es una institución nobilísima, denostada por analfabetos y por ignorantes que el 99 por ciento de los casos no saben de qué están hablando, y acabo de criticarla hace un momento. Me parece que es de los grandes orgullos culturales que la lengua y la cultura española deben tener. Solo el trabajo hecho en América, solo conseguir que 450 millones de hablantes hablen la misma lengua, usen el mismo diccionario… la gente no sabe lo que es eso. La gente no es consciente del trabajo delicado, del encaje de bolillos que se ha ido haciendo, la diplomacia, las llamadas, los contactos, para conseguir esa armonía, a veces chirriante: conseguir que un colombiano, que un mexicano, que un peruano, que un bilbaíno, que un andaluz, que un catalán, que un norteamericano de Nueva York manejen la misma base de comprensión lectora, el mismo diccionario, la misma gramática… eso es un milagro. Milagro hecho por hombres buenos, por hombres justos, por hombres sabios, y eso me hace sentir muy orgulloso.
¿Qué piensa de la posteridad?
Si hemos visto arder la biblioteca de Sarajevo… [y se ríe con una mezcla de ternura y sarcasmo, como ante la siguiente pregunta].
¿Le da miedo la muerte?
Intentaré dar una respuesta que no parezca una pedantería. Digamos que una muerte serena nunca tiene que dar miedo y los libros leídos y escritos ayudan a que una muerte sea serena. Escribir novelas y leer libros buenos es una forma de preparar ese escenario de serenidad en el cual la muerte será una parte inevitable y la regla final de las reglas de juego.
La última. ¿Quién es Arturo Pérez-Reverte?
Un tipo que anduvo con una mochila llena de libros a la isla de los piratas, volvió y ahora, con los libros leídos y la vida propia, cuenta sus propias historias.
P. S. «Hay una cosa que la gente no entiende, y es que esto se ha acabado. Hay una cosa que se llamaba Occidente y que empezó con Grecia, con Roma, la Edad Media, el Renacimiento, el Enciclopedismo, la Ilustración, derechos y libertades, derechos del hombre y del trabajador… que ha sido formidable durante los veinte o treinta siglos que ha durado. Y eso se ha acabado. Se ha acabado. Como todos los imperios, se ha acabado. Tardará uno o dos siglos en desaparecer. Pero se ha terminado: los valores están aquí dentro. Están los conscientes y los inconscientes. Los que se dan cuenta y los que no se dan cuenta. Pero esto se ha acabado. Todo el sistema en que se basa nuestra educación, nuestra convivencia, nuestra vida, nuestra libertad, está en cuestión, porque el mundo del que procedemos se está extinguiendo. Vendrán otros mundos, mejores, peores, pero el nuestro se está extinguiendo, y la gente no se da cuenta de que esto es así. Para ello hay que haber leído los libros, que cuando el legionario romano le dijo: eh, teutón, ven aquí, coge la lanza que yo voy a Roma a por tabaco, ahí empezó todo. Pero como los analfabetos que están en Bruselas no han leído un libro en su vida, ni lo van a leer, por no decir nada de los que están aquí, no tienen ninguna referencia, no saben reconocer los síntomas. La cultura sirve para reconocer los síntomas, y al no ser cultos no lo reconocen. Hay que asumirlo con resignación y con elegancia, para eso están Montaigne, para eso está Cervantes, para eso está Gracián, para eso están los estoicos griegos, para eso está la cultura, para no gritar cuando se cae el avión».
Por Fernando Mires (Notas al margen)
Rayo, marco, anoto y escribo con letras que nadie, a veces ni yo mismo, logrará descifrar.
Cada libro que pasa por mis manos queda convertido en un esperpento. Ninguno se salva de la masacre que cometo en esos márgenes que parecen hechos para dejar ahí imborrable testimonio de mi “genialidad”. El tango de la Guardia Vieja de Arturo Pérez-Reverte quedó también convertido en una lástima después de mi lectura. Resultado de un indirecto dialogo mantenido con el escritor durante un par de días –más no demoré en leer sus 500 y tantas páginas- en las cuales obtuve ese placer que permanece en uno cuando ve, parafraseando a Violeta, “el fruto del cerebro humano”.
