La manera de contar y la forma cadenciosa, llena de guiños, con sus altos y bajos, armoniza con el tango bailado con desenfado malevo en el trasatlántico Cap Polonio de la Hamburg-Sudamerikanische, una noche de noviembre de 1928. Max Costa, el bailarín mundano, venido a menos, víctima de sus propias fullerías, tallado finamente con esmero de escultor, poco a poco va convirtiéndose ante mis ojos en un personaje agradable, un truhan y cazador furtivo, chulo y malandrín de alta estirpe. Salió del arrabal al que jamás quiso volver, dándose la gran vida en Francia, España e Italia. Esa noche muestra sus dotes, su personalidad arrolladora y su belleza latina. Todo movimiento o palabra pronunciada nacen del cálculo. Puestos sus ojos sobre la presa -la bella Meche- asume el comportamiento de un dandy. Mide distancias con escrúpulo de halcón en celo. Su refinamiento y modales resultan cautivantes. No es la novela para contar heroicidades, muertes y disturbios.
Contratado para distraer a las mujeres que viajan en el barco, Max cumple cabalmente su cometido. El argentino aprendió a bailar tangos en París no en su tierra natal. Una historia paralela serpentea, su encuentro en Sorrento, veintinueve años después y un poco antes en Niza, con la mujer de Armando de Troeye, compositor español. La dama sucumbe a sus encantos. Con serenidad habitual Pérez Reverte da forma a la enorme partitura –El tango de la guardia vieja (2012)- rindiéndole homenaje. Al tango original y auténtico, nacido de una mixtura. Una mirada retrospectiva fascinante. Sitúa sus personajes en La Ferroviaria, el boliche ubicado en Barracas, el arrabal donde nació Max Costa. El antro olía a humo de cigarro, porrón de ginebra, pomada para el pelo y carne humana. Un cafiolo con aires de compadrón hace mates, saca a bailar a Meche. Max aclara que un compadrito es un plebeyo de arrabal con aires de valentón pendenciero. El nunca fue ni lo uno ni lo otro. Tenía los amaneramientos de un seductor experimentado.
El malabarista pretende que sepamos que existe un mundo de distancia entre el tango bailado en París y el tango bailado en La Ferroviaria. Las puntas de los pechos de la mujer rozan las carnes de su pareja, sus piernas y caderas giran alrededor de su cintura; los pasos más atrevidos, música y manos despiertas, provocan escenas mordaces. Lejos de los salones y etiqueta, el tango se traduce en sumisión de la hembra, una entrega absoluta y cómplice. En lenguaje sensual describe esos mataderos, lo bailan más rápido y cortado de manera «deliciosamente puerca«. Cada escritor habla a través de sus personajes. Pérez-Reverte dice a través de Armando de Troeye que «casi excita mirarlos«. El compositor descubre un mundo nuevo, alimenta su imaginación. El tango de salón alisó todas esas posturas gallardas, provocativas, volviéndole más respetable para ser finalmente amansado. Limaron sus mil requiebres fragorosos. Estamos claros, el tango de la guardia vieja, no usaba fuelle ni piano, sino flauta y guitarra. Seríamos ilusos si creyésemos que la domesticación comenzó con el Último tango en París (1972), crecida corriente de erotismo, Marlon Brandon y María Schneider sobornándonos con sus licencias escabrosas.
Con técnica heredada de los mejores narradores del mundo, el relato discurre de manera ascendente. Abre una puerta y cuando creíamos que ya habíamos recorrido todo el edificio, la puerta trasera comunica con otra casa, un nuevo relato despega donde parecía que la historia concluía. Son los mismos actores del drama -Max por supuesto- quien ha sobrevivido a otra de sus trampas. El bailarín mundano cae prisionero de sus propias andanzas. Evita convertirse en aliado de las fuerzas políticas en pugna. Los fascistas lo utilizan como peón, en una novela que el juego de ajedrez viene a ser la otra cara de la luna. Me inclino en evidenciar mis preferencias por el tango, pero no menos sorprendentes son las peripecias, las últimas audacias que ejecuta en su vida, con las que ratifica su amor por Meche. Mientras urdía su golpe final, sucumbe frente a la única mujer que amó. Se entera que Ricardo Keller Insunza, avezado jugador de ajedrez chileno, era su hijo. ¡Jaque al rey!
Aun en los detalles y descripciones más prolijas, Pérez-Reverte se muestra impetuoso, apura el ritmo de su canto. La cadencia entre baile y relato son perfectas. Armonía plena. ¿No sería la convicción de que el tango a la vieja usanza entró en barreno, que lo llevó a exclamar acongojado, «la moda se aleja cada vez más de todo esto. Dentro de poco solo se bailará ese otro tango domesticado, inexpresivo y narcótico: el de los salones y el cinematógrafo«? El novelista se adelanta. Deja testimonio del castramiento severo a que viene siendo sometido. Eleva su himno, fluye el ritmo y acelera el compás, para que podamos asomarnos complacidos a la fidelidad con que lo retrata y solazarnos en la pieza que ejecutan y bailan al modo antiguo, en ese mundo encañallecido, donde llevó Max Costa, al matrimonio Insunza y de Troeye. Lo hace antes que el tiempo y las circunstancias lo aniquilen para siempre. Tiene en miras salvarlo del horror de la castración.
La otra cara la constituye un mundo de espías, robos, encuentros y desencuentros amorosos entre Max Costa y Meche Insunza. Las truculencias narrativas y los quiebres repentinos me mantienen en vilo. Espero nuevas sorpresas, otros giros. Avanzo y no hay forma que la intensidad del relato disminuya. El tango de la guardia vieja ratifica la facilidad con que Pérez-Reverte urde historias y se desplaza por diferentes países. Con igual soltura ubica su relato en Buenos Aires, Niza y Sorrento. Las descripciones de estos lugares me recuerdan a Mario Vargas Llosa y Alejo Carpentier, complacidos nos hacen sentir el olor de las calles, la temperatura de su ambiente, la gracia de sus bulines y la majestuosidad de sus catedrales. En la era de la globalización, Pérez-Reverte se sale de su ambiente para ofrecernos la atmósfera, pasiones, triunfos, sinsabores y la densidad de las ciudades donde crea nuevos mundos. ¡Nos hace bailar al ritmo que imprime a su novela!