«Si es legal, no es grafiti»

Publicado en XL Semanal el 23-11-13

 

Arturo Pérez-Reverte publica nueva novela, ‘El francotirador paciente’, una trama llena de intriga y aventura que tiene como escenario el mundo del grafiti. Para documentarse, el escritor se ha introducido durante un año en este espacio fuera de la ley. Aunque el académico lleva once años lejos del reporterismo, le hemos pedido que haga una excepción para XLSemanal y que nos cuente de primera mano cómo es una de esas noches en las que actúan estos jóvenes clandestinos. En exclusiva para nuestros lectores.

«El grafiti es un deporte de riesgo»

Chat con lectores de El Mundo (27-11-13)
Buenas tardes y gracias a EL MUNDO por su hospitalidad. Hace horas que llueven preguntas para este chat, y lamentablemente no podré responder a la mayor parte de ellas. Haré lo que pueda. Daré preferencia, naturalmente, a aquéllas que tienen que ver con la novela que hoy nos ocupa. Espero que comprendan las limitaciones de tiempo de este medio.
1. Buenas tardes Arturo, En alguna entrevista ha aludido a razones personales ¿puede comentar cómo nació esta novela?
-Ésta novela nació de música, de amigos y de curiosidad. Viajo mucho en tren y veo grafitis a menudo. A menudo me pregunté qué había detrás de cada una de esas firmas. Escribir ‘El francotirador paciente’ era una forma de averiguarlo. Un día, estando en Verona, tras un viaje en tren pensé en Roberto Saviano, en Salman Rushdie y en el grafitero Banksy y vi claramente la materia de esta historia. Así que me puse a ella.
2. Lo que ocurre con sus artículos en la red no he visto jamás que pase con otros escritores. Hay artículos antiquísimos que salen de nuevo a la luz sacados de contexto, otras veces ponen su nombre debajo de cosas que debe haber escrito un chaval de quince años para hacerlas rodar por Facebook a ver qué pasa. Habrá momentos en que la velocidad a la que puede expandirse una opinión suya le beneficie pero ¿no se siente también indefenso a veces?
-Las redes sociales tienen esos daños colaterales. O estás, o no estás. Si estás, tienes que aceptar las ventajas y los riesgos. El que no se debata sobre el fondo de lo que dices sino sobre el breve titular de lo que alguien dice que has dicho es inevitable. Intentar prevenir eso sería vivir en una paranoia absoluta. Así que, en mi caso, prefiero mojarme y asumir los riesgos inherentes al asunto.
3. Nos hemos deshumanizado tanto, tan huérfanos, que reconocemos como arte la firma, de quien como nosotros, busca encontrar una identidad. A base se repetirlo, de escribirlo, de grafitearlo muchas veces, en muchos muros… Quiza sea importante empezar por ahí… O tal vez sea lo único que nos han dejado. ¿Firmo luego existo?¿Cree que todavía queda algo por decir? ¿Cree que hay ganas o ni el hambre nos ha desaganado? Gracias man!
-Eso es lo que más me sorprendió al principio de preparar esta novela. La ausencia de ambición. La mayor parte de los grafiteros que conocí no pretenden ser artistas. Incluso les molesta que los llamen artistas. Una vez me dijo uno de ellos: «Escribo para ser». Era un tipo que no leía libros, y me fascinó ese implícito «Escribo, luego existo». El grafiti puro (otra cosa más compleja es el arte callejero) es, sobre todo, una afirmación de la existencia de quien lo hace. Un «existo, estuve aquí y ahora lo sabéis».
4. ¿Qué es, para usted, lo más importante para escribir una novela?
-Tener una historia que contar. Si no tuviera historias que contar me quedaría en casa calladito y leyendo.
5. Dos preguntas: ¿Cómo surge la idea de escribir sobre el grafiti? y la segunda: después de un proceso tan laborioso de preparación de El Tango de la Guardia Vieja, con página web incluida donde incluso los lectores ayudaron con aportaciones «tecnicas» ¿este nuevo trabajo ha sido menos complicado o iba más a tiro hecho?
-Yo tenía la idea de que el grafitero era un vándalo a secas. Ahora sigo pensando que hay un grafiti vandálico, reprobable y perseguible, y otro grafiti razonable, respetuoso y útil para algunos como forma de afirmación individual. Meter en el mismo saco a todos los grafiteros es injusto. Comprender todo eso, y muchas otras cosas, ha sido un trabajo complejo en el que he ido aprendiendo sobre la marcha. La novela es el resultado de todo eso.
6. Se que ha estado usted con expertos en la materia del Arte Urbano¿Le preguntaron alguna vez ellos por sus experiencias de la guerra como corresponsal?
-Fue una sensación extraña. Como volver a ‘Territorio comanche’. Asistir a «misiones de bombardeo» desde su planificación a su ejecución, con detalles casi militares por parte de los participantes (planos de la zona, herramientas para cortar alambradas, ropa oscura, infiltración casi de comandos) fue como recordar mis viejos trabajos de otros tiempos. Donde esperaba encontrar solo vandalismo encontré también motivaciones que desconocía: adrenalina, compañerismo, reglas internas de grupo marginal, códigos de conducta y de lenguaje. Fue toda una aventura personal que no me hace ahora disculpar ni justificar el grafiti, pero sí me permite comprender que es lo que lo motiva: ver al ser humano, con lo bueno y con lo malo que hay detrás de cada firma que vemos en la pared.
7. Sr. Pérez-Reverte, sabemos que para crear el personaje de Sniper se ha inspirado en Banksy y Salman Rushdie, ¿podría decirnos qué referencias le han servido para Alejandra? Muchas gracias. Ada
-En mis novelas, desde hace años, los personajes femeninos tienen cada vez más importancia y más utilidad. He ido descubriendo una cosa interesante para un novelista. Los personajes masculinos caducan antes que los femeninos. Una mirada de mujer con su lucidez y su capacidad crítica para el mundo es mucho más compleja y más completa. He comprobado que los personajes femeninos permiten adentrarse en aspectos de la narración que sería más difícil abordar con personajes masculinos. Esa superioridad intelectual de la mujer en las novelas es una herramienta narrativa de primer orden. Resumiría diciendo que con las mujeres puedo llegar allí donde no podría llegar con personajes masculinos.
8. Acabo de terminar «El pinto de batallas», me ha parecido un libro excelente, del cual he aprendido mucho, algo que espero de cada novela suya. Pero el final me dejó un poco desconcertada, no llego a comprender lo que quiere transmitir o cómo cierra o deja abierta esta historia. Un saludo desde Cartagena.
-Hay novelas y novelas. En algunas de ellas, el autor apela a la inteligencia del lector, a sus sentimientos, a su imaginación. Son los llamados finales abiertos. En ‘El pintor de batallas’ el final debía ser obligatoriamente abierto, para que fuera el lector quien lo completara. Estoy seguro de que, pese a su pregunta, usted completó perfectamente el suyo.
9. Joseph Conrad era polaco y hasta los 20 años o así no aprendió inglés, y sin embargo, escribió todo en inglés magistralmente. Eso está reservado obviamente a los genios, pero me pregunto si ser polifacético (lo cual incluye tener don de lenguas) es característica intrínseca del autor de novelas. Dicho de otro modo, el/la que escribe una novela y no ha salido de su pueblo, ¿puede ser buen/a escritor/a?
-Decía Cervantes (creo que era él) que quien mucho anda y mucho lee algo sabe. Nadie puede ser buen escritor si no ha vivido y ha leído, a menos que sea un genio. Pero los genios son raros. Fíjese en que yo empecé a escribir con treintaytantos años largos. Y disto mucho de ser un genio. Mi consejo a todo escritor que empieza es que no tenga prisa, que lea mucho, que practique mucho sin pretensión de publicar en seguida y que espere a tener vida, fracasos, amores, desamores, sufrimientos, amarguras y cicatrices en el cuerpo y en el alma para atreverse a contar historias. El afán de publicar prematuramente ha matado a muchos buenos escritores.
10. Por qué no se mete usted en política Don Arturo?
-Si usted me lee desde hace algún tiempo, tendrá esa pregunta perfectamente respondida.
11. ¿Está usted a favor del uso del grafiti (siendo en ocasiones, una simple firma) aunque ello incida en el deterioro de edificios históricos?
-Detesto el grafiti cuando invade territorios impropios que debería respetar, pero eso no significa que no me interese mucho la vida de quienes lo hacen y los motivos por los que lo hacen. Por otra parte, no veo que mal hace a nadie que un chico se vaya con sus aerosoles a pintar una valla o un solar abandonados o lejanos donde a nadie molesta. Por eso digo que meter en el mismo cesto a todos los grafiteros es injusto para muchos de ellos. En cualquier caso, en mi novela ni apruebo ni desapruebo el grafiti. Muevo a mis personajes por ese mundo, como lo hice del narcotráfico, la guerra, el Vaticano o la esgrima. Contar un mundo no significa aprobarlo ni compartirlo.
12. ¿Este personaje le aportó algo nuevo que le haya sorprendido sobre la figura de los grafiteros?
-He descubierto cosas que no sospechaba. Aparte de vandalismo, bombardeo, falta de respeto urbano y otros elementos del estilo, también he descubierto con sorpresa que en el mundo de los grafiteros funcionan palabras como solidaridad, camaradería, respeto, coraje, riesgo, aventura y hasta deporte. Un grafitero me dijo: «En realidad esto es un deporte de riesgo». Y cuando los veía correr de noche a oscuras o jugarse la vida para poner su tag en una pared peligrosa comprobaba que éste grafitero tenía razón.
 
