La mecha de la vida

Blog Vivir en verso. Por Jazz Baker. 28 diciembre 2012

     Puede que esté profundamente equivocado. No sería la primera vez. Ni la última –sólo es cuestión de tiempo–. Siempre he creído que, en el caso de los hombres, incluso las vidas más pintorescas o singulares, como las de los que han escalado el Everest, las de los supervivientes al hundimiento del Titanic, las de los ganadores de la Copa Volpi en la penúltima década, las de los oficinistas de Gran Vía que trabajan de nueve a cinco, todas, incluida la suya, están marcadas por una mujer. Por una mirada que quizás sólo pertenezca ya al pasado. Que desde hace tiempo se convirtió en bagaje y cicatriz mal cauterizada. O en una foto que, año tras año, va perdiendo color escondida en una edición del Quijote de la estantería del salón, y de la que no obstante no nos deshacemos por si nos falla la traicionera memoria. O por una sonrisa que no es necesario inventarse cada mañana, pues por la gracia de Dios, cada noche compartimos con ella almohada. O por una piel de la que nunca supimos de primera mano. Una quimera. Un plan que no se cumplió ni por cinco minutos. Un sueño que se quedó en sueño.
En la vida de Max Costa, esta mujer se llama Mercedes Inzunza. Una señora que desafía al mundo porque no le tiene miedo, porque se sabe ganadora en cualquier combate. Una belleza salvaje a la que no se le dice “no”. Ella ordena. Los demás, gustosos, cumplen. Porque las molestias no surgirían por complacerla, sino por no hacerlo.
Arturo Pérez-Reverte dedica gran parte de “El tango de la Guardia Vieja”, publicado por Alfaguara en las últimas semanas de 2012, a presentarnos a estos dos personajes. Somos testigos mudos de sus sentimientos, de sus dudas, de sus perversiones, de sus sombras, de sus frases acertadas y de silencios que no les comprometan. Tal es la precisión con la que los dibuja que evita desde el primer párrafo que Max y Mecha sean planos, predecibles, olvidables. Muy al contrario. Una pareja de baile que danzará por siempre en el bien iluminado salón del palacio de nuestra memoria.
El libro recoge los tres encuentros entre estos dos personajes que nunca se atrevieron a multiplicarlos por mil. Cada uno de ellos se producirá en ciudades distintas, en circunstancias desiguales, con nuevas heridas. Se intercalan con el paso de las hojas. Y pasamos del calor de la noche de Buenos Aires en 1928 a las cartas comprometedoras de Niza en 1937, para acabar, ya con más de sesenta muescas en la culata, allá por 1966, junto a un tablero de ajedrez en Sorrento.
Para evitar que el lector se pierda, cada nueva entrada nos habla de una habitación de hotel, del hall de un hotel, de un paseo que conserva todavía los charcos originados por la tormenta de anoche, de una cena o de una cuneta que hace al hombre más pequeño, más despreciable. Una labor minuciosa, delicada, pero llevada a cabo con gran acierto. En todo momento sabe el lector de quién se habla, de dónde estamos.                            

                                                       Alrededor de ellos, como los satélites y los planetas, gravitan una serie de actores que en ningún caso pueden ser tildados de secundarios. Un genio compositor de música, quien inicia y provoca todo lo que vendrá después por una apuesta con su amigo Ravel. Un artista con caros caprichos que puede adquirir –con dinero– y asumir –piel adentro–. Espías. Unos con la cara cansada, mal afeitados, hastiados de misiones que no ayudan a construir un mundo mejor. Otros, en cambio, de sonrisa amistosa. Quizás los más peligrosos. También tenemos a un consagrado jugador de ajedrez y a su séquito. Un mundo de caballeros donde todos se clavan el puñal por la espalda. Donde la política también intoxicó con sus tentáculos. Y los amigos. Y la infancia en los arrebales. Y los camareros. Y los recepcionistas. Y los buscavidas. Y los bailarines mundanos. Y los que lo ven todo por encima del hombro. Y las mujeres que gimen por unos billetes. Y las manos indecentes que vacían carteras. Y los metales que matan de miedo.
“El tango de la Guardia Vieja” es una novela redonda, donde uno sospecha que ha sido tan importante el ejercicio de escribir como el de borrar. Aquí no sobra ninguna página, ninguna línea, ninguna palabra. Ni faltan. Aunque es pronto para decirlo, y sólo el tiempo me dará o me quitará la razón, será uno de sus trabajos más recordados. Cómo olvidar a una mujer que sería capaz de detener el mundo si se le antojase. O la frialdad de Max tras ocupar su asiento en el Tren Azul. O el sexo narrado como sexo –sin amor–. O lo que reflejan los espejos, según los momentos: plenitud y arrugas, sueño y consecuencias, hembra en celo y soledad asumida.
Una obra que huele a cine. A clásico. A un viaje en barco en el que no se desea divisar puerto, en el que uno se quiere quedar más tiempo. A amor. O quizás no a amor y sí a química. Porque quizás Max nunca sintió lo primero, pero sí fue víctima de la segunda. Y contra esto no podía luchar. Y creyéndola inalcanzable, más cercana a los dioses griegos que a los hombres con los que tropieza en sus tangos alquilados, si le pidiera la Luna, se la pondría a sus pies.
Un trabajo que aparcó por veinte años. Cómo convertir a Mercedes Inzunza en papel y tinta sin haber vivido casi una vida, sin traspasar los sesenta, sin haber aprendido a mirar. Imposible. Hubiera sido un error. Un crimen perfecto. Por su paciencia, gracias.
Como cierre, una duda. Si la historia se contase de forma lineal, sin saltar de una época a otra, de una ciudad a otra, ¿hablaríamos entonces de una gran novela? ¿Pesa más el montaje que la historia en sí?                            

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