Esta vez hay que saber de moda

Esta vez hay que saber de moda. Sí. Tanto femenina como masculina. No queda otro remedio. Y mucho, a ser posible. Parte de la novela transcurre entre gente que da importancia a esa clase de cosas. Situar referencias adecuadas es útil por varias razones: da mayor credibilidad al tratamiento de cada época, permite que el lector perciba el aroma de un mundo determinado, apoya visualmente la acción, da pie a que los diálogos se sostengan con detalles y referencias específicas. Anudarse una corbata de un modo u otro, llevar falda por encima o debajo de las rodillas, peinarse con gomina o de forma desordenada, da pie a reflexiones, define a personajes, revela actitudes o las condiciona. Lo sitúa todo en el andamio de la trama de modo más eficaz. Ayuda mucho. Además, los personajes evolucionan con los años, claro. Cambian su forma de vestir, la adaptan a su edad y su tiempo. No siempre necesito mencionar lo que viste o usa tal o cual personaje, la modista o la marca de zapatos o sombrero; pero conviene que lo sepa a la hora de contar. No es lo mismo llevar un bolso, a secas, que un bolso de lona monogram de Louis Vuitton, un Kelly o un Birkin. Unos zapatos con suela de corcho que unos Raymond Massaro del año 57. También el lector informado comprenderá mejor lo que significa: precio, status social, momento. Y el menos informado puede, seguramente, intuirlo con facilidad. Para la protagonista, por ejemplo, planteo tres épocas. En 1928 la hago aparecer primero en el salón de baile del Cap Polonio con un vestido de noche de seda ligera y oscura. Reflejos color violeta. No menciono el modisto, pero sé que seguramente es de Vionnet —me apoyo en fotografías de moda hechas por Steichen y los Seeberger—. La segunda aparición en el trasatlántico es por la mañana, en la cubierta de paseo, vestida con un conjunto de kashá, chaqueta tres cuartos y falda de pliegues, y sombrero cloche de Talbot. Para visualizarla me baso en imágenes contemporáneas de la modelo Lee Miller, un ideal de chica elegante de aquel tiempo. Esa forma de vestir habrá cambiado cuando Max encuentre a Mecha en Niza en 1937: Chanel, Hermès y Schiaparelli ya se habrán impuesto para entonces, aunque en vestidos de noche la protagonista siga fiel a Vionnet. Me parece. Durante un paseo por la playa cerca de Antibes, por ejemplo, ella viste pantalones de pijama holgados azul oscuro, de aire marinero, sandalias y camiseta de rayas. Veintinueve años más tarde, en Sorrento, cuando los dos ya han cumplido sesenta, Mecha llevará el pelo gris muy corto, vestirá sobria, elegantemente desenfadada y discreta: rebecas de punto, faldas amplias, sombreros masculinos de tweed, cinturones anchos de cuero, chaquetas de ante, zapatos bajos Pilgrim o mocasines loafer belgas. Y habrán desplazado en espacio de tocador a su perfume habitual, que durante cierto tiempo fue Arpège, las cremas de belleza Pond’s y Elizabeth Arden.

 

La Hamburg-Südamerikanische

Cartel publicitario de la naviera propietaria del Cap Polonio anunciando los viajes al Río de la Plata. El de la imagen es otro buque de la compañía: el Cap Trafalgar.

El Cap Polonio

“En noviembre de 1928, a causa de una apuesta con Maurice Ravel, Armando de Troeye viajó a Buenos Aires para componer un tango. A los cuarenta y tres años, el autor de los Nocturnos y Pasodoble para don Quijote se encontraba en la cima de su carrera, y todas las revistas ilustradas españolas publicaron su fotografía en el puerto de Cádiz, acodado junto a su bella esposa en la borda del transatlántico Cap Polonio, de la Hamburg-Südamerikanische…”

Ésta es una fotografía nocturna, tomada en esa época y en el puerto de Montevideo (me la envían unos amigos uruguayos, que no han logrado establecer la procedencia), del Cap Polonio: el transatlántico de bandera alemana a bordo del cual viajan a Buenos Aires el compositor Armando de Troeye y su mujer, Mecha Inzunza. El joven Max Costa, que en esa época tiene 25 años, trabaja en el barco como bailarín mundano —acompañante de señoras y jovencitas para bailes de moda incluidos en la diversión a bordo— del salón de primera clase; y allí es donde los tres se conocerán. En 1928, este buque tenía capacidad para 356 pasajeros de primera clase, 250 de segunda y 949 de tercera. Empezó a hacer la línea del Río de la Plata seis años antes, y era de los más lujosos de la compañía. El músico argentino Francisco Lomuto, cuya orquesta tocó durante cierto tiempo a bordo de este transatlántico, compuso un tango llamado precisamente Cap Polonio.