13. En esta nueva novela ¿sigue habiendo héroes cansados?, ¿sigue siendo determinante como en anteriores novelas el papel de la mujer?. Gracias.
-De la mujer hablé hace un momento. En cuanto a los héroes cansados, todas mis novelas hablan sobre ellos. Solamente ocurre que yo envejezco y esos héroes cansados envejecen conmigo; con lo que el conflicto se va modificando con el paso del tiempo y los diferentes escenarios.
14. ¿Conoció a Victor Rutty «Hurto»?
-No personalmente. Pero me inflé a escuchar canciones suyas, «Grafiti real» y otras. Tenga en cuenta que durante un año entero he vivido rodeado de grafiteros y de grafiti. Algo tenía que pegárseme de este proceso. A fin de cuentas, la novela tiene una banda sonora espectacular; no porque sea mía, que no lo es, sino porque he metido en ella las canciones y las músicas que los grafiteros con los que compartí situaciones escuchaban con devoción.
15. ¿Cómo se ha documentado para adentrarse en el mundo del graffiti? Muchas gracias por sus libros y por sus publicaciones…están llenos de poesía callejera 🙂
-Yo no podía ir en plan coleguilla, porque no lo soy, ni tampoco en plan escritor exquisito porque tampoco lo soy. Así que entré por la vía natural, del mismo modo que cuando era reportero entraba en un grupo armado o en una banda de narcotraficantes; diciendo: «Voy a contar esto, y es mejor para vosotros que lo cuente desde dentro a que lo cuente desde fuera». Y la respuesta ha sido la misma que entonces: recelo inicial, generosidad posterior, y a veces, amistad de las que duran. Que algunos grafiteros como JEOSM, Lose y otros me llamen amigo y me regalen un grafiti por mi cumpleaños, como hicieron, es algo de lo que, por muy marginal que sea el asunto, no puedo menos que enorgullecerme.
16. ¿Glorificar a los que ensucian monumentos históricos? ¿Hay grafiteros buenos y malos? ¿La próxima novela irá sobre pederastas románticos?
-Hay grafiteros buenos, malos e intermedios. Hay grafiteros de todo tipo, desde el perfecto hijo de puta que va a bombardear y destrozar (en el Norte de Europa hay muchos de este tipo) hasta el chico que busca un lugar donde no molesta a nadie y se hace unos colores y platas con los colegas antes de irse a tomar unas cervezas. Así que aquí nadie glorifica nada. Sólo intenté comprender antes de escribir una novela en ese territorio. Lo que pasa es que, en ese proceso de comprensión, adquirí conocimientos y amistades inevitables. Sigo detestando el grafiti destructor y eso no ha cambiado.
17. Rápido, un grafiti en la pared del congreso.
-Solo tendría tres palabras y la de en medio es «de».
18. ¿El hip hop y el grafiti le parecen herramientas legítimas de expresión y protesta contra una sociedad mercantilizada, frívola y piramidal que excluye a los de abajo?
-Hay un error común en esto del grafiti. Mucha gente lo cree un grito social, una forma de expresión antisistema o una forma de lucha incruenta urbana. Paradójicamente, la mayor parte de los grafiteros que conocí rechazaban la palabra «artista». Se dicen escritores porque escriben su nombre en las paredes, pero casi todos ellos se conforman con eso y no pretenden ir más allá. Lo que ocurre es que, como consecuencia de esa actividad, algunos de ellos por más talento o ambición extienden su actividad al terreno del arte urbano y se convierten en artistas. La frase más escuchada ha sido: «Si es legal, no es grafiti». Eso marca la frontera. Conozco grafiteros de éxito ahora como artistas, como Suso33, que de vez en cuando se escapan con un aerosol a las calles para mantener su propio respeto y el de sus colegas. Meter en el mismo saco grafiti y arte urbano lleva a inexactitudes y confusiones.
19. Arturo, yo creo que un grafitero en el 99,99% de los casos es simplemente un «manchaparedes»¿ de verdad tu piensas que un grafitero puede llamarse escritor o artista?
-Se llaman escritores porque escriben su nombre. Como he dicho antes, el artista, incluso callejero, es otra cosa. De cualquier modo, en lo de «escritores» no les falta algo de razón. Le pongo un ejemplo: Lose tiene 503 metros hechos solo en Madrid. A ese tío lo leen cada día muchos más lectores que a mí. Lose está en paro y lo crujen a multas que no puede pagar. Sin embargo, sigue saliendo a la calle por necesidad de adrenalina, por afición, por respeto de los colegas, por pasión grafitera. Y corre riesgos grandes. No es un grafitero brillante en cuanto a calidad, pero es la cantidad de sus firmas lo que lo hace famoso y respetado entre sus compañeros. Todo eso encierra, aunque marginal, asocial o como queramos llamarla, una retorcida épica que, para un novelista que como yo trabaja con épicas, era una materia muy tentadora.
20. todo lo que aprende o sabe de los temas conflictivos , ¿no teme que puedan interrogarle para despues actuar contra esas personas ?
-Eso ya me ocurrió en lugares mucho más peligrosos que esta España de hoy. Y si no me sacaba información un guardia nacional de Somoza en Nicaragua o un marine americano en Kuwait, imagine la que me puede sacar en Madrid alguien a quien yo no quiera contarle mi vida.
21. Se identifica con el personaje del grafitero?
-En absoluto. Nunca haría grafiti. No es mi territorio. Lo que sí es cierto es que, para esta novela, he acompañado a grafiteros en misiones en Lisboa, en Madrid, en Verona y en Nápoles. Sigo sin identificarme con ellos, pero hay algo de su mundo que me seduce especialmente: como todo grupo marginal es muy estricto en cuanto a reglas y códigos. Son un mecanismo de defensa frente a la sociedad. Narcotraficantes, mafiosos o grafiteros, del respeto a los códigos surge la supervivencia del grupo en ambiente social hostil. Paradójicamente, un grafitero o un narcotraficante son a menudo más fieles a sus reglas que la gente presuntamente honorable lo somos a las nuestras. De ahí nace el Capitán Alatriste, por ejemplo. Y muchos de mis personajes. Por eso mis novelas hablan a menudo de mundos marginales, de reglas y de héroes cansados que viven según esas reglas.
22. Hola Arturo. ¿No cree que los grafiteros deberían ser multados? Estoy harto de que ensucien las paredes públicas, los trenes, metros, puentes etc.?(José Manuel)
-Ellos saben a qué se exponen, y cuando salen a la calle asumen los riesgos. Estoy de acuerdo en que quienes salen a hacer daño real deben ser perseguidos y multados. Pero también es cierto que considero injusto que a un carterista o a un delincuente lo pongan en la calle en libertad al día siguiente mientras que a un grafitero que pinta una pared en una tapia lejana de la Estación de Atocha le caigan 6.000 o 12.000 euros como multa.
23. Hola, te admiro – y envidio – desde hace muchos años. ¿cómo te enfrentas al «pánico» del folio en blanco? . Gracias
-No tengo pánico de la hoja en blanco. Tengo 62 años y vivo con varias historias que me apetecería contar antes de palmar. Mi problema no es el folio en blanco sino el saber qué novelas escribo y cuáles no escribiré nunca. De hecho, cuando termino una novela y se publica, ya estoy trabajando en otra. En ese sentido me considero un escritor afortunado y privilegiado.
24. Si el objetivo del buen escritor es abarcar todos los géneros y puntos de vista posibles, ¿qué cree que le falta por abordar? ¿Cuál considera que es su novela pendiente?
-Todo escritor coherente escribe siempre la misma novela. O, para ser más exactos, se mueve siempre en el mismo territorio. Lo que ocurre es que, cuando ese escritor vive lo suficiente, ese territorio se va ensanchando con él. También los años y la vida cambian el corazón y la cabeza, y los asuntos que te interesan evolucionan contigo. Por eso, aunque las novelas que un autor como yo escribe tengan siempre un aire de familia y se ocupen de parecidos asuntos, cada una es distinta a las otras porque abarca territorios antes inexplorados. En ese sentido, las novelas que tengo pendientes no es que aborden territorios nuevos, sino que espero planteen nuevas formas de abordar, nuevos enfoques, complejidades y descubrimientos referidos a los mismos territorios.
25. ¿Qué tiene el mundo del grafiti de guerrilla urbana?
-Mucho. La palabra francotirador no es inocente en el título. El grafiti tiene incluso tácticas físicas que tienen que ver con acciones de guerrilla, y eso precisamente es lo que seduce a muchos de quienes lo practican. He visto momentos (infiltraciones en estaciones de tren o cosas parecidas) en que si en lugar de llevar aerosoles de pintura hubieran llevado kalasnikovs no habría encontrado diferencia con imágenes de guerra que conservo en la memoria. Lo que pasa es que esa guerrilla unos la practican para hacer daño y destrozar y otros la practican de una manera menos agresiva para vivir emociones intensas, rituales de grupo, adrenalina y cosas parecidas. No es casual, supongo, que en el mundo del grafiti, aunque hay muchas y muy buenas grafiteras mujeres, el porcentaje de hombres sea mayor. Sin embargo, debo decir que he conocido tanto en España como en Portugal grafiteras que hacían un trabajo espléndido y cuyo coraje, determinación e imaginación superaban con creces al de cualquier varón. Y es que, puestas a ello, las mujeres proyectan en cuanto hacen una inteligencia, una intuición, una mirada lúcida y crítica, que pocas veces los hombres somos capaces de igualar.
26. Le preocupa un posible aumento del grafiti como consecuencia de su libro y que haya que dedicar más medios públicos para corregirlo? (disculpeme la palabra corregir, va en el sentido light del témino).
-Yo soy un tipo que cuenta historias, no un moralista ni un filósofo ni un sociólogo. Mis novelas, espero, crean estados de ánimo en quienes las leen y es hasta donde llego en mis previsiones éticas. Ir más allá me enfrentaría a situaciones complejas. Es como preguntarme si creo que se fomentaría el narcotráfico después de leer ‘La Reina del Sur’, que habrá más vocaciones religiosas tras leer ‘La piel del tambor’ o si volverán los ladrones de guante blanco tras leer ‘El tango de la guardia vieja’. Si tuviese eso presente cuando escribo una novela me volvería loco o no podría escribir nada. Una novela es un mensaje que manda uno al mar esperando que llegue a las manos adecuadas.
27. Realmente pienso que la condición humana no cambiará nunca en su sentido más básico…no sé si usted piensa de la misma manera…pero de ser así…¿Qué sentido tiene una lucha que no se puede ganar?
-Es difícil ganar. A veces es imposible. La experiencia demuestra que casi siempre ganan los malos. Lo triste es resignarse a dejar que ganen sin que al menos les sangre la nariz. Nuestra obligación, incluso sabiéndonos perdedores de antemano, es procurar cada uno con los medios de que dispone que a los malos les sangre la nariz. Eso haría que no nos avergonzáramos cuando nos miráramos cada mañana en el espejo, cuando los amigos nos miran con lealtad, cuando las mujeres u hombres que nos aman nos miran con devoción o cuando nuestros hijos nos miran con confianza.

Despedida: Hasta aquí hemos llegado. Hubo cientos de preguntas y era imposible, como dije, responderlas todas. Seleccioné aquellas que tenían relación más directa con la novela de la que estamos hablando. Espero que hayan sabido comprenderlo. Fue un placer y un honor esta charla.

«El grafitero tiene derecho a llamarse escritor»

Entrevista realizada a Arturo Pérez-Reverte por  Alfonso Armada (Suplemento cultural del diario ABC), con motivo de la publicación de «El francotirador paciente».  Noviembre de 1013.

En la acogedora sala de Gobierno de la Real Academia Española, ante una hermosa estantería llena de gramáticas, cómodos sillones tapizados, una luz culta, que no hiere, aislados del silencio y los malos olores de Madrid, aunque el barrio de los Jerónimos es uno de los más liofiliados y nobles de la ciudad, Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951), escritor y periodista, habla de «El francotirador paciente», su última novela, dedicada a un arte que para muchos no es más que vandalismo, el grafiti.

Para Pérez-Reverte, que ha vuelto a sentir activarse la adrenalina cuando acompañó a grafiteros en medio de la noche en uno de sus operaciones, siente admiración por los grupos marginales que se rigen por códigos estrictos para sobrevivir. El académico desde 2003 lo tiene claro: «El grafitero tiene derecho a llamarse escritor».

La palabra «francotirador» pertenece a la geografía física de Arturo Pérez-Reverte. ¿Incluirla en el título de su nueva novela es un puente con el pasado, un guiño para sus devotos, una figura en la que de alguna forma se reconoce?

Es varias cosas a la vez. Me reconozco en cierta forma, esa especie de cierta independencia, cierto disparar sobre lo que crees oportuno, elegir tú el blanco del disparo y cuando disparas, la suerte de la vida que llevo. Tengo el privilegio de poder ser francotirador, y estoy orgulloso de ello, porque tampoco me lo han regalado. Pero es verdad que esa independencia, ese no depender de nadie, ese no tener compromisos que te amarren excesivamente, sí tiene algo de francotirador, y es una palabra que me gusta.

¿Hay grupo de grafiteros en alguna comisaría de policía o es una licencia poética?

No, los hay, los hay. Hay una unidad de la policía especializada en grafiteros, y forma parte de la brigada de información, y de hecho estuve con ellos. Entre la gente con la que me estuve documentando para esta historia no solo hubo grafiteros en Nápoles, en Lisboa, en Madrid, sino que también hablé con policías. Me contaron muchas cosas. Los policías que salen en la novela están basados en personajes reales. En cuanto a maneras, yo sigo siendo un reportero. Me quedó la costumbre de investigar y las costumbres sociales, de tomarte la copa, comerle el tarro a alguien, comerle la oreja, convencerle de que no te dispare o de que te permita entrar en Osijek o en Vukovar [escenarios atroces de la guerra de Croacia]. Conservo esa capacidad del reportero de adaptarte al medio, de enrollarte, de seducir a la gente y crear vínculos. Eso no se pierde en la vida. Lo que hago es que lo aplico, como hice en «La Reina del Sur», y algunos de esos grafiteros se han convertido en amigos íntimos.

Los grafiteros se llaman a sí mismos escritores. ¿Cuánto de ironía y de genuina admiración hay por parte del autor de la novela hacia esos amantes de la síntesis que usan las superficies urbanas como folio?

No hay ninguna ironía.

No, no digo ironía hacia ellos, sino hacia su propio gremio de escritores…

Ah, en ese sentido sí, claro. Hay una cosa muy singular que es que la aspiración de todo grafitero es que lo vean, que lo lean, que lo lean mucho, que lo vean mucho. Un grafitero que se hace un vagón de metro, que se hace un vagón de tren, consigue muchos más lectores de los que puede conseguir un escritor de novelas. Yo tenía la idea de que el grafitero era un vándalo, y punto. Pero también sospechaba que era algo más complejo. Y cuando abordé esta novela me puse a estudiarlos, a leerlos, a mirarlos, a conocerlos, a hablar con ellos, y me di cuenta de que la cosa era mucho más compleja. El grafitero es alguien que quiere hacerse oír. Igual que yo soy alguien que quiere hacerse oír con la escritura. Otros hacen cine, o hacen radio… Y estos se hacen oír pintando paredes. El dónde ya es otra cosa. Poner su nombre y hacer que la gente lo vea ya es una afirmación: existo. El núcleo fundamental de los grafiteros –aunque hay niños pijos- son barrios pobres, marginales, de gente que no tiene ningún tipo de expresión. Para ellos su nombre en una pared es: escribo, luego existo, soy. Es más, hay códigos casi mafiosos entre ellos. La palabra «respeto», que es de mafia, se utiliza muchísimo entre grafiteros. Cómo te haces respetar. No siendo bueno, que eso es un plus, sino poniendo tu nombre mucho, y en sitios peligrosos, así te haces respetar. Todo eso crea una serie de códigos expresivos. El grafitero es un tipo que tiene derecho a llamarse escritor. No es una palabra que hayan robado…

¿No es gratuito?

