El Palace de Buenos Aires

Al fin consigo una imagen nítida del Palace, tal como era en el otoño de 1928. Hasta ahora sólo había conseguido algunas fotos interiores del edificio actual, y una fotocopia de un cuaderno mal impreso que compré en un librero de viejo. Ésta es la cubierta de un folleto publicitario de la época, conseguida gracias a Marisa Mora Blanco, buena amiga y lectora fiel. Ahora sé que aspecto tiene, visto desde afuera, el hotel donde se alojan el músico Armando de Troeye y su mujer cuando llegan a Buenos Aires. El Palace será escenario de sucesos inquietantes, entre otras cosas. Y en eso estoy. En contarlos.

Un bolero contra un tango

Comiendo en Verona, en un restaurante que está a pocos pasos del balcón de Julieta. Me pide mi editor italiano, Marco Tropea, que le resuma la trama de la nueva novela. Cuéntame la solapa, dice. Ponme caliente. Eso me coloca en dificultades, pues no estoy seguro de cómo definirla. En realidad es una mezcla de géneros, respondo cauto. Espionaje. Policíaco. Ajedrez. También música. Y algo de amor. O un poco más que algo. En realidad todavía no estoy muy seguro de que sea exactamente amor lo que ocurre ahí dentro. O tal vez sí lo estoy. Quizá el amor sea eso. Lo que cuento. El caso es que la trama (la historia, más bien, pues la trama es más compleja) arranca en 1928, cuando dos compositores famosos y triunfadores, que son muy amigos, hacen una apuesta. Uno de ellos se llama Maurice Ravel, y compondrá un bolero. El otro, Armando de Troeye (autor del famoso Pasodoble para don Quijote, entre otras cosas), un tango. El que resulte más brillante será homenajeado por el otro con una cena en el restaurante Lhardy de Madrid o en el Grand Vefour de París. Para componer su tango y ganar la apuesta, De Troeye viaja a Buenos Aires con su mujer. En busca de ambiente. Durante la travesía, el matrimonio conoce a un apuesto bailarín de tangos que se ocupa de entretener a las señoras a bordo del transatlántico Cap Polonio. Se llama Max, baila muy bien y tiene otras habilidades inquietantes, por lo que resulta un personaje más peligroso de lo que aparenta. La relación (turbia) entre Max y la señora de Troeye, que comienza rumbo a Buenos Aires, se prolongará durante cuarenta años en diversos y agitados escenarios: la Riviera, el sur de Italia. Sitios así. Algunos de los cazaderos habituales de Max. Lo resumo de ese modo; y Marco, que ha escuchado muy atento y en silencio, me pregunta cuándo tendré lista la novela. Acabada este verano y corregida en otoño, respondo, si todo va bien. En realidad no tengo ninguna prisa. Estará cuando esté. Pero él ya hace cálculos de traducción y sonríe. Para primavera del año próximo en Italia, entonces. Comenta. Y yo respondo que sí, que tal vez. Quizá para primavera. O no.

A Max le gustaban los trenes

Durante cinco minutos consideró la posibilidad de una fuga. Hacer el equipaje y poner tierra de por medio rumbo a otros cazaderos, en espera de mejores tiempos. Buscaba viejas seguridades, certezas útiles en su pintoresco oficio y azarosa vida. Había en la pared dos carteles turísticos, uno de los ferrocarriles franceses y otro de la Costa Azul. Max los estuvo mirando con un cigarrillo colgado de los labios y los ojos entornados, pensativo. Le gustaban mucho los trenes —más que los transatlánticos o la elitista sociedad de los aviones comerciales— con su eterna oferta de aventura, la vida en suspenso entre una estación y otra, la posibilidad de establecer contactos lucrativos, la clientela distinguida de los vagones restaurante. Fumar tumbado en la estrecha litera del departamento de un coche cama, solo o en compañía de una mujer, escuchando el sonido de las ruedas en las juntas de los raíles. De uno de los últimos coches cama de que tenía memoria —Orient Express, trayecto de Estambul a Viena—, había bajado a las cuatro de una fría madrugada en la estación de Bucarest, tras vestirse con sigilo y cerrar silenciosamente la puerta del departamento que daba al pasillo del vagón, dejando atrás su maleta y un pasaporte falso en la garita del revisor, con joyas por valor de dos mil libras esterlinas abultándole en los bolsillos del abrigo. Y en lo referente al segundo cartel, mientras lo contemplaba se le dibujó una sonrisa. Reconocía el lugar desde el que el artista había hecho la ilustración: un mirador entre pinos con vistas al golfo Juan, donde se apreciaba una porción de terreno que, año y medio atrás, con una pingüe comisión como intermediario, Max había ayudado a vender a una adinerada norteamericana —la señora Zundel, propietaria de Zundel & Strauss, Santa Bárbara, California—, convenciéndola, en el curso de una relación íntima alimentada con ruleta de casino, tangos y claros de luna, de lo oportuno de invertir cuatro millones de francos en aquel terreno junto al mar. Omitiendo el detalle, importante, de que una franja costera de cien metros de anchura, que separaba la parcela de la playa, pertenecía a otros propietarios y no venía incluida en el lote.