Ventajas (y peligros) del detalle

La necesidad de ambientar la historia en tres épocas distintas (1928, 1937, 1966) plantea exigencias complicadas. Los personajes deben actuar acordes con cada situación de su vida, condicionados por lo que visten, lo que escuchan, la música que oyen o que bailan en los diversos momentos. Una marca de dentífrico o gomina, un perfume de mujer caro en los años 20 —My Sin, Arpege— o barato —Au Matin, Quelques Fleurs—, o una manera de anudarse la corbata en vísperas de la Segunda Guerra Mundial —nudo Windsor, por ejemplo—, pueden tener su importancia en situaciones determinadas. Costumbres, modas, detalles innumerables influyen en las actitudes y conversaciones. Condicionan hasta la forma de ver el mundo, o son consecuencias de ésta. No es lo mismo, por ejemplo, besar a una mujer cuando llevas puesto un cuello de camisa blando, de botones, que cuando llevas uno duro, almidonado, con puntas de pajarita. O cruzar las piernas, sentado, cuidando la raya del pantalón, cuando aún no se han inventado las telas inarrugables. Por eso, una vez metido en ese jardín, debes conocer bien cuantos detalles puedas; no sólo para no cometer errores o incurrir en anacronismos —siempre hay algún lector que sabe de eso y detectará el fallo si te columpias—, y ni siquiera para contar todo lo que has llegado a aprender, sino para ver el mundo como lo ven los personajes de los que te ocupas. Para sentirte como ellos y mirar con sus ojos. Por eso, esta parte del trabajo de documentación ha sido larga y prolija. Divertida al principio, agotadora al final, cuando comprendes que has reunido tanto material que no podrás utilizarlo nunca íntegramente, ni debes hacerlo —tal es la peor tentación del novelista documentado en exceso—, y observas desolado las pilas de cuadernos de notas que has acumulado durante casi dos años. Los libros, catálogos comerciales, diarios y revistas de época leídos y consultados son muchos —sin contar las películas vistas—, aunque la base más productiva hayan sido las colecciones íntegras encuadernadas de las revistas Blanco y Negro, La Esfera y Nuevo Mundo —herencia familiar que ahora ha resultado utilísima— para los años 20, 30 y 60. En cuanto a moda femenina, Vanity Fair, Vogue y la edición francesa de  Marie Claire resultan muy apropiadas para “vestir” el año 1937. Para 1966, aparte los Blanco y Negro de esa época, saqueo sin complejos toda clase de revistas contemporáneas, desde la española El hogar y la Moda —treinta números en muy buen estado, adquiridos en los libreros de viejo de la cuesta Moyano de Madrid— hasta una veintena de ejemplares de las revistas italianas Epoca, Gente y Oggi, abundantes en material gráfico e informaciones interesantes sobre la moda de ese tiempo, la Italia de la Dolce Vita y años posteriores.

El bar del Negresco

Niza. Preparando una escena y un diálogo en el bar del hotel Negresco, con anotaciones que incluyen un croquis del lugar. No siempre es prudente confiarlo todo a la memoria. Llegado el momento de teclear estaré lejos de aquí, y entonces puede ser útil algún detalle que no advertí o habré olvidado (lámparas con apliques de bronce en las paredes forradas de madera, taburetes en barra americana, asientos forrados de terciopelo, balaustrada de madera del piso superior donde hay mesas, tapiz junto a la entrada: El Tiempo encadenado por el Amor). Mis pasos, como los de los personajes, quedan silenciados por las alfombras. Quizá éste sea buen lugar para mencionar algún cóctel (o cocktail, tengo que decidir de qué forma lo escribo, porque estamos en 1937) de moda aquel otoño: Bronx, Riviera, Sherry-flip. Mientras converso con el barman, acodado en la barra, al otro lado de la puerta giratoria y ventanas puedo ver la calle y la Promenade. Imagino allí, estacionado, un potente Packard charolado de rojo con el chófer (el mecánico) apoyado en el capó, aguardando.