Tienen derecho, están escribiendo. Una mera firma en la pared te está contando una historia de marginalidad, de desesperación, de violencia, de ambición, de un montón de cosas. De respeto. Un tachado sobre otro… Ese contexto es lo que me sedujo –un mundo de códigos, de reglas, de respeto, de héroes, de traidores, de gente que se va a la policía y delata a otros…-, porque era un mundo complejo, un mundo muy rico. No es solo un tipo que vandaliza, que pinta una pared por joder. No, es muchísimo más complicado que eso. Por eso la palabra escribir es legítima, tienen derecho a llamarse escritores. Si tuviera que titular este comentario diría: El grafitero tiene derecho a llamarse escritor, tanto como tú o como yo.

A la intemperie, sin intermediarios, expuesto a la persecución de la autoridad, al plagio, al tachado, a la vida efímera. ¿Un canto a la imagen romántica del escritor que también ha sido devorado por el sistema?

Es que hay romanticismo. Es que asombrosamente la palabra que más surge al verlos a ellos es épica. Yo con estos tíos he hecho lo mismo que hacía como reportero de guerra, arrastrándome de noche para entrar en sitios peligrosos. Es que yo a mis 62 años he entrado de noche en una cochera arrastrándome por el suelo pensando en qué dirían si me pillan. «Don Arturo, ¿qué hace usted aquí?». Si me pillan vaya marrón me voy a comer.

Sería un buen titular: Un académico pintando en las paredes…

Pero es que planificando la operación, entrando, cortando lo que tienen que cortar, infiltrándose, jugándose la vida porque se meten por alcantarillas y túneles… La manera de acercarse al objetivo, todos vestidos de negro. Hay sin duda una épica, hay una parafernalia épica…

Como comandos…

Como comandos. Y adrenalina. Por eso a un joven eso le seduce. Pon a un chaval que no tiene nada, ni futuro, ni trabajo, ni nada, y de repente descubre que ahí tiene compañerismo, adrenalina, solidaridad, respeto, fama. Hay un montón de elementos. Cuando lo ves desde fuera, con la serenidad de quien eres, ves que ahí hay un mundo fascinante.

¿Fue muy complicado entrar?

Sí, claro. Pero pasa una cosa. Tengo mucha experiencia. Si yo puedo convencer a un francotirador serbio de que me deje trabajar, o convencer a un guerrillero eritreo de que me deje vivo porque así puedo hacer un reportaje, ¿no voy a convencer a un grafitero? Aquí me han servido mucho los viejos trucos de reportero. Esta es una de esas novelas en las que he vuelto a desempolvar las viejas costumbres, como hice con el narcotráfico en «La Reina del Sur»: llegar a un medio hostil, penetrarlo y sobre todo que no se den cuenta de que estás ahí. Lo importante del periodista es estar pero que no se den cuenta, de que actúen como si no estuvieras. Esto, claro, me ha llevado muchas copas, muchas cervezas, muchas charlas, muchos cambios de indumentaria. No puedes ir de corbata a Entrevías o a Villaverde Bajo y decir que vienes a escribir una novela. Y otra cosa muy importante: lo preparé mucho. Cuando llegué allí yo sabía de qué estaba hablando, no llegué preguntando «¿oye, qué es esto del grafiti?». Había leído en papel y en internet todo lo que había podido, hablaba su lenguaje, hablaba su jerga, y eso es muy importante. .

Si es legal no es grafiti. ¿Está de acuerdo el autor con el evangelio de sus personajes?

Sí, completamente. Todo lo que aparece en la novela me lo han dicho. Yo no tenía formación grafitera. Cuanto hay en ella lo he adquirido en este proceso, con lo cual todo es de ellos. Lo que yo he hecho es administrarlo narrativamente. Y estoy de acuerdo en que el grafiti tiene que ser ilegal.

Cuando lo integran y lo meten en las galerías se acabó.

Vivimos en un mundo de gilipollas, en el cual todo el mundo quiere colonizar con lo políticamente correcto lo que no lo puede ser. Cuando un ayuntamiento decide preparar un espacio para que puedan hacer grafitis y deja de ser lo que era. Eso es otra cosa, eso es arte callejero, arte domesticado, arte institucional… Pero el grafitero de verdad.. Yo conozco, y algunos son amigos míos, tipos que ya son artistas, que ganan dinero con sus obras, que hacen exposiciones, que los ayuntamientos les encargan trabajos… Pero estos tipos a veces se escapan de noche, con una capucha, a pintar vías y a pintar vagones, porque no pueden evitarlo, porque además eso les permite seguirse respetando a sí mismos. Porque el día en que dejen de hacer eso ya no se sentirán grafiteros, se sentirán artistas. Esa frontera entre arte callejero y grafiti se llama legalidad, a un lado y a otro. Este chico que han pillado hace unos días, Lose, ese es amigo mío. Es un chaval, no muy alto, tímido, que está en paro total, al que le van a pedir 30.000 euros. La madre está asustada, porque piensa en lo que le van a hacer. Lleva hechos 530 vagones de metro. Ellos mismos, sus compañeros, dicen que es un enfermo. Los mismos grafiteros. Y lo respetan. Es el rey. Es que es Lose. Es un tío que no tiene nada, no tiene un duro. Pero cuando va a tomarse una cerveza al bar de los grafiteros de la esquina la gente se abre porque acaba de entrar Lose. Eso hay que entenderlo. Se juega la vida para hacerse un metro, y es un tío además que se ha ido a Berlín, a Moscú, en autoestop, sin un puto duro, durmiendo en el suelo allí, en un cajero automático, para hacerse un metro. ¿Que es vandalismo? Sí. ¿Qué es reprobable? Sí. ¿Que la ciudad es más fea con eso? Sí. Pero hay una épica interna del asunto que a gente como nosotros nos resulta fascinante. En esta novela yo no intento disculpar a los grafiteros. La muevo por ese mundo.

¿Es el mundo del grafiti, y por extensión el de los skaters y el hip hop, una ideología, una variante actualizada del anarquismo?

No, yo creo que no. Porque tienen fe. Tienen fe en lo suyo.

¿No hay un sistema político detrás, ni nada de eso? ¿No rechazan todo?

No, pero incluso el anarquista. Los he tratado mucho y aunque hay muchos tipos de grafiteros, la verdad es que no hay una ideología detrás. Lo que pasa es que a veces su vida, su entorno social, su extracción, coincide con segmentos reivindicativos y segmentos puteados. Pero es muy pequeño el porcentaje de grafiteros que utilizan el grafiti como arma ideológica.

¿No sería adecuado incluirlos entre los grupos antisistema?

No, no. Lo que no quiere decir que no los haya. Pero el grafitero no milita. Lo importante del grafitero es la firma, poner un nombre, una frase, un dibujo, es algo complementario. El grafitero puro lo que pone es su nombre, su firma. Podrían hacer eso de una forma reivindicativa, como hacen algunos. Pero el 80 por ciento es una afirmación personal, no es una lucha política. Por eso, aunque a veces haya un contacto ideológico en algunos sectores entre grafieros activos socialmente, el grafitero puro de siempre lo que quiere es poner su nombre: aquí ha estado… Sniper.

¿Es el grafiti una suerte de réplica a la estética liofilizada del consumo, de la publicidad que todo lo invade, hasta Vodafone Sol?

En ese sentido sí, sin duda. Hay una cosa que me han dicho todos, y no solo los españoles, sino también los italianos y los portugueses. Es que me llenan la ciudad de tías en sujetador, de políticos sonriendo, de anuncios de coches. Todo el mundo me viene con su mierda, y resulta que lo mío es delito y antiestético, pero que me llenen una pared de carteles con caras de políticos eso sí es ético y es estético. Y ahora interviene Pérez-Reverte: me parece más obsceno todavía que quien ha hecho de la imagen y de la invasión del espacio público un campo de batalla absolutamente perverso se atreva a condenar a un tipo que pone su nombre en el mismo lugar. Porque a un tipo que escribe en una valla publicitaria lo pueden multar. Tú pones un cartel de un coche o de una mujer en sujetador y no te pasa nada, pero un tipo pone encima su nombre y a ese tipo si lo pillan lo van a multar. Pues me parece que es desproporcionado. Y que quede claro que yo estoy en contra de que la ciudad esté hecha una mierda, pero estamos hablando de proporción.

¿Todo empezó con Muelle?

Sí, todo empezó con Muelle. Es una historia muy bonita: los flecheros. Muelle empezó con ellos, era un tío estupendo, un chico de Campamento. Un día le conocí. Era un tío con gafas, encantador, y además no pintaba nunca en según que sitios. No era un vándalo. Tenía una ética. Y él dio lugar al grafiti autóctono madrileño, los flecheros, que firmaban con una flecha debajo. Él murió de una afección del hígado, y el grupo de los flecheros, que no era exactamente un grupo, evolucionó hacia el grafiti americano, y desapareció. De Muelle solo queda algo en la calle de la Montera, en un edificio medio en ruinas, junto a la comisaría y un sex shop. Es la única pintada de Muelle que queda en Madrid, porque la otra está en un túnel, junto a unas tuberías. Una marca de ropa, de tejanos, le quiso comprar a Muelle el nombre y el tipo se negó.

¿De dónde procede esta idea, de aquel programa nocturno de radio dedicado a gente de mal vivir?

A mí siempre me han fascinado los grupos marginales, desde jovencito: putas, narcos, delicuentes… porque son más interesantes. Sobre todo porque todo grupo marginal necesita reglas para sobrevivir, y a menudo te sorprende la paradoja de que la gente aparentemente honrada se pasa las reglas por el forro, esta gente no puede elegir: sin reglas está perdida. El respeto a los códigos es infinitamente más grande entre los grupos marginales que entre gente aparentemente honrada, por eso, en lo personal, siento cierta simpatía por los que siguen reglas y códigos. Cuando alguien me llega con códigos me seduce. Y este grupo marginal tiene sus propias reglas y eso hace que les respete más.

¿En quién se inspiró para crear la figura de Sniper?

En varias cosas, en Salman Rushdie, en Saviano, en Bansky, y en los grafiteros de la calle. Es un híbrido muy complejo…

¿Pero no hay nadie ni remotamente parecido?

No, no. Sniper es un terrorista, un terrorista ubano que en vez de poner bombas…

¿Este sí tiene detrás una ideología?

Esa es la cuestión. Es un proceso de camino hacia las tinieblas, de camino hacia Kurtz. Pero es complejo. No ha habido un modelo concreto.

Algo ha mencionado antes, pero ¿hay en esta novela una cierta nostalgia del periodismo, y en concreto del periodismo de guerra, de la adrenalina a mil, del peligro?

Me era fácil de entender. Cuando he estado con estos chicos y me he tenido que meter por debajo de tal me era fácil de entender. Yo me estaba acordando de eso, de Beirut, de los Balcanes… Pero más que nostalgia lo que hay es una recuperación de sentimientos familiares que ahora, por la vida que lleno, no experimento. Pero es la tensión, la clandestinidad, saber que si te pillan tienes un problemón, la oscuridad, la camaredería, el ayudarse unos a otros, el grupo pequeño en territorio hostil… Territorio comanche. Digamos que con esta novela me he vuelto a sentir en territorio comanche. Como también me sentí en «La Reina del Sur».

¿Son los grosores y el palancazo las grandes aportaciones de Madrid a la cultura global del grafiti? Podría explicar a los lectores más ajenos a este mundo lo que son estas dos estrategias o estilos grafiteros.

El grosor es una técnica que me comentó un grafitero, pero tampoco estoy tan seguro de que sea verdad. El palancazo es otra cosa. El palancazo ocurrió con unos grafiteros en los años noventa, en un tren, y lo cuento como ocurrió: unos grafiteros que iban pintando en un tren lo pararon con la palanca de emergencia y terminaron de pintarlo. Y eso acabó popularizándose. Tiraban de la alarma, se bajaban por la puerta de acople, pintaban y se iban corriendo. Ahora lo que hacen, como Lose, por ejemplo, es tirar de la alarma, el metro para en el túnel, los tíos saltan fuera, pintan y se piran por los respiraderos. Primero estudian el terreno como soldados. Saben que hay un respiradero. Cuando ibas a la guerra, ¿qué hacías? Estudiar las vías de escape. Lo que hacen los tíos es que paran el tren en el sitio exacto, pintan y se escapan por ahí. Porque no pueden escaparse por las vías ni por la estación. ¿Cómo no te va a seducir gente que se lo monta de esa manera? Claro que también me he encontrado con auténticos hijos de puta. Me he encontrado gente con principios y gente sin ninguno. Es que hay lo que se llama el Gran Tour grafitero, grafiteros que dicen: voy a hacerme Berlín, voy a hacerme Ámsterdam, voy a hacerme Moscú. El metro de Moscú. Para hacerse la foto y decir: ahí estuve yo e hice esto. Coleccionan esas acciones. Los tíos contactan, van allí, los alojan, como los monjes medievales en sus casas, les buscan paredes. Se asesoran con los colegas locales. Y los tíos van, hacen su operación, se hacen la foto y se piran. Son los hitos, y tienen su libro de fotos y te lo enseñan. Pero en ese sentido hay grafiteros que son muy vándalos que lo único que quieren es bombardera [pintar toda superficie que se presente], joder, y eso son sobre todo los alemanes, en el norte de Europa: se pegan con los guardias, montan emboscadas. Hay una rama violenta del grafiti, que esa sí es más antisistema, en el sentido de destrozarlo todo. Pero estos no son con los que yo he estado tratando habitualmente, aunque he conocido alguno. Pero es una especie de patología del grafiti, extremo, radical, pero no todos son así, ni mucho menos.