Una novela que me llevó a pensar más allá de su trama. Por de pronto, a pensar en lo que no se puede dejar de pensar cuando uno piensa: en el tiempo y sus espacios. Tres tiempos y tres espacios: El Buenos Aires de fines de los años veinte; Niza bajo el impacto del fascismo, sus acérrimos espías y la guerra civil española. Después Sorrento, en el denso ambiente de la Guerra Fría durante un campeonato de ajedrez en el cual la comitiva soviética se juega una batalla de prestigio frente a un juvenil desafiante chileno, hijo de Mecha, la muy bella heroína de la novela.
En el primer tiempo, a bordo del trasatlántico Cap Polonio, la joven Mecha Insunza, esposa del famoso compositor Armando de Troeye, conoce a través del tango bien bailado a quien será su amante, el cafiolo de vocación y “bailarín mundano” de profesión, Max Costa, nacido en Buenos Aires y emigrado a Europa a los catorce años. Los sucesos de ese tiempo son narrados de un modo más bien convencional, es decir, de acuerdo a una cronología vertical.
Los dos tiempos restantes, en cambio, se entrecruzan como si fuera un solo tiempo surcado por imágenes de latrocinios y violencias aparentemente análogas y jugadas por un mismo personaje. Pero, a pesar del cruce temporal, hay diferencias: En el espacio-tiempo de Niza, Max, al igual que Mecha, goza todo el vigor de su naturaleza sexual y existencial. En el espacio-tiempo de Sorrento en cambio, ambos, ex amantes sesentones, viven su digna decadencia: la pena de no ser más lo que fueron, la congoja frente a la piel reseca, los cabellos canos y el deseo que sólo aflora como recuerdo de un pasado que nunca volverá.
El primer tiempo-espacio es tanguero cien por cien. Desde el encuentro en el Cap Polonio, Mecha y Max no dejarán de tanguear, hasta continuar en el barrio La Barraca donde llegaron impulsados por el ímpetu musical de Armando, el genial y voyerista compositor, quien tomaba apuntes, ansioso de conocer el tango rápido y milonguero de orígenes decimonónicos, el que todavía era bailado en el torvo local La Ferroviaria en donde los cortes, los giros, el abrazo tenso del macho, la reticencia fingida de la hembra, la pierna de él metida entre las de ella, no podían ser continuados en ningún otro lugar que no fuera una cama: en una sexualidad furiosa de cuerpos calientes que se saben unidos desde que se conocieron, en un “duro combate de sentidos”; en un “largo choque de urgencias y deseos”.
En la descripción excitante de las relaciones sexuales Arturo Pérez Reverte se siente como en su salsa. Él es, en definitiva, un maestro insuperable de la materia erótica. También lo es en su manía de informarse sobre los más ínfimos detalles de los motivos sobre los cuales escribe. En lo que se refiere a su conocimiento del tango, por ejemplo, obtuvo una gran erudición la que, con pluma diestra comparte con el lector.
Las páginas tangueras de la novela son también aquellas donde más garabateé mis confusas notas marginales, las que ahora intento descifrar para escribir este maldito artículo que nadie me ha pedido. Así, en una de mis notas leo: “los informantes de Pérez-Reverte entregaron al escritor la versión de J. L. Borges relativa a la historia del tango. Esa versión merece ser revisada”.
