Lo miraba con fijeza, sin responder. Un reflejo doble en las pupilas inmóviles.
-¿Sabe una cosa? —comentó él—. Me gusta su forma de aceptar con naturalidad que le digan que es bella.
Todavía siguió un momento callada, mirándolo como antes, aunque ahora parecía sonreír: una leve sombra hendida por la luz del farol a un lado de la boca.
-Comprendo su éxito entre las señoras. Es un hombre apuesto… ¿No le agita la conciencia haber lastimado algunos corazones?
-En absoluto.
-Tiene razón. El remordimiento es poco frecuente en los hombres, si hay dinero o sexo a conseguir, y en las mujeres si hay hombres de por medio… Además, nosotras no sentimos tanta gratitud por las actitudes y sentimientos caballerosos como los hombres creen. Y a menudo lo demostramos enamorándonos de rufianes o de groseros patanes.
Anduvo hasta la entrada y se detuvo allí, aguardando, como si nunca hubiese abierto una puerta ella misma.
-Sorpréndame —añadió—. Soy paciente. Capaz de esperar.
Alargó él la mano para empujar la puerta, recurriendo a toda su sangre fría. De no saber que los observaban, habría intentado besarla.
-Su marido…
-Por Dios. Olvídese de mi marido.
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