¿Contra quién va este libro? ¿Contra un mercado del arte vendido al dinero, contra la consagración del arte porque yo lo digo, contra quienes han decretado el fin de la belleza como un valor que ya no cotiza?

Sin duda. Pero en vez de opinar yo, porque eso ya lo hice en «El pintor de batallas», en este caso lo pongo en las voces de otros. Va contra el sistema del mundo del arte, que es absolutamente corrupto, y absolutamente irreal y desproporcionado, y además está en manos de galeristas sin escrúpulos y de críticos comprados por esos galeristas. Hay un libro vergonzoso que se escribió hace poco, un libro entero justificando que la mierda es arte para que el galerista se forre, dándole una coartada intelectual a esa manipulación absurda. Pero eso no quiere decir que yo esté contra el arte moderno, hablo de los grandes manipuladores. Los que se infiltran en el arte moderno y los golfos que hacen negocio, justificando que eso es arte moderno. Pero no uso mis argumentos, he dado voz a los que tienen esos argumentos, es la visión del arte moderno que tienen los grafiteros con los que he estado hablando, algunos de los cuales son artistas cotizados, como Suso 33, que es un artista respetado, que está a caballo entre el grafiti y el arte urbano.

Ya no quedan muchos espacios para la subvesión. ¿Lo es el grafiti?

Sin duda, sin duda. Pero insisto en que el grafiti puro, y no me canso de insistir en ello, porque Sniper no es un grafitero, Sniper es un artista callejero y un terrorista urbano. Todos dicen que no es un grafitero puro. Hay un artista callejero, e incluso un grafitero que puede ser subversivo, pero el grafitero de verdad ni siquiera es subversivo: grita nada más. Es un grito, ni siquiera es un mensaje. Existo, estoy aquí, soy. Mamá, tu hijo no es un fracasado, mi nombre está en la pared y la gente del barrio lo conoce. Me llamo Lose…

Es como escribir en una especie de libro móvil que es el metro, en Entrevías, y el vagón entra en la ciudad…

Rula. A eso le llaman ellos rular. Y para ellos que rule es que la gente lo vea. Una noche, me contaron, venían de hacerse un metro en Las Cinco Vías, y estaban sentados, hechos polvo, y de pronto vieron entrar a su vagón en el andén y empezaron a pegar gritos. Y los detuvieron. Ojo, yo no soy un sociólogo, no estoy pontificando, doy mi impresión. Creo que el grafiti puro, de verdad, lo único que quiere decir es: escribo, existo. Escribo, luego existo. Me llamo Reverte. Me llamo lo que sea. Y cuando la gente lo ve por todas partes es lo que le da razón de ser. Por eso más importante que sea bonito es que esté en muchos sitios. Esa firma tú la ves. Y te suena. Muelle era eso.

¿Hacia dónde va la narrativa de Arturo Pérez-Reverte? ¿No pediría esta historia un cómic, una novela gráfica, y una película?

No sé, no sé. Me han hecho hasta ahora ocho o nueve películas e imagino que sí, que esta historia pediría una película. Como película urbana está clara, y además tiene una banda sonora bastante intensa. Lo que yo no sabía lo he averiguado. Pero no escuchan música cuando actúan, porque tienen que estar alerta. Se quitan los cascos para pintar. Me gustan mucho esas liturgias: la ropa oscura. La estética grafitera es pantalón de pitillo, para no engancharte al saltar. Todo tiene su sentido. La manera de vestirse, de comportarse, de oír música, de moverse. Los protocolos. Y que es muy de hombres. Ellos no se cierra, pero solo he conocido a una grafitera. Y hay algunas. No hay barreras. Pero ellas se ven a sí mismo menos. Pero la música es una parte muy importante de sus vidas. De hecho hay un par de grafiteros que son también raperos, como Hurto.

¿Cuánta distancia física y mental hay entre el Arturo Pérez-Reverte que escribe novelas y el que escribe artículos periodísticos?

Mucha. Hay mucha. Los reporteros siempre hemos tenido una especie de útil esquizofrenia. Esa capacidad de conectar y desconectar, de entrar y salir, de entrar en una habitación y de salir y no llevarte nada. Una capacidad de mantener vidas paralelas: una vida afectiva, familiar, profesional, viajera… Y cada una en su sitio, y no mezlcarlas. Es un hábito que se adquiere en el oficio. Nadie nace así, pero se adquiere. Eso es muy útil. Yo escribo novelas porque con las novelas me gano bien la vida, me lo paso bien, tengo lectores, y sobre todo tengo independencia…

Y le permite investigar a fondo sobre cada historia…

Trabajo cada novela. Cada novela es una aventura, un año de investigación, de concimiento, de estudio de mil cosas. Sigo vivo. Es que si no te mueres, envejeces. Esto me mantiene vivo. Yo tengo una teoría, que he contado alguna vez en alguna novela, y es que solo eres joven en vísperas de la batalla. Cuando has combatido ya eres viejo. Eres joven cuando te preparas, cuando estás afilando la espada y engrasando el arnés, haciendo testamento… Cuando has batallado ya eres viejo. Es decir, que la cosa es buscarte batallas nuevas, que nunca acaben las batallas, que siempre haya una batalla nueva. Y cada novela es una nueva batalla. Me hacen sentirme otra vez interesado por el mundo, curioso, lector. Me mantiene vivo. Esa es para mí la razón fundamental. Los artículos son intervenciones, homenajes, provocaciones, ajustes de cuentas. A mí me iría mucho mejor si me quedara callado. Tendría menos enemigos, saldría menos en internet, me insultarían menos… Si yo tuviera cosas que perder, si yo dijera: me estoy jugando el pan de mis hijos, el prestigio… Pero no tengo nada que perder. Sería vil, pudiendo ajustar cuentas con lo que creo, porque yo siempre he dicho que soy subjetivo, sería de una vileza enorme callarme por el miedo al qué dirán. No quiero meterme con nadie, pero tal como está España, con las cosas que están pasando, y no solo ahora en la cultura y en muchas cosas desde hace veinte años, no hay muchos escritores que se arriesguen. Y no quiero que esto suene a pedantería… Me gustaría que hubiera más gente que lo hiciera. Porque salvo Javier Marías, que se se la juega los domingos, y muy poquitos más… Hablo de escritores de éxito, ojo, con éxito consolidado, de la docena de escritores que en España podrían permitírserlo. A la mayoría no les oyes pronunciarse nunca en público por no ponerse en contra a la lectora, al lector. Me daría vergüenza que yo, que no tengo nada que perder, no lo hiciera. ¿Voy a estar callado? Es lo que puedo hacer. Y por lo menos me desahogo.

En una entrevista reciente dijo que visto lo que hay, y no solo en España, te tienes que entristecer e indignar. Aparte de indignarse, y escribir ¿qué hacer?

Yo soy un escritor. Yo no soy un sociólogo. Yo no soy un político. A veces la gente me dice: usted que denuncia, a ver, dé soluciones. Pero es que yo soy un escritor. Mi misión es contar, yo cuento historias y describir lo que veo, lo que está ocurriendo. Poner el dedo en la llaga. Pero no me pida usted que además lo solucione. Yo soy un tipo que observa y que no se calla. Si tuviera soluciones a lo mejor cobraría el doble. Yo qué sé. Que solucionen otros. Aparte de que no siempre hay soluciones.

En la entrevista con Jordi Evolé dijo que la gente está deseando que pase la crisis para volver a las andadas. ¿No tenemos remedio?

Hemos olvidado que de esta crisis somos tan responsables como los políticos y los banqueros. Lo hemos olvidado. Aquí parece que la culpa solo la tenían el banquero y el político. Y nosotros fuimos los primeros. A ti nadie te obligaba a tomar una hipoteca ruinosa, nadie te obligaba a comprarte un coche, nadie te obligaba a irte a Cancún de vacaciones. Nadie te obligaba a comprarte una segunda residencia o a comprarle una moto al niño. Hemos aceptado de una manera gozosa el juego sucio que nos proponían políticos y banqueros. Esos canallas han hecho su negocio con nuestra complicidad, aparte de a nuestra costa, con nuestra complicidad. Entonces lo que no puede ser es que digamos: yo no tengo nada que ver. Hemos tenido mucho que ver con esto. ¿Y qué pasa ahora? Cuando escuchas las conversaciones, cuando escuchas a la gente y observas los comportamientos te das cuenta de que esta crisis que podría haber valido para que aprendiéramos una lección importante no ha valido para nada. No hemos aprendido nada. La gente quiere que pase la crisis para hacer exactamente lo que hacía antes, no para cambiar de vida. Para lo que tenía que haber servido esta crisis justamente era para que cambiásemos de vida. De ahí mi pesimismo.

¿Comparte el apotegma de Rafael Sánchez-Ferlosio de que «vendrán más años malos y nos harán más malos», de que del sufrimiento no se aprende nada?

Vamos a ver. Hemos estado en sitios donde la gente ha sufrido más de lo que todos estos han sufrido en toda su vida. No saben lo que es sufrir. No lo saben. De hecho, como no lo saben, cometen los errores y las barbaridades que luego cometen. No tienen ni puta idea. Y hay una cosa que hemos aprendido, que el sufrimiento no te hace mejor. Hay gente a la que sí hace mejor, hay gente a la que hace solidaria, que saca lo mejor que tienen. Pero también saca lo peor, y es más la gente de la que saca lo peor que de la que saca lo mejor. Eso de que una crisis te hace bueno es mentira. Yo no veo una regeneración moral como resultado de esta crisis. Veo un cabreo, cuando te toca, porque cuando no te toca aquí no se cabrea nadie. Te cabreas cuando te toca. Veo un cabreo, una indignación, pero lo que no veo es una regeneración moral de una sociedad que estaba enferma. Sin regeneración moral aunque pase la crisis seguiremos siendo tan torpes y tan egoístas y tan ciegos como éramos antes.

¿Cuáles son sus referentes éticos, morales y, sobre todo, literarios?

Si llevo leyendo desde los ocho años y llevo viajando desde los 18 y he estado en guerras 21 años buscar un referente no es fácil. Dicho lo cual, con los años lees todo lo que tenías que leer, y ya sabes qué es lo que te interesa. Mi vejez, como se llame la etapa en la que vivo ahora, me la amueblo con media docena de cosas, que se llaman clásicos griegos y latinos, se llama Cervantes, se llama Montaigne, se llama Gracián, se llama Michelet (la «Historia de la revolución francesa», que es la obra política para mí más importante de mis últimos treinta años y que mejor nos ayuda a entender el mundo en el que vivimos) y el único novelista que siento envejecer conmigo y que cada vez que lo leo decubro cosas en él que no había descubierto, aunque lo he leído veinte veces, que es Joseph Conrad. Y que no parezca pedantaría, que yo haya superado a Stendhal, ni a Mann, ni a Fitzgerald. Pero es que con ellos ya sé lo que hay, no hay sorpresa. Pero leo a Joseph Conrad a medida que voy haciéndome mayor y cada vez que lo leo hago una lectura nueva que antes no había hecho, y es con el único autor con el que me pasa. El único autor del que tengo una fotografía en mi lugar de trabajo. Sobre lo que está en Conrad es la mirada que algunos privilegiados tenemos: la mirada que te deja la vida. Como decía don Quijote, quien mucho anda y mucho lee, algo sabe. Es una vida larga, he visto cosas extremas, he leído libros. El que no vio Troya en Sarajevo no ha visto nada. El ver Troya en Sarajevo es lo que te permite que eso te sea rentable intelectualmente. Cuando vas a Sarajevo con Troya leída… de ahí saco la noción de libro y vida que te hace ser como ahora eres.

¿Se siente cómodo en la piel de académico?