Un diálogo en Capri

Necesidad de una escena en la piazzetta de Capri en 1966. Dos personajes dialogan. Sobre sus cosas. No me hace falta una descripción minuciosa, pues el lugar es sólo telón de fondo para la conversación. Pero mi memoria no basta. Hace tres años que no visito esa isla. La última vez me quedé abajo, comiendo en un restaurante de la playita junto al puerto, pues me daba pereza subir hasta el pueblo. Tampoco es cosa de viajar a propósito, ahora. Sólo es una escena, que además tenía previsto situar en un restaurante de Nápoles llamado La Bersagliera. Pero ese restaurante ha cambiado de dueño. Ya no me gusta como antes. Así que traslado la escena a Capri, que además queda más cerca de Sorrento. Combino mi recuerdo de la piazzetta con imágenes actuales que busco en Internet —hay un par de videos turísticos utilísimos—, y hago una localización aérea del sitio con Google Earth. Con eso y un plano actual me las arreglo bien, preparo la situación y escribo primero el diálogo casi a modo teatral —suelo hacerlo así cuando se trata de diálogos complicados con información prolija o asuntos complejos que deben quedar bien troceados y claros—. Después escribo a modo de insertos las reacciones de los personajes mientras dialogan. Al fin lo aliño todo con breves descripciones sobre el lugar, procurando que esos apuntes no sean gratuitos ni turísticos, sino siempre ligados a la acción o resultado de ella. Las correcciones posteriores fundirán esos tres niveles de trabajo, dándoles unidad y apariencia de que todo se escribió de corrido. Así es como debe verlo el lector. Sólo queda el problema de afinar detalles, pues la conversación de mi novela transcurre en 1966. Toques de época. Busco sin mucho éxito —la Historia de San Michele de Axel Munthe es muy anterior y no me sirve— hasta dar con menciones sueltas de Curzio Malaparte, que anoto. También encuentro algo en una vieja Guide Bleu, y sobre todo una breve descripción casi contemporánea en uno de los cuentos de Somerset Maugham contenidos en sus obras completas. Suficiente, creo. Cierro la escena con el descenso hasta el puerto en funicular y un último diálogo en la Marina, junto a las barcas de pescadores varadas o fondeadas en la playa, mientras el sol se oculta y anochece despacio. Ella tiene frío y Max, al advertirlo, le coloca sobre los hombros su chaqueta. Sonrío pensando en el gesto. Los trucos del viejo truhán.

Cocinando palabras

No siempre las imágenes o las palabras pasan con facilidad de tu cabeza al papel. Escribir es un continuo recurso a la herramienta adecuada. A más herramientas, más posibilidades. Más eficacia. Cuando era joven y sólo lector, tenía al castellano, o español, por la lengua más rica y perfecta del mundo. Sin embargo, cuando llevas cuarenta años enfrentado al problema de contar las cosas con palabras, comprendes que ninguna lengua es perfecta. Que el español tiene tantos agujeros y carencias como las otras grandes lenguas. A veces, corregir un párrafo o buscar la palabra que dé variedad y originalidad al texto, contar las cosas con naturalidad y limpieza —ése creo que debe ser el objetivo principal: naturalidad y limpieza—, es difícil. Faltan herramientas. En ciertas ocasiones, los recursos técnicos del español son insuficientes para determinadas cosas. Encontrar palabras —del tipo «chapotear», «estampido» o «crujir», por ejemplo— que evoquen sonidos es menos frecuente que en inglés. En otros momentos es difícil evitar varias palabras próximas que terminen en “ado” o «ía», o combatir el exceso de tiempos verbales como “pasó”, “cogió”, “lloró”. Para la acción de caminar, por ejemplo, el español ofrece “anduvo” o “fue”, además de “caminó”. Pero para otros casos no hay manera. Por no hablar de los nefastos gerundios, o la guerra que un escritor debe librar contra las palabras terminadas en “mente”. O, al manejar diálogos rápidos, la necesidad molesta de repetir “él” “ella”: “ella dijo”, “él respondió”. Algunos momentos de la escritura son una lucha por dar variedad a ese tipo de recursos: “repuso”, “consideró”, “concluyó”, “expuso”, “resumió”, “objetó”, “admitió”, “apuntó” etc. Sin embargo, como se ve, la mayor parte acaba en “ó” acentuada; y eso obliga a una segunda búsqueda de expresiones complejas. Por eso, corregir es siempre peor que escribir. Más duro y agotador. A tu novela no acabas odiándola mientras la escribes, sino mientras la corriges. Tus carencias, añadidas a las naturales de la lengua que manejas, te saltan a la cara de forma desoladora. Y todo eso, para intentar que el lector pase por esas líneas, en cuya lectura invertirá medio minuto, sin fijarse en otra cosa que en lo que le cuentas. Procurando que el objetivo de tu trabajo sea precisamente ése: que el trabajo no se note mientras te leen. Que las palabras sean sólo herramientas fluidas y eficaces. Si un lector de novela se detiene a saborear la manera en que tu texto está escrito y deja de prestar atención a lo que le cuentas, como escritor podrás envanecerte, pero como novelista serás un desastre. Una novela sólo tiene razón de existir cuando tiene algo que contar. Lo demás sólo ayuda a ello. Ésa es una de las pocas certezas que adquirí en este oficio.

