Max había acercado un cenicero y permanecía en pie, ante ella, la mano derecha en el bolsillo del pantalón. Fumando.
-Me gustó bailar con usted —dijo.
-También a mí. Lo haría de nuevo, si la orquesta aún tocara y hubiese gente en el salón.
-Nada le impide hacerlo ahora
-¿Perdón?
Se tocaba las perlas del collar, estudiando su sonrisa como quien disecciona una inconveniencia. Pero el bailarín mundano la sostuvo, impasible. Pareces un buen chico, le habían dicho la húngara y Boris Dolgoruki, coincidiendo en ello aunque nunca se conocieron. Cuando sonríes de ese modo, nadie pondría en duda que seas un condenado buen chico. Procura sacarle partido a eso.
-Estoy seguro de que es capaz de imaginar la música.
Ella dejó caer otra vez la ceniza al suelo, como solía. Ignorando el cenicero.
-Es usted un hombre atrevido.
-¿Podría hacerlo?
Ahora le llegó a la mujer el turno de sonreír, un punto desafiante.
-Claro que podría —dejó escapar una bocanada de humo—. Soy esposa de un compositor, recuerde. Tengo música en la cabeza.
-¿Le parece bien Mala entraña?
-Perfecto.
Apagó Max el cigarrillo, estirándose después el chaleco. Ella siguió inmóvil un instante: había dejado de sonreír y lo observaba pensativa desde su butaca, como si pretendiera asegurarse de que no bromeaba. Al fin apoyó su boquilla con marca de carmín en el cenicero, se levantó muy despacio, y mirándolo todo el tiempo a los ojos apoyó la mano izquierda en su hombro y la derecha en la mano de él; que, extendida, aguardaba. Permaneció así un momento, erguida y serena, muy seria, hasta que Max, tras oprimir dos veces suavemente sus dedos para marcar el primer compás, inclinó un poco el cuerpo a un lado, pasó la pierna derecha por delante de la izquierda, y los dos evolucionaron en el silencio, enlazados y mirándose a los ojos, entre los sillones de mimbre y los maceteros del salón de palmeras.
Lo miraba con fijeza, sin responder. Un reflejo doble en las pupilas inmóviles.
-¿Sabe una cosa? —comentó él—. Me gusta su forma de aceptar con naturalidad que le digan que es bella.
Todavía siguió un momento callada, mirándolo como antes, aunque ahora parecía sonreír: una leve sombra hendida por la luz del farol a un lado de la boca.
-Comprendo su éxito entre las señoras. Es un hombre apuesto… ¿No le agita la conciencia haber lastimado algunos corazones?
-En absoluto.
-Tiene razón. El remordimiento es poco frecuente en los hombres, si hay dinero o sexo a conseguir, y en las mujeres si hay hombres de por medio… Además, nosotras no sentimos tanta gratitud por las actitudes y sentimientos caballerosos como los hombres creen. Y a menudo lo demostramos enamorándonos de rufianes o de groseros patanes.
Anduvo hasta la entrada y se detuvo allí, aguardando, como si nunca hubiese abierto una puerta ella misma.
-Sorpréndame —añadió—. Soy paciente. Capaz de esperar.
Alargó él la mano para empujar la puerta, recurriendo a toda su sangre fría. De no saber que los observaban, habría intentado besarla.
-Su marido…
-Por Dios. Olvídese de mi marido.
Y al fin, escribes, por ejemplo: “El tango lento y llorón quedaba a muchas cuadras. En la noche de Barracas la gente era bronca, irónica, gustosa de cortes y quebradas. De arrimarse la hembra al macho, de meter pierna y chulería”. Y piensas. Vale. Eso lo dejo.
Pilas de libros, cuadernos, folletos, notas. Para la parte argentina de la novela. Desde “El almacén” de Olivari a la historia del tango, el diccionario lunfardo de José Gobello, las seis películas de Gardel o un deuvedé de Juan Carlos Copes bailando tango y milonga con su hija. Borges, aquí, sólo una nota a pie de página. Hay que leerlo todo, incluso para teclear un cuarto de folio. Patear el mapa del presente con la información del pasado. Sólo de esa forma colonizas el presente o lo real con tu imaginación y tu memoria. Pueblas el paisaje con tu mundo propio. Es un milagro asombroso que todavía hoy me sorprende. Te sitúas ante un escenario para la novela, y las viejas fotos, las lecturas, permiten borrar todo aquello que es superfluo para tu trabajo o no necesitas. Como si no estuviera ahí. Entonces, al fin, logras el milagro de ver sólo lo que necesitas ver.