No, realmente no. Me siento, me adapto, hago mi trabajo con la mayor dignidad que puedo, y colaboro en cuanto puedo, comprendo las necesidades de esta institución, estoy orgulloso sobre todo de su proyección americana, pero hay cosas de la Academia con las que no puedo. Hay claudicaciones. Por su mismo carácter institucional la Academia se ve obligada a aceptar claudicaciones, mansedumbres y prudencias que a veces no debería, y eso hace que la Academia no siempre deje oír su voz sensata, prudente y ecuánime sobre asuntos que debería. Cuando hay gente que acude a la Academia, como acude, pidiendo auxilio, ayuda, en diversos niveles de cosas, políticas, sociales, la Academia por razones de prudencia institucional –que por otra parte comprendo- no está a la altura de esa demanda, y en eso yo me siento avergonzado y me siento un poco al margen de la Academia. Pero eso le pasa a algún académico más, no solo a mí.

¿Es la Academia un vestigio de aquella España que pudo ser, ilustrada, hermana de la Institución Libre de Enseñanza, amante del conocimiento y la razón?

Sí. No es un vestigio, es una de las pocas cosas que esa España consiguió. En ese sentido yo estoy orgulloso de la Academia. Es una institución nobilísima, denostada por analfabetos y por ignorantes que el 99 por ciento de los casos no saben de qué están hablando, y acabo de criticarla hace un momento. Me parece que es de los grandes orgullos culturales que la lengua y la cultura española deben tener. Solo el trabajo hecho en América, solo conseguir que 450 millones de hablantes hablen la misma lengua, usen el mismo diccionario… la gente no sabe lo que es eso. La gente no es consciente del trabajo delicado, del encaje de bolillos que se ha ido haciendo, la diplomacia, las llamadas, los contactos, para conseguir esa armonía, a veces chirriante: conseguir que un colombiano, que un mexicano, que un peruano, que un bilbaíno, que un andaluz, que un catalán, que un norteamericano de Nueva York manejen la misma base de comprensión lectora, el mismo diccionario, la misma gramática… eso es un milagro. Milagro hecho por hombres buenos, por hombres justos, por hombres sabios, y eso me hace sentir muy orgulloso.

¿Qué piensa de la posteridad?

Si hemos visto arder la biblioteca de Sarajevo… [y se ríe con una mezcla de ternura y sarcasmo, como ante la siguiente pregunta].

¿Le da miedo la muerte?

Intentaré dar una respuesta que no parezca una pedantería. Digamos que una muerte serena nunca tiene que dar miedo y los libros leídos y escritos ayudan a que una muerte sea serena. Escribir novelas y leer libros buenos es una forma de preparar ese escenario de serenidad en el cual la muerte será una parte inevitable y la regla final de las reglas de juego.

La última. ¿Quién es Arturo Pérez-Reverte?

Un tipo que anduvo con una mochila llena de libros a la isla de los piratas, volvió y ahora, con los libros leídos y la vida propia, cuenta sus propias historias.

P. S. «Hay una cosa que la gente no entiende, y es que esto se ha acabado. Hay una cosa que se llamaba Occidente y que empezó con Grecia, con Roma, la Edad Media, el Renacimiento, el Enciclopedismo, la Ilustración, derechos y libertades, derechos del hombre y del trabajador… que ha sido formidable durante los veinte o treinta siglos que ha durado. Y eso se ha acabado. Se ha acabado. Como todos los imperios, se ha acabado. Tardará uno o dos siglos en desaparecer. Pero se ha terminado: los valores están aquí dentro. Están los conscientes y los inconscientes. Los que se dan cuenta y los que no se dan cuenta. Pero esto se ha acabado. Todo el sistema en que se basa nuestra educación, nuestra convivencia, nuestra vida, nuestra libertad, está en cuestión, porque el mundo del que procedemos se está extinguiendo. Vendrán otros mundos, mejores, peores, pero el nuestro se está extinguiendo, y la gente no se da cuenta de que esto es así. Para ello hay que haber leído los libros, que cuando el legionario romano le dijo: eh, teutón, ven aquí, coge la lanza que yo voy a Roma a por tabaco, ahí empezó todo. Pero como los analfabetos que están en Bruselas no han leído un libro en su vida, ni lo van a leer, por no decir nada de los que están aquí, no tienen ninguna referencia, no saben reconocer los síntomas. La cultura sirve para reconocer los síntomas, y al no ser cultos no lo reconocen. Hay que asumirlo con resignación y con elegancia, para eso están Montaigne, para eso está Cervantes, para eso está Gracián, para eso están los estoicos griegos, para eso está la cultura, para no gritar cuando se cae el avión».

Al ritmo de Pérez-Reverte

 Por Guillermo Rothschuh Villanueva. El confidencial. 2/6/2013
Desde que me repantigué en la cama y deslice mis ojos sobre sus páginas, sentí que me deslizaba sobre una mar voluptuosa. En la medida que me adentraba en el vasto universo de su ancha geografía sentí vértigo. El encantamiento y la seducción eran evidentes. Agarré el libro por los cuernos y no quería soltarlo. Tenía tiempo de no sentirme atrapado por un embaucador de serpientes. Cortes, ritmos, sinfonía, baile y canto, dominaban la escena. La prosa fluye, un manantial lleno de sorpresas. El dominio de la técnica corre pareja con distintas historias contadas con habilidad contagiante. Viento huracanado. Un thriller monumental. Iba y venía de una historia a otra. Cuenta con el ingenio suficiente para suspender el relato justamente donde alcanza el clímax. Sostenía cuchillo y tenedor entre mis dedos frente a un plato suculento. ¿Dejaría de trinchar lo que me ofertaba el chef traicionando mi creciente apetito? Al menos yo no estaba dispuesto.

La manera de contar y la forma cadenciosa, llena de guiños, con sus altos y bajos, armoniza con el tango bailado con desenfado malevo en el trasatlántico Cap Polonio de la Hamburg-Sudamerikanische, una noche de noviembre de 1928. Max Costa, el bailarín mundano, venido a menos, víctima de sus propias fullerías, tallado finamente con esmero de escultor, poco a poco va convirtiéndose ante mis ojos en un personaje agradable, un truhan y cazador furtivo, chulo y malandrín de alta estirpe. Salió del arrabal al que jamás quiso volver, dándose la gran vida en Francia, España e Italia. Esa noche muestra sus dotes, su personalidad arrolladora y su belleza latina. Todo movimiento o palabra pronunciada nacen del cálculo. Puestos sus ojos sobre la presa -la bella Meche- asume el comportamiento de un dandy. Mide distancias con escrúpulo de halcón en celo. Su refinamiento y modales resultan cautivantes. No es la novela para contar heroicidades, muertes y disturbios.

Contratado para distraer a las mujeres que viajan en el barco, Max cumple cabalmente su cometido. El argentino aprendió a bailar tangos en París no en su tierra natal. Una historia paralela serpentea, su encuentro en Sorrento, veintinueve años después y un poco antes en Niza, con la mujer de Armando de Troeye, compositor español. La dama sucumbe a sus encantos. Con serenidad habitual Pérez Reverte da forma a la enorme partitura –El tango de la guardia vieja (2012)- rindiéndole homenaje. Al tango original y auténtico, nacido de una mixtura. Una mirada retrospectiva fascinante. Sitúa sus personajes en La Ferroviaria, el boliche ubicado en Barracas, el arrabal donde nació Max Costa. El antro olía a humo de cigarro, porrón de ginebra, pomada para el pelo y carne humana. Un cafiolo con aires de compadrón hace mates, saca a bailar a Meche. Max aclara que un compadrito es un plebeyo de arrabal con aires de valentón pendenciero. El nunca fue ni lo uno ni lo otro. Tenía los amaneramientos de un seductor experimentado.

El malabarista pretende que sepamos que existe un mundo de distancia entre el tango bailado en París y el tango bailado en La Ferroviaria. Las puntas de los pechos de la mujer rozan las carnes de su pareja, sus piernas y caderas giran alrededor de su cintura; los pasos más atrevidos, música y manos despiertas, provocan escenas mordaces. Lejos de los salones y etiqueta, el tango se traduce en sumisión de la hembra, una entrega absoluta y cómplice. En lenguaje sensual describe esos mataderos, lo bailan más rápido y cortado de manera «deliciosamente puerca«. Cada escritor habla a través de sus personajes. Pérez-Reverte dice a través de Armando de Troeye que «casi excita mirarlos«. El compositor descubre un mundo nuevo, alimenta su imaginación. El tango de salón alisó todas esas posturas gallardas, provocativas, volviéndole más respetable para ser finalmente amansado. Limaron sus mil requiebres fragorosos. Estamos claros, el tango de la guardia vieja, no usaba fuelle ni piano, sino flauta y guitarra. Seríamos ilusos si creyésemos que la domesticación comenzó con el Último tango en París (1972), crecida corriente de erotismo, Marlon Brandon y María Schneider sobornándonos con sus licencias escabrosas.

Con técnica heredada de los mejores narradores del mundo, el relato discurre de manera ascendente. Abre una puerta y cuando creíamos que ya habíamos recorrido todo el edificio, la puerta trasera comunica con otra casa, un nuevo relato despega donde parecía que la historia concluía. Son los mismos actores del drama -Max por supuesto- quien ha sobrevivido a otra de sus trampas. El bailarín mundano cae prisionero de sus propias andanzas. Evita convertirse en aliado de las fuerzas políticas en pugna. Los fascistas lo utilizan como peón, en una novela que el juego de ajedrez viene a ser la otra cara de la luna. Me inclino en evidenciar mis preferencias por el tango, pero no menos sorprendentes son las peripecias, las últimas audacias que ejecuta en su vida, con las que ratifica su amor por Meche. Mientras urdía su golpe final, sucumbe frente a la única mujer que amó. Se entera que Ricardo Keller Insunza, avezado jugador de ajedrez chileno, era su hijo. ¡Jaque al rey!

Aun en los detalles y descripciones más prolijas, Pérez-Reverte se muestra impetuoso, apura el ritmo de su canto. La cadencia entre baile y relato son perfectas. Armonía plena. ¿No sería la convicción de que el tango a la vieja usanza entró en barreno, que lo llevó a exclamar acongojado, «la moda se aleja cada vez más de todo esto. Dentro de poco solo se bailará ese otro tango domesticado, inexpresivo y narcótico: el de los salones y el cinematógrafo«? El novelista se adelanta. Deja testimonio del castramiento severo a que viene siendo sometido. Eleva su himno, fluye el ritmo y acelera el compás, para que podamos asomarnos complacidos a la fidelidad con que lo retrata y solazarnos en la pieza que ejecutan y bailan al modo antiguo, en ese mundo encañallecido, donde llevó Max Costa, al matrimonio Insunza y de Troeye. Lo hace antes que el tiempo y las circunstancias lo aniquilen para siempre. Tiene en miras salvarlo del horror de la castración.

La otra cara la constituye un mundo de espías, robos, encuentros y desencuentros amorosos entre Max Costa y Meche Insunza. Las truculencias narrativas y los quiebres repentinos me mantienen en vilo. Espero nuevas sorpresas, otros giros. Avanzo y no hay forma que la intensidad del relato disminuya. El tango de la guardia vieja ratifica la facilidad con que Pérez-Reverte urde historias y se desplaza por diferentes países. Con igual soltura ubica su relato en Buenos Aires, Niza y Sorrento. Las descripciones de estos lugares me recuerdan a Mario Vargas Llosa y Alejo Carpentier, complacidos nos hacen sentir el olor de las calles, la temperatura de su ambiente, la gracia de sus bulines y la majestuosidad de sus catedrales. En la era de la globalización, Pérez-Reverte se sale de su ambiente para ofrecernos la atmósfera, pasiones, triunfos, sinsabores y la densidad de las ciudades donde crea nuevos mundos. ¡Nos hace bailar al ritmo que imprime a su novela!

 

El tango de la Guardia Vieja. Notas al margen

Por Fernando Mires (Notas al margen)

Rayo, marco, anoto y escribo con letras que nadie, a veces ni yo mismo, logrará descifrar.

Cada libro que pasa por mis manos queda convertido en un esperpento. Ninguno se salva de la masacre que cometo en esos márgenes que parecen hechos para dejar ahí imborrable testimonio de mi “genialidad”. El tango de la Guardia Vieja de Arturo Pérez-Reverte quedó también convertido en una lástima después de mi lectura. Resultado de un indirecto dialogo mantenido con el escritor durante un par de días –más no demoré en leer sus 500 y tantas páginas- en las cuales obtuve ese placer que permanece en uno cuando ve, parafraseando a Violeta, “el fruto del cerebro humano”.