La habitación de la soprano

La isla de San Giorgio vista desde el interior de la habitación de Max. Ésta pudo perfectamente ser la habitación del hotel veneciano que, cuando el asunto de las joyas robadas, el personaje compartía con la soprano brasileña que se quedó sin ellas: compuesta, expoliada y sin gigoló. Por supuesto, la factura del Danieli la pagaba ella. Solían pagar ellas, en el caso de Max. O casi. El viejo zorro —a estas alturas ha recorrido un largo camino desde el Barracas arrabalero de Buenos Aires— siempre supo desenvolverse bien para esa clase de cosas. Tiene buena planta, simpatía, labia, mundología y otras virtudes más o menos útiles para su oficio que irán apareciendo en la novela. Supongo. En realidad me cae bien. Mucho. He invertido mucho trabajo en procurar que así sea: que me caiga bien. Aunque desde luego —conozco bien al personaje porque, además de crearlo, hace año y medio que convivo con él noche y día— nunca le confiaría ni dinero, ni joyas, ni una mujer que me importase conservar. Incluso la simpatía tiene unos límites.

Desde la ventana de Max

Este es un atardecer veneciano tal como lo veía Max, el protagonista, desde su balcón del hotel Danieli de Venecia cuando se asomaba hacia el lado de poniente. El Danieli es mencionado dos veces en la novela, brevemente, pues forma parte de los recuerdos del personaje principal. O más bien es escenario de alguno de ellos. En una de las ocasiones se refiere a un robo de joyas y dinero a una soprano brasileña allí alojada, incidente al que Max no es —o no fue, en otro tiempo— en absoluto ajeno. El otro episodio se refiere a una conversación del personaje con el conserje del hotel. La escena la sitúo a finales de los años 50, pero doy al conserje imaginario el nombre de uno de los actuales y más veteranos conserjes, Maurizio. El conserje de la novela, que durante cuatro décadas dio la llave de sus habitaciones a los hombres más ricos y las mujeres más bellas del mundo —casi tanto como el Maurizio real, por otra parte—, intercambia con Max, viejo cliente y casi amigo, algunos conceptos sobre esos y otros asuntos. Dinero, tentaciones, mujeres. Cosas así. De profesional a profesional.

Personajes crudos y personajes hervidos

Hay un personaje de la tercera parte (capítulos décimo y undécimo) que debo revisar a fondo. Marco notas para volver a él con detalle en la próxima revisión. Ojo con este fulano. Lo tomé directamentre de la realidad, pero no me satisface del todo. Quizá funcione para el lector en el marco general de la novela, pero no funciona bien para mí. Cada vez que llego a un pasaje determinado veo al personaje en el que me inspiré, al de carne y hueso, no al literario que quiero mostrar.  Está crudo, por decirlo de alguna manera. Y lo que nunca hago, o procuro evitar, es meter en una novela a un personaje entero, sin cocer, crudo. Porque eso es muy peligroso y no funciona bien. Ningún personaje de la vida real puesto en una novela funciona si no lo has hervido antes. Ese hervor significa trabajar con ellos y hacerlos literatura. Que el lector, ingenuamente convencido, piense: «Es real como la vida misma». Es como el lenguaje: el de la calle, usual, casi nunca funciona por escrito. Nada real como la vida misma funciona bien en una novela. Haber sido primero reportero y luego novelista tiene muchos riesgos (contaminaciones varias), pero también ventajas. Te sitúa, con algo de suerte, en buena posición para mirar a ambos lados de la colina. En algún momento de esa vida anterior creí comprender que cuando en un reportaje hay literatura es un mal reportaje; y que cuando en una novela hay periodismo, es una mala novela. Uno debe utilizar los conocimientos adquiridos, pero no mezclar las técnicas. Y eso es lo que intento hacer: no introducir material crudo en una historia. Ni siquiera en Territorio Comanche lo hice, pese a las apariencias. Las novelas verité nunca me han convencido. No son novelas. Son otra cosa. Absolutamente digna, por supuesto. Pero no son novelas. Al menos, no las que yo intento escribir.