«Arrastrándonos por túneles, como ratas con una bolsa de pintura y cuatro latas para hacernos colores y platas…». Son las 2:15 de la madrugada. La canción rapera suena en los auriculares que el chico lleva puestos mientras gatea delante de mí por el hueco de la verja metálica que sus compañeros han abierto con alicates, en la oscuridad. Luego avanza sobre los codos y las rodillas, buscando la protección de las sombras. Al fin, tras mirar alrededor, se quita los auriculares de las orejas y se incorpora despacio, mirando en torno. Necesita los sentidos libres para advertir el peligro, pues se encuentra ahora en territorio enemigo.
«Huele a trenes», susurra uno de sus compañeros, satisfecho.
Es cierto. Y el olor a trenes anuncia el paraíso cercano para un grafitero. Un tren, un vagón de ferrocarril, de metro, son superficies móviles vistas por millares de personas. Lienzos de fortuna que rulan. Que se mueven por el mundo y por la vida llevando sus obras, sus nombres, sus obras: la pieza del escritor, la marca con la que aspira a señalar en la ciudad, en el mundo, la huella efímera de su paso.
«Vamos», dice uno.
Se mueven de un modo sigiloso, casi militar. Tienen veintipocos años, pero son expertos. Veteranos. Avanzo con ellos en la oscuridad, agachado. Cauto. Oyendo mi pulso batir en los tímpanos. Moverte así recuerda lejanos juegos infantiles, y también otras épocas de mi vida donde, en paisajes más hostiles o peligrosos, viví situaciones parecidas. Estos chicos se parecen a gente que entonces conocí: clandestina, osada. Incursores adentrándose en la noche.
«Cada uno a lo suyo. Rápido».
No llevo mochila con botes de pintura -imaginen que me pillan, a mi edad, pintando paredes o vagones-, así que me limito a mirar, temiendo ver aparecer al extremo de las vías las linternas de los vigilantes. Mis compañeros de aventura ya están a lo suyo, rápidos y ligeros como sombras, moviéndose con agilidad en la penumbra de las vías mientras hacen tintinear los aerosoles para mezclar la pintura, aplicando la boquilla sobre las chapas prohibidas: siseo de gas con pintura liberada, marcas, rellenos, colores dispuestos a violar con su peculiar identidad parte de lo que de prohibido, formal, injusto, encierran ciertas reglas de las ciudades y de la vida.
«Si es legal, no es grafiti», me han dicho hace unos instantes.
Es el concepto clave: ilegal. Asombra la frecuencia con que esa palabra aparece en el lenguaje grafitero. Es el término que, para muchos, traza la frontera entre las reglas del asunto, el grafiti puro de toda la vida, el escritor que no se adapta ni se doblega -«Que no vende su culo», sostiene gráficamente uno de ellos-, y el que coquetea o se deja seducir por palabras domesticadas de las que a menudo se apropian las instituciones y los marchantes de arte, y pierde contacto con la calle, donde se hizo. Lo que va de lo legal a lo ilegal, la libertad del escritor, es quizás la única frontera clara en esta inmensa zona gris que va del simple y duro vandalismo al más cotizado arte urbano. La única y delgada línea roja que permite identificar a cada cual, según se sitúa a uno u otro lado de ella.
«Pero ni siquiera eso está claro. Lo mismo hay basura legal, mediocridad hecha con el permiso de un concejal de cultura, que obras maestras ilegales. Hasta hay escritores que, aunque llegan a artistas reconocidos, se escapan de vez en cuando a la calle con los aerosoles, para seguir fieles al grafiti puro. Para no dejar de ser ellos mismos».
Escritores y no grafiteros, insisten. Un respeto. En este mundo clandestino nutrido de códigos, de reglas necesarias hasta para vulnerarlas, las palabras llegan a ser tan decisivas, inequívocas y precisas como la jerga marinera: hacerse un whole car (un vagón completo de tren o metro), ser un toy (un novato), tener un tag (una firma), usar un fat cap (un tipo de boquilla de aerosol)… Y en cuanto a la propia definición, el grafitero no se considera a sí mismo alguien que pinta paredes, sino que escribe en ellas. El término viene del grafiti original: al principio era sólo una firma: Glub, Tifón, Bleck la Rata…
«Un grafitero es su tag. Firmas por todas partes y que la gente lo vea. Así se consiguen la reputación y el respeto de otros escritores. No eres nadie, y de pronto te ves ahí en la pared, en el metro, y la gente sabe de tu paso. La calle afirma tu identidad en un mundo de anónimos borregos como en el que vivimos. Por eso escribir grafiti te deja el cuerpo bien. Si escribes, es que eres. Que estás vivo y tienes voz. Escribo, luego existo».