Una novela que me llevó a pensar más allá de su trama. Por de pronto, a pensar en lo que no se puede dejar de pensar cuando uno piensa: en el tiempo y sus espacios. Tres tiempos y tres espacios: El Buenos Aires de fines de los años veinte; Niza bajo el impacto del fascismo, sus acérrimos espías y la guerra civil española. Después Sorrento, en el denso ambiente de la Guerra Fría durante un campeonato de ajedrez en el cual la comitiva soviética se juega una batalla de prestigio frente a un juvenil desafiante chileno, hijo de Mecha, la muy bella heroína de la novela.

En el primer tiempo, a bordo del trasatlántico Cap Polonio, la joven Mecha Insunza, esposa del famoso compositor Armando de Troeye, conoce a través del tango bien bailado a quien será su amante, el cafiolo de vocación y “bailarín mundano” de profesión, Max Costa, nacido en Buenos Aires y emigrado a Europa a los catorce años. Los sucesos de ese tiempo son narrados de un modo más bien convencional, es decir, de acuerdo a una cronología vertical.

Los dos tiempos restantes, en cambio, se entrecruzan como si fuera un solo tiempo surcado por imágenes de latrocinios y violencias aparentemente análogas y jugadas por un mismo personaje. Pero, a pesar del cruce temporal, hay diferencias: En el espacio-tiempo de Niza, Max, al igual que Mecha, goza todo el vigor de su naturaleza sexual y existencial. En el espacio-tiempo de Sorrento en cambio, ambos, ex amantes sesentones, viven su digna decadencia: la pena de no ser más lo que fueron, la congoja frente a la piel reseca, los cabellos canos y el deseo que sólo aflora como recuerdo de un pasado que nunca volverá.

El primer tiempo-espacio es tanguero cien por cien. Desde el encuentro en el Cap Polonio, Mecha y Max no dejarán de tanguear, hasta continuar en el barrio La Barraca donde llegaron impulsados por el ímpetu musical de Armando, el genial y voyerista compositor, quien tomaba apuntes, ansioso de conocer el tango rápido y milonguero de orígenes decimonónicos, el que todavía era bailado en el torvo local La Ferroviaria en donde los cortes, los giros, el abrazo tenso del macho, la reticencia fingida de la hembra, la pierna de él metida entre las de ella, no podían ser continuados en ningún otro lugar que no fuera una cama: en una sexualidad furiosa de cuerpos calientes que se saben unidos desde que se conocieron, en un “duro combate de sentidos”; en un “largo choque de urgencias y deseos”.

En la descripción excitante de las relaciones sexuales Arturo Pérez Reverte se siente como en su salsa. Él es, en definitiva, un maestro insuperable de la materia erótica. También lo es en su manía de informarse sobre los más ínfimos detalles de los motivos sobre los cuales escribe. En lo que se refiere a su conocimiento del tango, por ejemplo, obtuvo una gran erudición la que, con pluma diestra comparte con el lector.

Las páginas tangueras de la novela son también aquellas donde más garabateé mis confusas notas marginales, las que ahora intento descifrar para escribir este maldito artículo que nadie me ha pedido. Así, en una de mis notas leo: “los informantes de Pérez-Reverte entregaron al escritor la versión de J. L. Borges relativa a la historia del tango. Esa versión merece ser revisada”.

Tremendo atrevimiento pretender revisar a Borges, dirá más de alguien. ¿Cómo oponer a un escritor de ficciones un pensamiento racional y racionalizado? Naturalmente, eso es imposible si es que Borges sólo hubiera sido escritor de ficciones. Pero no. Ya he sostenido en otras ocasiones que Borges, además de escritor, era un filósofo. Y de los grandes. Más todavía, agregaré aquí: Borges era un filósofo quien, por lo menos en su interpretación de la historia del tango fue esencialmente nietzscheano, aspecto de su obra que ha permanecido oculto a casi todos sus exegetas. Y bien, esa versión nietzscheana-borgesiana del tango fue la que hizo también suya Arturo Pérez-Reverte, aunque seguro, sin tener la menor idea de que lo hizo pues, afortunadamente, Pérez-Reverte a diferencias de Borges, no es un filósofo. Es “sólo” un gran escritor. Y uno de los mejores de nuestro tiempo; a nadie quepa duda de eso.

¿Qué dice la versión borgesiana del tango? Dice casi lo mismo que dice Nietzsche cuando interpreta la historia de la tragedia griega. ¿Qué dice Nietzsche entonces? Nietzsche dice que la verdadera tragedia no es helénica sino pre-helénica, y la primera sólo una versión degenerada de la segunda. Borges dice: el tango no es el tango; el tango fue la milonga y el que conocemos como tango no es más que su mero simulacro. Nietzsche dice que en los orígenes de la tragedia no había separación entre el coro y el teatro: el coro era el teatro. Borges dice que el tango originario era sólo pirueta y música no escrita; improvisación al servicio de los cuerpos: el cuerpo era el texto. Nietzsche nos dice que al comienzo de la tragedia reinaba el ditirambo, los faunos y sus falos. Borges nos dice que al comienzo del tango reinaba el tarro tamboreado, el macho y un cuchillo cuyo corte no era estético sino parodia de un tajo en pleno vientre. Nietzsche nos dice que la tragedia era dionisíaca y no apolínea. Borges dice que el tango era bravo, pendenciero y no llorón (le faltó decir que no era maricón) Nietzsche nos dice: con Euripides no comenzó sino que terminó la tragedia griega. Borges nos dice: el tango terminó con la Cumparsita de Matos Rodríguez; con Gardel, con Le Pera y otros similares. Nietzsche piensa: la tragedia viene del pueblo profundo. Borges piensa: el tango viene del pueblo profundo.

El tango, según la versión nietzscheana de J. L. Borges, la misma que recogió Pérez-Reverte, se encuentra en los orígenes de su propio ser, ritmando en el candombe, entre payada y milonga, habanera, tango andaluz, polca y hasta vals. Se bailaba en la calle bajo las farolas; y después en los prostíbulos de mala muerte. Con el paso del tiempo, empero, se transformó en musiquería sensiblera, lloriquenta y clasemediera. Dictamen borgesiano recibido –como paradoja- con entusiasmo justamente por quienes más detestaba Borges: los populistas y los marxistas argentinos para los cuales el tango originario era popular y obrero antes de que lo pasaran por el filtro colonialista parisino y de ese modo “aburgesarlo”. No obstante, ese tango aburguesado, sentimental y llorón, sigue gustando a todos quienes nos interesa el tango. Le guste o no a Borges. Por algo será, digo yo.

La verdad, ha costado tiempo sacarse de encima el peso nietzscheano-borgesiano para aceptar algo tan elemental, a saber: que el ser del tango es, como todo ser, un ser en el tiempo. De la misma manera, es falaz seguir sosteniendo que Euripides niega la tragedia originaria, o lo que es peor –como sostuvo Nietzsche- que con la lógica aristotélica tiene lugar la desnaturalización del ser humano, continuada después por la filosofía moral y las religiones universales. Por lo mismo es inicuo pensar que el tango, sólo porque ha incorporado e incorpora los sesgos de un tiempo que ya pasó, ha dejado de ser tango. Quiero decir: el tango de la viejita, el de la traición, el de la mina infiel y el del desengaño, sigue siendo tango.

Tomo y obligo o Chora, o la misma Cumparsita, dirán algunos borgesianos, son tangos para cornudos. ¿Y qué? Respondo yo. ¿Acaso los cornudos no cantan? Fumando espero es un tango para la pequeña burguesía, dirán otros borgesianos ¿Y qué? Respondo yo. ¿No es Argentina un país dominado por la pequeña burguesía (clase media)? ¿O el tango debe pertenecer a los criminales sólo porque ellos lo inventaron? Nada en contra de tan digna gente. Todos los honores que se merezcan. Pero no veo ninguna razón para gustar con pasión Ándate a la Recoleta (anónimo 1880) y no del Volver de Gardel y Lepera. No veo tampoco ninguna razón para gustar de un tango intermedio de Ángel Villoldo (El Choclo, por ejemplo) y no hacerlo con un texto de Enrique Santos Discépolo, uno de los más grandes poetas (sí; escribí poetas) del continente sudamericano. No hay ningún motivo, en fin, para escuchar con goce el Dame la Lata de Juan Pérez (1883) y no emocionarse con Sur, tango tan nostálgico que bailarlo es sacrilegio, cuya hermosa música viene de un genio innato, Aníbal Troilo, y su texto de otro poeta de fuste: Homero Manzi.

La gente, es lo que estoy afirmando, seguirá escuchando, cantando y bailando tangos, esos que nos regalaron argentinos y uruguayos, no importa de donde o de cuando vengan: sea del barril de bencina del negro zumbón, de la casa de putas de la esquina, del salón parisino, del “italianaje mirón” (Borges), de las orquestas de Juan D`Arienzo u Osvaldo Pugliese, de las templadas voces de Carlos Gardel, Edmundo Rivero o Julio Sosa e incluso –o quizás sobre todo– del bandoneón de Astor Piazzolla.

¿Tangos los de Piazzolla, que contienen tonalidades de Edvard Grieg e incluso de Gustav Mahler? Si: Pero también tangos que traen consigo el susurro del viento del arrabal, y hasta el aroma de la impúdica Concha Sucia o de la más indecente de todas, La Concha de la Lora, del mismo modo como el corazón de Bach sigue latiendo, a pesar de los siglos, en la música de Stravinsky. En fin, no creo que será necesario recurrir al “Ello” de Freud para afirmar que los impulsos atávicos de nuestra pre-historia persisten –tanto en las historias de la humanidad como en las individuales- y no son negados ni por la modernidad ni por la post-modernidad. Opinión que parece compartir de algún modo Arturo Pérez-Reverte en el tercer espacio-tiempo de su gran novela.

El segundo espacio-tiempo de la novela de Pérez-Reverte, el de Niza, ya no está centrado en el tango. El tango ya ha cumplido su objetivo literario y ha pasado a ser parte de la historia de dos seres que se han buscado en otros cuerpos, cometidas todas las experiencias posibles, vividas en total desmesura persiguiendo la verdad de lo inconmensurable, orgasmos y eyaculaciones múltiples, hasta verse de nuevo en una habitación barata y entregarse casi con religioso frenesí, al deseo inaguantado y compartido. No volvieron a bailar tango nunca más, Mecha y Max. Ni siquiera el de la Guardia Vieja que compuso Armando Troeye, quien moriría en las tenebrosos patíbulos del general Francisco Franco.

En el tercer espacio-tiempo la trama se centra en algo que a primera vista pareciera ser la antípoda del tango: el juego del ajedrez. ¿Puede haber en efecto algo menos sensual, o algo más lógico y racional que el ajedrez? Y sin embargo, como si así lo hubiera querido demostrar Pérez-Reverte, el tango y al ajedrez está unidos por un mismo atávico principio: el deseo de la derrota del otro.

En el tango arcaico la hembra como “la otra”, se rinde frente al deseo del macho. En el ajedrez, la inteligencia y el pensamiento están plenamente orientados a liquidar al enemigo, a obligarlo a rendirse, a humillarlo, a descalificarlo, a quitarle el lugar que ostenta frente a los demás. El ajedrez, así como la política, es también una guerra sin armas. Y en el caso de la novela de Pérez-Reverte es, además, con armas.

Ese tercer espacio-tiempo vivido en Sorrento es también el momento del último encuentro de Mecha y Max. Viejos, cansados, más cerca de la muerte que de la vida, sin deseos ni tangos, se miran frente a frente. ¿Ha llegado el momento de la desesperanza y de la derrota? Así parecía ser. Mas, en una jugada maestra, digna del mejor ajedrecista del mundo, muestra Pérez-Reverte que el final biológico de una relación no es más que otra instancia entre las diversas modalidades del ser en el tiempo. Porque justamente en ese final de tango triste, apareció por primera vez una palabra que ni siquiera en las más altas cumbres orgásmicas del libro había aparecido.

Esa palabra es: amor.

¿Quiso decirnos Pérez- Reverte que el amor llega después del deseo? ¿O que el amor es espíritu sin piel, carne y huesos? Yo creo que Pérez-Reverte no quiso decirnos nada. Pero, aún en contra de su voluntad, reveló un secreto que todos conocemos, a saber: que el amor es una consecuencia de la memoria, un resultado indiscreto de los recuerdos. El amor es un acto del pasado reconocido en tiempo presente a través del pensamiento. El amor en la novela de Pérez-Reverte quiere decir: “Te amé, pero cuando te amé no sabía que te amaba porque cuando te amaba te tenía”.