Tremendo atrevimiento pretender revisar a Borges, dirá más de alguien. ¿Cómo oponer a un escritor de ficciones un pensamiento racional y racionalizado? Naturalmente, eso es imposible si es que Borges sólo hubiera sido escritor de ficciones. Pero no. Ya he sostenido en otras ocasiones que Borges, además de escritor, era un filósofo. Y de los grandes. Más todavía, agregaré aquí: Borges era un filósofo quien, por lo menos en su interpretación de la historia del tango fue esencialmente nietzscheano, aspecto de su obra que ha permanecido oculto a casi todos sus exegetas. Y bien, esa versión nietzscheana-borgesiana del tango fue la que hizo también suya Arturo Pérez-Reverte, aunque seguro, sin tener la menor idea de que lo hizo pues, afortunadamente, Pérez-Reverte a diferencias de Borges, no es un filósofo. Es “sólo” un gran escritor. Y uno de los mejores de nuestro tiempo; a nadie quepa duda de eso.
¿Qué dice la versión borgesiana del tango? Dice casi lo mismo que dice Nietzsche cuando interpreta la historia de la tragedia griega. ¿Qué dice Nietzsche entonces? Nietzsche dice que la verdadera tragedia no es helénica sino pre-helénica, y la primera sólo una versión degenerada de la segunda. Borges dice: el tango no es el tango; el tango fue la milonga y el que conocemos como tango no es más que su mero simulacro. Nietzsche dice que en los orígenes de la tragedia no había separación entre el coro y el teatro: el coro era el teatro. Borges dice que el tango originario era sólo pirueta y música no escrita; improvisación al servicio de los cuerpos: el cuerpo era el texto. Nietzsche nos dice que al comienzo de la tragedia reinaba el ditirambo, los faunos y sus falos. Borges nos dice que al comienzo del tango reinaba el tarro tamboreado, el macho y un cuchillo cuyo corte no era estético sino parodia de un tajo en pleno vientre. Nietzsche nos dice que la tragedia era dionisíaca y no apolínea. Borges dice que el tango era bravo, pendenciero y no llorón (le faltó decir que no era maricón) Nietzsche nos dice: con Euripides no comenzó sino que terminó la tragedia griega. Borges nos dice: el tango terminó con la Cumparsita de Matos Rodríguez; con Gardel, con Le Pera y otros similares. Nietzsche piensa: la tragedia viene del pueblo profundo. Borges piensa: el tango viene del pueblo profundo.
El tango, según la versión nietzscheana de J. L. Borges, la misma que recogió Pérez-Reverte, se encuentra en los orígenes de su propio ser, ritmando en el candombe, entre payada y milonga, habanera, tango andaluz, polca y hasta vals. Se bailaba en la calle bajo las farolas; y después en los prostíbulos de mala muerte. Con el paso del tiempo, empero, se transformó en musiquería sensiblera, lloriquenta y clasemediera. Dictamen borgesiano recibido –como paradoja- con entusiasmo justamente por quienes más detestaba Borges: los populistas y los marxistas argentinos para los cuales el tango originario era popular y obrero antes de que lo pasaran por el filtro colonialista parisino y de ese modo “aburgesarlo”. No obstante, ese tango aburguesado, sentimental y llorón, sigue gustando a todos quienes nos interesa el tango. Le guste o no a Borges. Por algo será, digo yo.
La verdad, ha costado tiempo sacarse de encima el peso nietzscheano-borgesiano para aceptar algo tan elemental, a saber: que el ser del tango es, como todo ser, un ser en el tiempo. De la misma manera, es falaz seguir sosteniendo que Euripides niega la tragedia originaria, o lo que es peor –como sostuvo Nietzsche- que con la lógica aristotélica tiene lugar la desnaturalización del ser humano, continuada después por la filosofía moral y las religiones universales. Por lo mismo es inicuo pensar que el tango, sólo porque ha incorporado e incorpora los sesgos de un tiempo que ya pasó, ha dejado de ser tango. Quiero decir: el tango de la viejita, el de la traición, el de la mina infiel y el del desengaño, sigue siendo tango.