Firmar en paredes se puso de moda en Estados Unidos, entre adolescentes que escribían su nombre por todas partes, y eso hizo necesaria una evolución de formas y estilos para diferenciarse unos de otros. En España, el grafiti empezó en los años 70 -los famosos flecheros madrileños de la escuela del legendario Muelle, de quien sólo se conserva una pieza en la calle Montera de Madrid- muy relacionado con la cultura musical, con la que aún mantiene fuertes vínculos, y se extendió a finales de los 80 con carácter casi viral a partir de Madrid y Barcelona, dando paso a un grafiti más complejo, más agresivo y ambicioso, influido por el hip hop norteamericano.
«El grafiti actual es la rama artística o vandálica, según lo mires, de la cultura hip hop aplicada sobre superficies urbanas. Eso incluye desde la simple firma hecha con rotulador hasta piezas complicadas que ya son arte callejero por derecho propio, como las que hace Suso33 en Madrid, por ejemplo. Que las ves y dices: ‘qué cabrón, qué bueno es’. Éste sí es de verdad un artista. Lo que pasa es que la mayor parte de los escritores de paredes no llegamos a eso».
Es la ancha y ambigua tierra de nadie: embellecer ciudades o afearlas. La vieja polémica sobre el arte en espacios públicos y el papel que las muy diversas modalidades del grafiti juegan en él. Su evolución y sus límites. La interacción entre las distintas manifestaciones de arte urbano mezcla conceptos, crea confusión, altera los límites entre grafiti puro y otras actividades plásticas, toleradas oficialmente o no, realizadas al aire libre en las ciudades.
«Pretender hacer arte en las paredes tiene un lado peligroso, porque puede hacerte olvidar lo que eres. Obsesionarse con hacer arte comercial estropea a muchos buenos escritores de grafiti, convirtiéndolos en artistas mediocres. Si tienes algo que decir, como que tú eres tú, o tienes algo que contar, lo mejor es contarlo donde lo vea la gente, no en un sitio muerto como un museo o una galería. Allí te piden que compitas con Picasso, mientras en la calle compites con los cubos de basura, con los carteles publicitarios, con el policía que te quiere joder y con la ciudad misma».
En esencia, aunque los materiales, las formas y hasta las personas coincidan a menudo, influyéndose mutuamente, lo que diferencia el grafiti auténtico de otras actividades artísticas urbanas más o menos toleradas o domesticadas es su agresivo carácter individualista, callejero, transgresor y clandestino. Incluso expresiones como hacer daño, bombardear, atacar aparecen con frecuencia en boca de los grafiteros más radicales. Que también los hay.
«Estábamos hartos de que en esa cochera los jurados, los vigilantes, nos acosaran y maltrataran. Así que montamos una misión de bombardeo sólo como cebo, para que vinieran. Nos juntamos una docena para llenarlo todo de firmas; y cuando aparecieron, en vez de escapar nos fuimos a ellos y entre todos les dimos de hostias… Eso no es frecuente que lo hagamos en España, aunque por ahí fuera, sobre todo en el norte de Europa, con escritores más agresivos, esas movidas son frecuentes».
Es un mundo duro, bronco, donde no se asciende sino por méritos adquiridos en el campo de batalla. Llegar, marcar, rellenar, escapar antes de que te atrapen. Éste es un mundo fuera de la ley, pero tiene leyes internas que todos conocen: respetar monumentos públicos, saber que no se escribe sobre la pieza de otro grafitero a menos que quieras empezar una guerra… En el variopinto mundo de los escritores de grafiti, unos observan los códigos y otros no.
«Eso no te lo niego: hay radicales que no respetan ni a su madre. Bombarderos sin nada que los frene, que sólo van a joder. Pero otros buscamos hacer cosas buenas, arte de verdad en solares, tapias y lugares donde no molestamos a nadie. Es injusto medirnos a todos con el mismo rasero».
El tiempo y la edad templan a muchos grafiteros. Los civilizan. La mayor parte deja el grafiti o evoluciona, cuando hay talento o vocación auténtica de por medio, hacia formas artísticas menos agresivas. Algunos escritores, incluso entre los más radicales, se ven obligados a aceptar trabajos comerciales, cuando los encuentran, para pagar las enormes multas que les imponen si los pillan junto a su pieza.