El amor que confiesa Mecha y que devuelve con reticencias Max (“Max nunca había amado y no podía saberlo” escribe Pérez-Reverte) es el amor que significa, además, “te amo porque a pesar de todo te amé”. Y bien: ese “a pesar de todo” –es lo que intuyó Pérez-Reverte- somos nosotros mismos: los destinados a presentir el amor cuando lo hemos perdido. El amor que no se sabe cuando y como aparece; y se va. Así, como se va un tango de la Guardia Vieja.

Leyendo la hermosa novela, yo al menos intuí que el amor había aparecido sin que ni Mecha ni Max lo supieran -quizás sin que el mismo Pérez-Reverte lo supiera- en ese momento mágico casi inicial en que ambos, muy jóvenes, apenas conociéndose y tratándose de usted, bailaron sobre la cubierta del Cap Polonio el tango Mala Junta sin escuchar ninguna orquesta, “así nomás”: de memoria, siguiendo el curso de una música que ya vivía dentro de ellos, marcando el paso de un ritmo que sólo ellos conocían.

 

Silencios enamorados

 (Publicado  (11-2-13) por  Miguel Ángel G. Vargas en «No, gracias. Fumo Krüger»)
El primer capítulo de «El tango de la Guardia Vieja» (Arturo Pérez-Reverte, Alfaguara, 2012) arranca con dos frases: En otro tiempo, cada uno de sus iguales tenía una sombra. Y él fue el mejor de todos. Pero hay otro comienzo entre sus párrafos, un último y definitivo encuentro: Ella se conduce despacio, segura, la mano derecha metida con indolencia en un bolsillo de la rebeca; con esa manera de moverse de quienes, durante buena parte de su vida, caminaron seguros pisando las alfombras de un mundo que les pertenecía. Y de esas alfombras trata esta novela, de quienes son sus dueños y de quienes aspiran a serlo sin conseguirlo.
   Max Costa y Mecha Inzunza viven una de esas historias inacabadas que calan en el lector porque describen el dolor de las certidumbres que todos arrastramos. Los protagonistas viven en dos mundos que orbitan estrellas lejanas que, cada mucho, cruzan sus caminos en un punto del ciclo al ritmo de los deseos sostenidos que se deslizan por la piel lubricada de tangos y saliva.
   La de Max es la historia de un tipo que huye del arrabal, se embarca en guerras que siempre pierde, envejece con cada
certidumbre abatida con el estrépito de una pila de loza que se desploma y siempre es el último en llegar a la fiesta. Lo único digno de reseñar en su vida, a pesar de ser también sus grandes fracasos, son los tres breves pero intensos encuentros con Mecha distanciados en los años. Primero en 1928, a bordo del Cap Polonio, el transatlántico que los lleva a Buenos Aires y en el que sus cuerpos se reconocen y se instalan por primera y definitiva vez en la música que nunca los abandonará, la del tango. Más tarde en Niza, 1937, cuando un antiguo collar de perlas vuelve a ligarlos, a pesar de sus mutuos secretos, en una trama de espías y traiciones que se suceden en los escenarios de una España en guerra ─un lugar triste, rencoroso y con olor a sacristía, gobernado por estraperlistas y gentuza mediocre; el paraíso de la envidia, la barbarie y la vileza, que no es la España de hoy, aunque lo parezca─ y una Europa que asiste desorientada a su propia debacle. Por último en Sorrento, en los años sesenta, al calor de una partida de ajedrez que determinará sus respectivos destinos de sombras perdidas.
   La de Mecha es la historia de esas mujeres que sí son dueñas de las alfombras y se enamoran de hombres que viven haciendo las guerras porque sienten que están de paso y, de esa manera, les resulta más fácil olvidarlos. Aunque sea mentira.
   En la novela, Pérez-Reverte despliega ante el lector su maestría en el uso del detalle preciso y en la recreación de los elaborados diálogos de los protagonistas. Pero no por lo que en ellos se dice. Al menos, no sólo por eso. Es en los silencios en los que encontramos la medida exacta de las pasiones, de las frustraciones y los desencuentros entre Max Costa y Mecha Inzunza. Por medio de ellos, el autor nos conduce a la habitación de una sórdida pensión en la que la luz del sol, al pasar a través de una persiana, nos dibuja el cuerpo de una mujer de piel sudorosa y entrepierna húmeda bajo la mirada distante de un amante que se oculta tras las volutas de humo del cigarrillo que fuma, como si de un cuadro de Edward Hopper se tratara. Y en el silencio de esa escena se condensa todo el sentido de la novela. Es la sublime expresión de los silencios con los que Max y Mecha se hieren y se acarician en sus conversaciones. Esos silencios enamorados que impregnan la lectura, presumo, han exigido al autor un esfuerzo extra en la construcción de la novela. Son un no escribir para escribir la gran obra con la que Arturo Pérez-Reverte, una vez más, nos demuestra la grandeza de su ingenio y buen hacer.
   Se trata de uno de esos libros que arrancan un suspiro de abandono en el lector cuando llega el punto final y hacen que se arrepienta de no haber dejado las diez últimas páginas para mañana, en el vano intento de alargar un día más el placer de la lectura. Una obra que hay que leer para vivirla. Para llorarla.

Nostalgia de la vida que pasó

Revista digital Solo para viajeros . Sección La columna del Director (2-1-2013)

 

Max Costa acaba de cumplir 64 años y lleva a cuestas una  vida de truhán, repleta de fantásticas imposturas. En Sorrento, frente a la bahía de Nápoles, el sempiterno embustero, el elegante amante de ocasión asiste a su  ocaso con resignación y cierta dosis de nostalgia. Ha perdido su sombra, no le queda ninguna duda, pero aún así sigue esperando un cambio de timón,  un golpe de la fortuna. Mientras ésta llega ha logrado emplearse como chofer en la mansión de estío del Dr. Hugentobler, un eminente sicoanalista suizo que debe su patrimonio al buen funcionamiento de una clínica que no ha dejado de atender a judíos ricos que siguen huyendo del holocausto y todas sus pesadillas. Max, eterno bon vivanty bailarín mundano, conduce un Jaguar Mark X y se ocupa de los demás vehículos de su patrón.

Mecha Inzunza, Mercedes Inzunza Torrens, tiene unos cuantos años menos y mucho mundo recorrido. También unos cautivadores ojos color miel. La suya es una historia que ha transcurrido entre dos épocas, entre la Europa -España para ser más precisos- antes de Franco y el mundo que parió la post guerra, pérdida de todas la inocencias incluidas.  Ha llegado a Sorrento y se aloja en el hotel Vittoria para asistir al duelo entre Jorge Keller, su hijo y el maestro ruso Mijail Sokolov. Los dos ajedrecistas, 1966, Guerra Fría en pleno desarrollo, se enfrentan por el Premio Campanella y la expectativa mundial parece haber detenido las manecillas de todos los relojes.

No es así, el ajado chofer y la mujer de porte aristocrático y restos evidentes de una belleza que ha demorado en esfumarse tienen deudas pendientes y van a tratar de saldarlas a pesar de lo imposible de sus afanes. Han sido amantes en dos momentos claves de sus vidas, primero en el lujoso Cap Polonio, trasatlántico que en 1928 acoderó en Buenos Aires y donde Max se ganaba las pesetas (mientras planeaba desvalijar a algún incauto) entreteniendo a las aburridas señoras de primera clase que viajaban sin pareja o cuyos esposos carecían del talento del buen bailarín; luego en Niza, Riviera francesa, 1937, en medio de una trifulca de espías y conspiraciones entre republicanos y nacionales. Encuentros ambos que solo sirvieron para dejar cabos sueltos, heridas y reproches, dos biografías en paralelo y una pasión carnal desbordada.

Esos son los insumos básicos que Arturo Pérez-Reverte (El tango de la Guardia Vieja, Afaguara, 2012) utiliza para tejer una maravillosa historia de amor, de amor temprano, de amor maduro,  de amor de viejos, entre dos almas al garete en un siglo que también había perdido el rumbo.  Y como contrapunto de tanto amor desbocado, traidor, repleto de zancadillas, una historia lo organiza todo y le pone a la última novela del insuperable Pérez-Reverte la música de fondo que necesitaba: la del tango, la del tango lunfardo que Armando de Troeye, el  primer esposo de Mecha Inzunza, fue a buscar al Buenos Aires de La Ferroviaria y  el Barrio de La Boca, con el deliberado propósito de afrontar con éxito una insulsa apuesta con Maurice Ravel, el famoso músico de origen vascongado y padre del famoso bolero.

Confieso que la contrariada historia de Max y Mecha –y Armando de Troeye, el compositor flemático y voyeur– me dejó sin aliento; primero, por la magnífica puesta en escena –Arturo Pérez-Reverte es un artista del cinematógrafo, escenografía y tramoya incluidas-; segundo, por la perfecta armonía del relato de un amor inconcluso, material, corporal, exento de reglas y convenciones; un ménage a trois que va a contracorriente de los amores convencionales. Tercero, por la adolorida descripción de una vida, la de Max Costa, embaucador de mujeres, tahúr en cruceros y hoteles de lujo, que llega al epílogo sin mucho que mostrar a pesar de tantas aventuras y ambiciones vividas. Cuarto, por el silente actuar de una Madame Bovary de nuestro tiempo, una mujer, Mecha Inzunza, decidida a recorrer todos los intersticios de su piel y armazón interno con tal de satisfacer sus deseos más mundanos y auténticos.

¿Parentescos y similitudes? Lo acabo de decir, Pérez-Reverte alcanza la estatura de Flaubert y su Mecha a veces supera, en digresión y osadía,  a la Emma de Madame Bovary. Max Costa, a lo lejos, vive su Casablanca personal,  es Rick Blaine / Bogart distanciado de los ideales que mueven el mundo real, preocupado por seguir cumpliendo una agenda personal que tiene una hoja marcada con el nombre de una mujer que jamás va a poseer completamente, finalmente solo es un mozalbete pobre de Riachuelo, en Buenos Aires, un pasajero de segunda clase. Como lo comenta en un pasaje de la novela, los tipos como él solo saben perder guerras.

Y el “As time goes by”, la canción que siguen escuchando los Humphrey Bogart e Ingrid Bergman que en el mundo  han sido y seguirán siendo, es el invisible “Tango de la Guardia Vieja”, una entrañable canción que cada uno de los lectores del fascinante Pérez-Reverte nos imaginamos cómo suena, cuánta nostalgia nos trae… y cómo se baila. Dio en el clavo, el maestro de la composición de cuadros y closes up, su Tango de la Guardia Vieja supera a casi todas sus novelas anteriores y Mecha Inzulza, a su manera, resulta tan notable como los mejores héroes y heroínas de su universo personal.

La mecha de la vida

Blog Vivir en verso. Por Jazz Baker. 28 diciembre 2012

     Puede que esté profundamente equivocado. No sería la primera vez. Ni la última –sólo es cuestión de tiempo–. Siempre he creído que, en el caso de los hombres, incluso las vidas más pintorescas o singulares, como las de los que han escalado el Everest, las de los supervivientes al hundimiento del Titanic, las de los ganadores de la Copa Volpi en la penúltima década, las de los oficinistas de Gran Vía que trabajan de nueve a cinco, todas, incluida la suya, están marcadas por una mujer. Por una mirada que quizás sólo pertenezca ya al pasado. Que desde hace tiempo se convirtió en bagaje y cicatriz mal cauterizada. O en una foto que, año tras año, va perdiendo color escondida en una edición del Quijote de la estantería del salón, y de la que no obstante no nos deshacemos por si nos falla la traicionera memoria. O por una sonrisa que no es necesario inventarse cada mañana, pues por la gracia de Dios, cada noche compartimos con ella almohada. O por una piel de la que nunca supimos de primera mano. Una quimera. Un plan que no se cumplió ni por cinco minutos. Un sueño que se quedó en sueño.
En la vida de Max Costa, esta mujer se llama Mercedes Inzunza. Una señora que desafía al mundo porque no le tiene miedo, porque se sabe ganadora en cualquier combate. Una belleza salvaje a la que no se le dice “no”. Ella ordena. Los demás, gustosos, cumplen. Porque las molestias no surgirían por complacerla, sino por no hacerlo.
Arturo Pérez-Reverte dedica gran parte de “El tango de la Guardia Vieja”, publicado por Alfaguara en las últimas semanas de 2012, a presentarnos a estos dos personajes. Somos testigos mudos de sus sentimientos, de sus dudas, de sus perversiones, de sus sombras, de sus frases acertadas y de silencios que no les comprometan. Tal es la precisión con la que los dibuja que evita desde el primer párrafo que Max y Mecha sean planos, predecibles, olvidables. Muy al contrario. Una pareja de baile que danzará por siempre en el bien iluminado salón del palacio de nuestra memoria.
El libro recoge los tres encuentros entre estos dos personajes que nunca se atrevieron a multiplicarlos por mil. Cada uno de ellos se producirá en ciudades distintas, en circunstancias desiguales, con nuevas heridas. Se intercalan con el paso de las hojas. Y pasamos del calor de la noche de Buenos Aires en 1928 a las cartas comprometedoras de Niza en 1937, para acabar, ya con más de sesenta muescas en la culata, allá por 1966, junto a un tablero de ajedrez en Sorrento.
Para evitar que el lector se pierda, cada nueva entrada nos habla de una habitación de hotel, del hall de un hotel, de un paseo que conserva todavía los charcos originados por la tormenta de anoche, de una cena o de una cuneta que hace al hombre más pequeño, más despreciable. Una labor minuciosa, delicada, pero llevada a cabo con gran acierto. En todo momento sabe el lector de quién se habla, de dónde estamos.                            