Lento recorrido por los aledaños de la estación de ferrocarril de Barracas. B. Aires. Buscando lugar para instalar mi imaginario almacén de tangos La Ferroviaria. Quiero evitar la Boca y los lugares machacados por el turismo tanguero actual. Necesito un lugar que hace ochenta y cinco años fuese oscuro, con un farol en la esquina de la calle. Raíles de tren oxidados, tapias de chapa ondulada sobre las que asoman madreselvas. Lo encuentro al fin, en buen sitio. Permite rememorar de un vistazo, todavía hoy, la infancia de Max, el protagonista, el barrio y la vecina calle Vieytes y el Riachuelo próximo. Imagino el croar de ranas en la noche, aunque ahora es de día. Para celebrarlo, me voy a comer a El Puentecito, que ya existía entonces. Apenas ha cambiado. Carne, vino mendocino. Aroma del Buenos Aires que intento resucitar en mi imaginación y en la novela. Decido meter también esta vieja casa de comidas en la novela. Un guiño, dos líneas. Más que para los lectores, para mí mismo. Pequeños lujos de autor.
Paseo de los Ingleses. Niza. Las palmeras que pintó Matisse. La foto está tomada en un día lluvioso, como el del otoño de 1937, cuando los dos protagonistas se asoman a esta misma ventana del hotel Negresco. En la novela no hay automóviles y un perro mojado corretea lejos por la playa, bajo la lluvia.
El problema en la novela, a veces, es recrear un mundo desaparecido, o en vías de. No copiarlo o imitarlo, pues, eso linda con el pastiche, sino conocerlo lo suficiente para lograr, después, que el lector se mueva por él con naturalidad. Sin que se te vaya la mano. Sin estridencias, gritos ni brochazos fuertes. Jugar con lo que sabes que el lector sabe o imagina. Procurar que se sienta, al adentrarse en el mundo que le ofreces, como quien entra serenamente en una casa bien amueblada y se siente a gusto sin necesidad de estudiar la decoración o averiguar el nombre de los autores de los cuadros. Sabe que son buenos, y basta. Por eso, a veces, en la novela como en la vida, es preferible una buena litografía a un mal óleo.
Utilidad de viejos contactos. Me llevan a nuevos amigos. Dos tipos formidables. «Necesito abrir una caja fuerte», les digo. «¿De qué modelo y año?», es la tranquila respuesta. Eso me depara un día estupendo, trabajando con diferentes modelos. Panzer, Hafner, Lips, York, Conforti. «¿Con violencia?», preguntan. «Sin», respondo. Me decido por una Fichet de saltos de 1903, con tres contadores. «Más fácil de ganzuar», me dicen. Afinamos tacto, me miman y orientan pacientes. Tardo muchísimo, pero al fin lo hago. Por Dios, abro mi primera caja fuerte. Uno de mis personajes se beneficiará de lo que acabo de aprender. Hay días en que me encanta escribir novelas.
Básicamente es una historia de amor. Peligrosa y turbia, creo. Un hombre y una mujer se encuentran tres (breves) veces en su vida. Una aventura que empieza en 1928, sigue en 1937 y termina en 1966. O eso creo. Salvo que se me cruce algo que lo complique más. Cosa que, a estas alturas, me parece improbable. Supongo que se sostendrá esa estructura de trama hasta el final. Compleja, porque no es trama lineal. Hay saltos atrás y adelante en la accíón. Eso hace necesaria una carpintería cauta. Unos 250 folios escritos hasta ahora. Buen ritmo. No me quejo.
Seguirán en los próximos meses, sin método ni periodicidad fija, algunas de mis notas breves sobre el trabajo en curso. Se trata de una novela no histórica, empezada el 7 de enero de 2011 (aunque su origen sea muy anterior), que poco a poco parece encaminarse a su recorrido final.