«Es absurdo. Te multan más por un grafiti que por robar una cartera».
Porque lo de que te pillen, o no, es otra. No se corre igual con un guardia detrás, saltando tapias, con quince años que con cuarenta. Ser rápido, silencioso y ágil para escapar son requisitos indispensables. Por eso la mayor parte de los escritores de grafiti son jóvenes y en buena forma física. Eso los hace atrevidos, peligrosos. En su mundo hecho de símbolos para iniciados, escribir sobre una pieza ajena equivale a veces a una declaración de guerra: una violación de territorio, nombre y fama de otros. Por eso a menudo, en las paredes, los duelos entre grafiteros son frecuentes. Dan reputación, o la quitan. Como la audacia en ciertas acciones.
«En Madrid, los escritores inventaron el palancazo, que ahora se hace en todo el mundo. Vas en tren, tiras de la señal de alarma, y mientras el convoy se para te bajas por el acople y pintas el vagón por fuera. Y antes de que vengan a echarte mano, te largas. Ahí, si te pillan, el marrón es muy gordo. Por eso lo mejor es que no te pillen. Llegar luego a casa y pensar: ‘lo hice y no me pillaron’, es lo más. Aun mejor que el sexo, o las drogas. Además, te exige estar en forma, sano, despierto. A muchos el grafiti nos salvó de caer en mala clase de cosas».
Incluso hay un grand tour: un itinerario por lugares de Europa que luego ilustrarán con las piezas conseguidas, difundidas por Internet, en el álbum de cada cual: Londres, París, Lisboa, Moscú. Los objetivos más cotizados, los que mayor prestigio dan, y también los más vigilados y difíciles, son los trenes y los vagones de metro: las chapas, en argot grafitero. Eso supone viajes, alojamientos de fortuna, incursiones en ciudades desconocidas, a veces con riesgo físico aparte de una captura por parte de la policía o los vigilantes. Actuaciones que implican recorrer túneles, escalar tapias y tejados, infiltrarse en lugares peligrosos para acercarse al objetivo. Con frecuencia, jugándose la vida. Misiones de comando, planificadas a veces con apoyo de escritores locales que sirven de guías y dan apoyo logístico: túneles y cocheras, vagones, buscar sitios difíciles o imposibles, romper o saltar vallas, entrar por respiraderos, infiltrarse, esconderse, caminar y pintar a oscuras antes de salir corriendo, sentir el subidón de adrenalina mientras el resto de los mortales está de juerga, viendo la tele o durmiendo. Jugarse a veces la vida, la libertad y el poco dinero que tienen, para que a la mañana siguiente la gente soñolienta vea en el andén pasar un vagón de tren con su pieza pintada.
¿Artista?… No sé si esto es arte. Supongo que en algunos casos sí lo es. Pero te aseguro que un artista de los que sólo exponen en galerías y nunca pisaron la calle no sabe lo que significa ser perseguido y estar cinco horas quieto, escondido con un frío que te cagas, o lloviéndote encima como si te escupiera Dios, mientras los guardias te buscan. O viajar dos mil kilómetros para hacerte ese vagón de metro que viste en Internet, llegar a una ciudad que no conoces y pasar días sin comida ni dinero, durmiendo donde puedes, bajo cartones, esperando la oportunidad».
El del grafiti es un mundo bronco, duro, a menudo insolidario. Tiene sus héroes y también sus villanos: sus delatores, sus traidores, sus desalmados sin escrúpulos. Posee una épica propia y un desarrollo táctico al que a menudo no son ajenas las palabras guerrilla urbana. Una guerra callejera sin sangre, pero que tiene mucho, también, de ajuste de cuentas.
«Las autoridades dicen que somos vándalos que destruimos el paisaje urbano, y a veces es cierto. Pero, ojo. Nosotros también tenemos que soportar los neones luminosos, los rótulos, la publicidad, las caras de los políticos en las paredes cuando hay elecciones, los autobuses con sus anuncios y sus mensajes idiotas… ¿Eso no es vandalismo?… Ellos se adueñan de todo con su mierda, y hasta las lonas de restauración de edificios las llenan de publicidad. Y a nosotros, mientras tanto, nos niegan el espacio para responder a todo eso. Para decir quiénes somos y cómo nos llamamos. Para hacer las ciudades más bonitas, a nuestra manera. Por eso el único arte que les interesa a algunos colegas zumbados es joderlos a todos».