Ropa tendida bajo la lluvia

Hay pocas sensaciones tan agradables como dormirte pensando en la escena de tu novela que escribirás al día siguiente, siempre que esa escena esté clara. Que sepas exactamente lo que deseas contar, y cómo hacerlo. Mañana sobre las ocho y cuarto, tras la ducha y el desayuno, estarás sentado dándole a la tecla en busca de las palabras exactas para llevarlo todo, con la mayor fidelidad posible, de tu cabeza al papel. Para eso pasaste la tarde trabajando. Has leído, hecho un esquema de acción y diálogos, estudiado el escenario: fotos, lecturas, recuerdos. Personajes. Sabes lo que cada uno de ellos va a decir y por qué; pero siempre esperas que tengan iniciativa y te sorprendan. Que desarrollen la vida que les das y evolucionen con nuevas palabras y gestos insospechados. Que por su propia iniciativa mejoren tu trabajo, tus previsiones. Que sean brillantes. Más que tú. Pensando en todo eso te adormeces expectante, en compañía de las imágenes y los diálogos posibles que llenan tu cabeza. Deseando que amanezca para comprobar si eres capaz de lograrlo, o no. A menudo, en esos momentos, el resto del mundo, la mayor zozobra o el dolor más intenso, dejan de tener importancia. Se parece mucho a cuando hace años, después de un día duro en alguno de los antiguos lugares de trabajo, de regreso al hotel, encendías la linterna, abrías un libro, leías unas líneas y todo ocupaba despacio su lugar natural en el Universo. Esta noche, mientras te lavabas los dientes, pusiste unos minutos la radio; pero la apagaste en seguida. Había allí unos cuantos individuos discutiendo airados sobre algo. Otras veces prestas atención, naturalmente; pero esta vez no sabes de qué diablos hablan. Ni te importa. Vas a escribir mañana, y estás listo para el combate. El primer párrafo será: “La ropa tendida colgaba de los balcones, bajo la lluvia, como jirones de vidas tristes”. Puede valer. Piensas. La idea, para ambientar de partida. Para los primeros teclazos. Aunque luego deberás podarle lo rebuscado, o rodearlo de algo que suavice el punto cursi. A lo mejor el problema, lo que no te convence, está en la palabra jirones. Mañana lo veremos, concluyes. Dándole vueltas a eso te duermes al fin, preguntándote una vez más cómo hacen los que no escriben novelas ni leen libros. Para soportarlo.

Podrían ser ellos

Podrían ser el compositor Armando de Troeye y su esposa, Mecha Inzunza, en 1928, cuando faltan pocos días para que embarquen en el transatlántico Cap Polonio. A punto, ambos, de viajar a Buenos Aires para que De Troeye componga su famoso tango, pieza fundamental del desafío planteado contra el bolero de su amigo Maurice Ravel. Esta portada contemporánea de la revista Blanco y Negro, realizada por el gran Penagos con su estilo inconfundible (todas las mujeres de entonces querían parecerse a las que pintaba Penagos, y alguna lo conseguía), refleja muy bien el ambiente de la época. El escenario y los personajes del primer tercio de la novela.

Ésas son las reglas

Escribir una novela (en mi caso) es vivir con ella durante todo el tiempo que empleas en escribirla. No hay descanso en eso. No hay distracciones importantes. Es una actitud mental que se mantiene inalterable, incluso contra tu voluntad, mientras dura el proceso de escritura. Tensión personal. Vigilancia continua. No hay acto de tu vida que no esté relacionado con el trabajo que tienes en la cabeza: cuanto lees, cuanto miras, cuanto oyes, cuanto piensas. Te mueves, eliges, actúas según las necesidades del texto con el que andas a vueltas. Organizas tu vida en relación con ese territorio. Hasta la gente a la que ves,  por lo general, tiene mucho que ver con eso. Para un lector empedernido, como es tu caso, esto plantea ciertos problemas. Hay películas que no ves, libros que no lees, personas a las que no tratas, viajes que no haces aunque te interesen mucho, porque quedan fuera de ese ámbito. Porque en ese período de tu vida no los estimas de utilidad inmediata. Práctica. Y así, a causa de ese egoísmo profesional (tan útil para tu trabajo, por otra parte), vas aplazado cosas que harías, con la incómoda sospecha de que, una vez acabes esta novela vendrá otra; y esas cosas no hechas, aplazadas, seguirán aplazadas y sin hacerse. Pero tales son las normas de este curioso oficio. Tienes ya sesenta años y sabes que las facultades de un escritor tienen fecha de caducidad, como los yogures. Basta mirar alrededor. Puro sentido común. Eres consciente de que el tiempo de que aún dispones es limitado, y de que si no despachas esa media docena de historias que te gustaría contar antes de perder lucidez y capacidad de trabajo, puede que no llegues a escribirlas nunca. Morirán contigo, si no te libras de ellas antes. Así que sacrificas unas cosas y asumes otras. Seleccionas y descartas. Libros por leer, novelas por escribir. Situaciones por vivir. Hay cierta melancolía en esta renuncia. Pero como dije antes, ésas son las reglas.

 

Un restaurante en la playa

Uno de los lugares que Max frecuenta en Sorrento, en 1966, es la trattoria Stefano: el pequeño restaurante de su amigo Lambertucci, donde cada tarde éste juega al ajedrez con su antiguo oficial durante la guerra, el capitano Tedesco. Decidí situar ese restaurante imaginario en la Marina Grande, junto a la playa; aproximadamente donde se encuentra la trattoria Emilia, o junto a ella. Novelas aparte, este lugar siempre tuvo para mí un encanto particular. Pocos metros más allá está la casa que Vittorio de Sica (interpretando de manera extraordinaria al inolvidable maresciallo de carabineros Antonio Carotenuto), alquilaba a la voluptuosa pescadera donna Sofía (Sophía Loren) en la película “Pane, amore e…”.