Tomo y obligo o Chora, o la misma Cumparsita, dirán algunos borgesianos, son tangos para cornudos. ¿Y qué? Respondo yo. ¿Acaso los cornudos no cantan? Fumando espero es un tango para la pequeña burguesía, dirán otros borgesianos ¿Y qué? Respondo yo. ¿No es Argentina un país dominado por la pequeña burguesía (clase media)? ¿O el tango debe pertenecer a los criminales sólo porque ellos lo inventaron? Nada en contra de tan digna gente. Todos los honores que se merezcan. Pero no veo ninguna razón para gustar con pasión Ándate a la Recoleta (anónimo 1880) y no del Volver de Gardel y Lepera. No veo tampoco ninguna razón para gustar de un tango intermedio de Ángel Villoldo (El Choclo, por ejemplo) y no hacerlo con un texto de Enrique Santos Discépolo, uno de los más grandes poetas (sí; escribí poetas) del continente sudamericano. No hay ningún motivo, en fin, para escuchar con goce el Dame la Lata de Juan Pérez (1883) y no emocionarse con Sur, tango tan nostálgico que bailarlo es sacrilegio, cuya hermosa música viene de un genio innato, Aníbal Troilo, y su texto de otro poeta de fuste: Homero Manzi.
La gente, es lo que estoy afirmando, seguirá escuchando, cantando y bailando tangos, esos que nos regalaron argentinos y uruguayos, no importa de donde o de cuando vengan: sea del barril de bencina del negro zumbón, de la casa de putas de la esquina, del salón parisino, del “italianaje mirón” (Borges), de las orquestas de Juan D`Arienzo u Osvaldo Pugliese, de las templadas voces de Carlos Gardel, Edmundo Rivero o Julio Sosa e incluso –o quizás sobre todo– del bandoneón de Astor Piazzolla.
¿Tangos los de Piazzolla, que contienen tonalidades de Edvard Grieg e incluso de Gustav Mahler? Si: Pero también tangos que traen consigo el susurro del viento del arrabal, y hasta el aroma de la impúdica Concha Sucia o de la más indecente de todas, La Concha de la Lora, del mismo modo como el corazón de Bach sigue latiendo, a pesar de los siglos, en la música de Stravinsky. En fin, no creo que será necesario recurrir al “Ello” de Freud para afirmar que los impulsos atávicos de nuestra pre-historia persisten –tanto en las historias de la humanidad como en las individuales- y no son negados ni por la modernidad ni por la post-modernidad. Opinión que parece compartir de algún modo Arturo Pérez-Reverte en el tercer espacio-tiempo de su gran novela.
El segundo espacio-tiempo de la novela de Pérez-Reverte, el de Niza, ya no está centrado en el tango. El tango ya ha cumplido su objetivo literario y ha pasado a ser parte de la historia de dos seres que se han buscado en otros cuerpos, cometidas todas las experiencias posibles, vividas en total desmesura persiguiendo la verdad de lo inconmensurable, orgasmos y eyaculaciones múltiples, hasta verse de nuevo en una habitación barata y entregarse casi con religioso frenesí, al deseo inaguantado y compartido. No volvieron a bailar tango nunca más, Mecha y Max. Ni siquiera el de la Guardia Vieja que compuso Armando Troeye, quien moriría en las tenebrosos patíbulos del general Francisco Franco.
En el tercer espacio-tiempo la trama se centra en algo que a primera vista pareciera ser la antípoda del tango: el juego del ajedrez. ¿Puede haber en efecto algo menos sensual, o algo más lógico y racional que el ajedrez? Y sin embargo, como si así lo hubiera querido demostrar Pérez-Reverte, el tango y al ajedrez está unidos por un mismo atávico principio: el deseo de la derrota del otro.
En el tango arcaico la hembra como “la otra”, se rinde frente al deseo del macho. En el ajedrez, la inteligencia y el pensamiento están plenamente orientados a liquidar al enemigo, a obligarlo a rendirse, a humillarlo, a descalificarlo, a quitarle el lugar que ostenta frente a los demás. El ajedrez, así como la política, es también una guerra sin armas. Y en el caso de la novela de Pérez-Reverte es, además, con armas.
