Hay pocas sensaciones tan agradables como dormirte pensando en la escena de tu novela que escribirás al día siguiente, siempre que esa escena esté clara. Que sepas exactamente lo que deseas contar, y cómo hacerlo. Mañana sobre las ocho y cuarto, tras la ducha y el desayuno, estarás sentado dándole a la tecla en busca de las palabras exactas para llevarlo todo, con la mayor fidelidad posible, de tu cabeza al papel. Para eso pasaste la tarde trabajando. Has leído, hecho un esquema de acción y diálogos, estudiado el escenario: fotos, lecturas, recuerdos. Personajes. Sabes lo que cada uno de ellos va a decir y por qué; pero siempre esperas que tengan iniciativa y te sorprendan. Que desarrollen la vida que les das y evolucionen con nuevas palabras y gestos insospechados. Que por su propia iniciativa mejoren tu trabajo, tus previsiones. Que sean brillantes. Más que tú. Pensando en todo eso te adormeces expectante, en compañía de las imágenes y los diálogos posibles que llenan tu cabeza. Deseando que amanezca para comprobar si eres capaz de lograrlo, o no. A menudo, en esos momentos, el resto del mundo, la mayor zozobra o el dolor más intenso, dejan de tener importancia. Se parece mucho a cuando hace años, después de un día duro en alguno de los antiguos lugares de trabajo, de regreso al hotel, encendías la linterna, abrías un libro, leías unas líneas y todo ocupaba despacio su lugar natural en el Universo. Esta noche, mientras te lavabas los dientes, pusiste unos minutos la radio; pero la apagaste en seguida. Había allí unos cuantos individuos discutiendo airados sobre algo. Otras veces prestas atención, naturalmente; pero esta vez no sabes de qué diablos hablan. Ni te importa. Vas a escribir mañana, y estás listo para el combate. El primer párrafo será: “La ropa tendida colgaba de los balcones, bajo la lluvia, como jirones de vidas tristes”. Puede valer. Piensas. La idea, para ambientar de partida. Para los primeros teclazos. Aunque luego deberás podarle lo rebuscado, o rodearlo de algo que suavice el punto cursi. A lo mejor el problema, lo que no te convence, está en la palabra jirones. Mañana lo veremos, concluyes. Dándole vueltas a eso te duermes al fin, preguntándote una vez más cómo hacen los que no escriben novelas ni leen libros. Para soportarlo.
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