                                                       Alrededor de ellos, como los satélites y los planetas, gravitan una serie de actores que en ningún caso pueden ser tildados de secundarios. Un genio compositor de música, quien inicia y provoca todo lo que vendrá después por una apuesta con su amigo Ravel. Un artista con caros caprichos que puede adquirir –con dinero– y asumir –piel adentro–. Espías. Unos con la cara cansada, mal afeitados, hastiados de misiones que no ayudan a construir un mundo mejor. Otros, en cambio, de sonrisa amistosa. Quizás los más peligrosos. También tenemos a un consagrado jugador de ajedrez y a su séquito. Un mundo de caballeros donde todos se clavan el puñal por la espalda. Donde la política también intoxicó con sus tentáculos. Y los amigos. Y la infancia en los arrebales. Y los camareros. Y los recepcionistas. Y los buscavidas. Y los bailarines mundanos. Y los que lo ven todo por encima del hombro. Y las mujeres que gimen por unos billetes. Y las manos indecentes que vacían carteras. Y los metales que matan de miedo.
“El tango de la Guardia Vieja” es una novela redonda, donde uno sospecha que ha sido tan importante el ejercicio de escribir como el de borrar. Aquí no sobra ninguna página, ninguna línea, ninguna palabra. Ni faltan. Aunque es pronto para decirlo, y sólo el tiempo me dará o me quitará la razón, será uno de sus trabajos más recordados. Cómo olvidar a una mujer que sería capaz de detener el mundo si se le antojase. O la frialdad de Max tras ocupar su asiento en el Tren Azul. O el sexo narrado como sexo –sin amor–. O lo que reflejan los espejos, según los momentos: plenitud y arrugas, sueño y consecuencias, hembra en celo y soledad asumida.
Una obra que huele a cine. A clásico. A un viaje en barco en el que no se desea divisar puerto, en el que uno se quiere quedar más tiempo. A amor. O quizás no a amor y sí a química. Porque quizás Max nunca sintió lo primero, pero sí fue víctima de la segunda. Y contra esto no podía luchar. Y creyéndola inalcanzable, más cercana a los dioses griegos que a los hombres con los que tropieza en sus tangos alquilados, si le pidiera la Luna, se la pondría a sus pies.
Un trabajo que aparcó por veinte años. Cómo convertir a Mercedes Inzunza en papel y tinta sin haber vivido casi una vida, sin traspasar los sesenta, sin haber aprendido a mirar. Imposible. Hubiera sido un error. Un crimen perfecto. Por su paciencia, gracias.
Como cierre, una duda. Si la historia se contase de forma lineal, sin saltar de una época a otra, de una ciudad a otra, ¿hablaríamos entonces de una gran novela? ¿Pesa más el montaje que la historia en sí?                            

Nostalgia de lo que jamás sucedió

Neville Magazine. Posted on diciembre 18, 2012 by Nevillescu (por Pablo Batalla Cueto)

La convulsa historia de amor de Max Costa y Mercedes Inzunza dura cuarenta años; sin embargo, unidos, sus tres fugacísimos choques de trenes a lo largo de esos cuatro decenios no sumarían más de un par de semanas. Así son siempre, al menos literariamente hablando, las más hermosas historias de amor: flores de un día, o deslumbrantes cometas que atraviesan el firmamento y refulgen allá arriba apenas unos segundos, antes de que su luz irreal se extinga durante otro par o tres de milenios. Planetas que logran alinearse durante un suspiro cósmico, antes de verse arrastrados en direcciones contrarias por la inercia irresistible de sus propias órbitas. Amaneceres que lo son siendo ya crepúsculos. Respirar, a la vez, la luz y la ceniza.

Historias como la de aquella anciana que seguía durmiéndose cada noche contemplando, melancólica, la fotografía del brigadista checoslovaco que no fue el padre de sus hijos. Rick Blaine e Ilsa Laszlo en París. Francesca Johnson y Robert Kincaid en Madison County. Laura Jesson y Alec Harvey en la estación de Milford. Edenes al alcance de la mano, encerrados tras un muro de realidad, deber y costumbre cuyo cemento quisiera ser embellecido con la mano de pintura de una de esas tristezas elegantes que dan sentido a una vida. Nostalgia de lo que jamás sucedió. «Qué hubiera sido si» o «Qué andarás haciendo ahora», preguntarse para los adentros escrutando un punto indefinido más allá de la ventana, mientras dos o tres churumbeles ruidosos corretean por el salón y, en el sofá, un hombre gordo ve fútbol en la tele o una mujer vulgar cose calceta. El tango de la Guardia Vieja es una de esas historias.

Los escenarios escogidos para acoger las idas y venidas de Max y Mecha contribuyen a que el cañonazo de nostalgia ajena sea dos veces rotundo. Buenos Aires, 1928. Niza, 1937. El mundo en el que Max y Mecha se acometen es un mundo que ya no existe, barrido por el tornado de la segunda guerra mundial. Los propios Max y Mecha han muerto hace ya décadas. Hay un rabioso tempus fugit agazapado en el interior de cada bote salvavidas del transatlántico Cap Polonio, un ubi sunt en cada pitillera de carey, un collige virgo rosas en cada adoquín del Paseo de los Ingleses, un aura aetas en cada ficha del casino de Montecarlo y un paradise lost vibrando en cada nota de cada tango. El decorado es un personaje más en El tango de la Guardia Vieja, tal vez el más importante y con toda seguridad el mejor de todos, por más que los dos principales, fascinantes, complejos, trufados de matices, opongan una competencia feroz.

Hay un tercer escenario: Sorrento, 1966. Allí, las luces de la Europa de Entreguerras ya se han apagado casi por completo y los dos amantes se dan de bruces, sexagenarios ya, por última vez, transcurridos treinta años desde la anterior. El tango de la Guardia Vieja es también una amarga reflexión sobre la vejez y la decadencia humanas.

Aderezando el conjunto, no falta el puñado habitual de filias y fobias perezrevertianas: el ajedrez, el espionaje, el héroe cansado, España como enfermedad incurable («lugar triste, rencoroso y con olor a sacristía, gobernado por estraperlistas y gentuza mediocre, paraíso de la envidia, la barbarie y la vileza»). También hay alguna novedad insólita, como las escenas de sexo no convencional que don Arturo, primerizo en tales zarandajas, solventa con elegancia.

Hasta aquí el apartado de «lo bueno». Lo malo, dar la vuelta a la esquina de la última página, cerrar el libro empapado aún de su magia, levantarse de la cama aquejado de una cierta punzada de orfandad, mirar por la ventana y toparse al otro lado no la cerúlea luminosidad de la bahía de Nápoles, sino una muralla anochecida de horrorosos despropósitos arquitectónicos de quince plantas, cortesía del desarrollismo franquista. Darse cuenta de que la vida es devastadoramente gris fuera del angosto refugio de la buena literatura.

Del héroe cansado al héroe melancólico.

Reseña de Burnel. Foro Icorso. 11-12-12

Terminar el libro y volver a empezarlo. Sentir esa zozobra en el cuerpo  de que el libro te ha hecho pensar, te ha tocado en tus rincones, en tus sentimientos, en tus secretos…

Del héroe cansado al héroe melancólico. De Macarena Bruner (La piel del tambor) a Mecha Inzunza, pasando por la inigualable Teresa Mendoza (La reina del Sur). De Lucas Corso (El club Dumas), joven, audaz, atrevido, a Manuel Coy (La carta esférica), al que a veces te daban ganas de abofetear, por el simple hecho de seguirla como un perro. Ahora estamos ante Max Costa.  A Max hay que quererlo. Hay que enamorarse hasta las cachas y disfrutarlo, aunque sea, una vez en la vida: en esta primera y virgen lectura del libro. “Tan limpio siempre, pese a sus canalladas. Tan sano. Tan leal y recto en sus mentiras y traiciones. Un buen soldado”.

Max es el héroe cansado, indudablemente, pero con la vista puesta en los años, en la melancolía tan profunda que te acompaña a lo largo de toda la lectura.  Max es mundano, quizá asuma el papel que, en otras obras, asume la mujer superviviente. En eso se parece a Teresa Mendoza. Y a Pepe Lobo (El asedio), pero con maneras. Por eso la reiteración de mundano como calificativo al bailarín. Porque Max es un superviviente del mundo y de sus circunstancias. Allá en su Argentina natal, en el episodio crucial el del Hotel Ritz de Barcelona, con apenas dieciséis años, que solo es capaz de recordar desde el cuajo y la tranquilidad de los años. Envuelto en la turbia historia del tango de De Troeye, mezclado con Mecha, cuando es la mujer de su vida aunque ella se niegue a escucharlo. «Ni se te ocurra Max. Si dices que fui el gran amor de tu vida, me levanto y me voy«.

Esa especie de tristeza lánguida, que nos contagia el Jefe: ese pasar del tiempo, a veces tan garcilasiano —“como se viene la vida, como se pasa la muerte, tan callando”—. Ya no contamos pecas sobre la piel de Tánger Soto; ahora nos miramos el dorso de las manos convulsivamente, para ver cuántas manchas de vejez han aparecido en ellas.

El libro está hecho de silencios. Silencios que hemos aprendido a interpretar desde que Adela de Otero (El maestro de esgrima) intentaba su estocada perfecta. Silencios de Teresa Mendoza —para mí, el héroe cansado por excelencia— y la mujer mejor modelada y a la que más se le ha abierto los rincones,  con diferencia,  de todas las mujeres revertianas.  Teresa le ha prestado muchos matices a Max Costa.

También es verdad que Mecha Inzunza, en la primera parte del libro, es superviviente de su propio mundo: es guapa y lista, y tiene dinero. Punto. Muy Lolita Palma, pero sin pegar sello. “Te asombraría lo que tener dinero simplifica las cosas”. Pertenece a una sociedad de la que tampoco quiere salir. Se adapta a lo que hay. Luego, en Sorrento, se hace más humana. Descubre secretos, no tan turbios, que la hacen más mujer. Y sobre todo, sorprende, que es la primera vez que vemos la dependencia de la mujer a su propio útero. Las tramas, tan bien estructuradas que cuando estás en Niza quieres volver a Sorrento, y cuando estás en Sorrento quieres ir de nuevo a Niza: esas estructuras paralelas solo las consigue el maestro. El derroche de detalles. Esas frases lapidarias, cortas, precisas como pequeñas puñaladas en nuestra propia conciencia y en nuestra propia memoria: “la única libertad posible es la indiferencia”.

Soy un viejo como cualquier otro, que ha conocido el amor y el fracaso”. Y a partir de ahí, todos hemos envejecido. Por todos han pasado los veintidós años. Unos los llevamos mejor y otros peor. Todos conocíamos las reglas, las maneras, el tablero de ajedrez, el peón en su casilla, el sable y el caballo, el cazador, la mochila, la fiel infantería… Pero nunca nos imaginábamos que nos darían un revolcón en nuestras propias vidas, a través de la vida, tan distinta probablemente, de Mecha y Max. «Has envejecido, y no hablo del físico. Supongo que les ocurre a todos los que alcanzan alguna clase de certidumbre…»

Y ahora decidme blanda: el remite de la carta con los nombres de Barbaresco y Tignanello, después de haberles cogido cariño de secundarios, me humedecieron los ojos;  pero el collar y el guante son de una intensidad brutal: tan real, tan romántica, tan nostálgica, tan llena de dignidad de quien se sabe sin futuro y solo con pasado y presente, que ahí me dije, suelta trapo.  Y vaya si lo solté.

Esas tres últimas páginas de la novela, son el resumen de una vida. De todas las vidas. Y yo me he quedado colgada de Max. Supongo que ser lector revertiano imprime carácter, como el sacerdocio o la prostitución.

«Es agradable ser feliz, pensó. Y saberlo mientras lo eres«. Y yo me he sentido inmensamente feliz estos últimos veintitantos días. Solo me queda volver  al Buenos Aires de 1928, embarcarme de nuevo y volver a soñar con ese tango sin música en la sala de palmeras del Cap Polonio.