Ese tercer espacio-tiempo vivido en Sorrento es también el momento del último encuentro de Mecha y Max. Viejos, cansados, más cerca de la muerte que de la vida, sin deseos ni tangos, se miran frente a frente. ¿Ha llegado el momento de la desesperanza y de la derrota? Así parecía ser. Mas, en una jugada maestra, digna del mejor ajedrecista del mundo, muestra Pérez-Reverte que el final biológico de una relación no es más que otra instancia entre las diversas modalidades del ser en el tiempo. Porque justamente en ese final de tango triste, apareció por primera vez una palabra que ni siquiera en las más altas cumbres orgásmicas del libro había aparecido.
Esa palabra es: amor.
¿Quiso decirnos Pérez- Reverte que el amor llega después del deseo? ¿O que el amor es espíritu sin piel, carne y huesos? Yo creo que Pérez-Reverte no quiso decirnos nada. Pero, aún en contra de su voluntad, reveló un secreto que todos conocemos, a saber: que el amor es una consecuencia de la memoria, un resultado indiscreto de los recuerdos. El amor es un acto del pasado reconocido en tiempo presente a través del pensamiento. El amor en la novela de Pérez-Reverte quiere decir: “Te amé, pero cuando te amé no sabía que te amaba porque cuando te amaba te tenía”.
El amor que confiesa Mecha y que devuelve con reticencias Max (“Max nunca había amado y no podía saberlo” escribe Pérez-Reverte) es el amor que significa, además, “te amo porque a pesar de todo te amé”. Y bien: ese “a pesar de todo” –es lo que intuyó Pérez-Reverte- somos nosotros mismos: los destinados a presentir el amor cuando lo hemos perdido. El amor que no se sabe cuando y como aparece; y se va. Así, como se va un tango de la Guardia Vieja.
Leyendo la hermosa novela, yo al menos intuí que el amor había aparecido sin que ni Mecha ni Max lo supieran -quizás sin que el mismo Pérez-Reverte lo supiera- en ese momento mágico casi inicial en que ambos, muy jóvenes, apenas conociéndose y tratándose de usted, bailaron sobre la cubierta del Cap Polonio el tango Mala Junta sin escuchar ninguna orquesta, “así nomás”: de memoria, siguiendo el curso de una música que ya vivía dentro de ellos, marcando el paso de un ritmo que sólo ellos conocían.
Reseña de Burnel. Foro Icorso. 11-12-12
Terminar el libro y volver a empezarlo. Sentir esa zozobra en el cuerpo de que el libro te ha hecho pensar, te ha tocado en tus rincones, en tus sentimientos, en tus secretos…
Del héroe cansado al héroe melancólico. De Macarena Bruner (La piel del tambor) a Mecha Inzunza, pasando por la inigualable Teresa Mendoza (La reina del Sur). De Lucas Corso (El club Dumas), joven, audaz, atrevido, a Manuel Coy (La carta esférica), al que a veces te daban ganas de abofetear, por el simple hecho de seguirla como un perro. Ahora estamos ante Max Costa. A Max hay que quererlo. Hay que enamorarse hasta las cachas y disfrutarlo, aunque sea, una vez en la vida: en esta primera y virgen lectura del libro. “Tan limpio siempre, pese a sus canalladas. Tan sano. Tan leal y recto en sus mentiras y traiciones. Un buen soldado”.
Max es el héroe cansado, indudablemente, pero con la vista puesta en los años, en la melancolía tan profunda que te acompaña a lo largo de toda la lectura. Max es mundano, quizá asuma el papel que, en otras obras, asume la mujer superviviente. En eso se parece a Teresa Mendoza. Y a Pepe Lobo (El asedio), pero con maneras. Por eso la reiteración de mundano como calificativo al bailarín. Porque Max es un superviviente del mundo y de sus circunstancias. Allá en su Argentina natal, en el episodio crucial el del Hotel Ritz de Barcelona, con apenas dieciséis años, que solo es capaz de recordar desde el cuajo y la tranquilidad de los años. Envuelto en la turbia historia del tango de De Troeye, mezclado con Mecha, cuando es la mujer de su vida aunque ella se niegue a escucharlo. «Ni se te ocurra Max. Si dices que fui el gran amor de tu vida, me levanto y me voy«.
Esa especie de tristeza lánguida, que nos contagia el Jefe: ese pasar del tiempo, a veces tan garcilasiano —“como se viene la vida, como se pasa la muerte, tan callando”—. Ya no contamos pecas sobre la piel de Tánger Soto; ahora nos miramos el dorso de las manos convulsivamente, para ver cuántas manchas de vejez han aparecido en ellas.
El libro está hecho de silencios. Silencios que hemos aprendido a interpretar desde que Adela de Otero (El maestro de esgrima) intentaba su estocada perfecta. Silencios de Teresa Mendoza —para mí, el héroe cansado por excelencia— y la mujer mejor modelada y a la que más se le ha abierto los rincones, con diferencia, de todas las mujeres revertianas. Teresa le ha prestado muchos matices a Max Costa.
También es verdad que Mecha Inzunza, en la primera parte del libro, es superviviente de su propio mundo: es guapa y lista, y tiene dinero. Punto. Muy Lolita Palma, pero sin pegar sello. “Te asombraría lo que tener dinero simplifica las cosas”. Pertenece a una sociedad de la que tampoco quiere salir. Se adapta a lo que hay. Luego, en Sorrento, se hace más humana. Descubre secretos, no tan turbios, que la hacen más mujer. Y sobre todo, sorprende, que es la primera vez que vemos la dependencia de la mujer a su propio útero. Las tramas, tan bien estructuradas que cuando estás en Niza quieres volver a Sorrento, y cuando estás en Sorrento quieres ir de nuevo a Niza: esas estructuras paralelas solo las consigue el maestro. El derroche de detalles. Esas frases lapidarias, cortas, precisas como pequeñas puñaladas en nuestra propia conciencia y en nuestra propia memoria: “la única libertad posible es la indiferencia”.
”Soy un viejo como cualquier otro, que ha conocido el amor y el fracaso”. Y a partir de ahí, todos hemos envejecido. Por todos han pasado los veintidós años. Unos los llevamos mejor y otros peor. Todos conocíamos las reglas, las maneras, el tablero de ajedrez, el peón en su casilla, el sable y el caballo, el cazador, la mochila, la fiel infantería… Pero nunca nos imaginábamos que nos darían un revolcón en nuestras propias vidas, a través de la vida, tan distinta probablemente, de Mecha y Max. «Has envejecido, y no hablo del físico. Supongo que les ocurre a todos los que alcanzan alguna clase de certidumbre…»
Y ahora decidme blanda: el remite de la carta con los nombres de Barbaresco y Tignanello, después de haberles cogido cariño de secundarios, me humedecieron los ojos; pero el collar y el guante son de una intensidad brutal: tan real, tan romántica, tan nostálgica, tan llena de dignidad de quien se sabe sin futuro y solo con pasado y presente, que ahí me dije, suelta trapo. Y vaya si lo solté.
Esas tres últimas páginas de la novela, son el resumen de una vida. De todas las vidas. Y yo me he quedado colgada de Max. Supongo que ser lector revertiano imprime carácter, como el sacerdocio o la prostitución.
«Es agradable ser feliz, pensó. Y saberlo mientras lo eres«. Y yo me he sentido inmensamente feliz estos últimos veintitantos días. Solo me queda volver al Buenos Aires de 1928, embarcarme de nuevo y volver a soñar con ese tango sin música en la sala de palmeras del Cap Polonio.