Huellas dactilares

Me detengo en otro detalle. Es interminable la cantidad de cosas uno desconoce. Y ésta me urge. Tengo a un personaje en el año 1937 haciendo algo ilegal. Muy ilegal. Pero ignoro si conviene que, al terminar lo que tiene entre manos, pase un pañuelo para borrar sus huellas dactilares. Me pregunto si en esa época ya era usual ser identificado por éstas. Podría resultar una preocupación innecesaria. Anacrónica. Así que de nuevo me toca pedir ayuda. Esta vez recurro a alguien del lado bueno (por llamarlo de algún modo) de la ley. Se trata de un viejísimo amigo: Juan Antonio Calabria, comisario jefe de una brigada provincial de policía judicial. «Tengo un problema —digo—. Huellas dactilares sí, o huellas dactilares no». Averiguo así que la primera identificación por esa clase de pistas se hizo en Argentina nada menos que en 1892 (la huella del pulgar ensangrentado de una tal Francisca Rojas, que mató a sus dos ahijados porque se interponían entre ella y su amante); que en 1911 empezó a funcionar en Madrid un servicio policial de identificación que incluía la dactiloscopia, y que en 1921 la Dirección General de Seguridad creó el gabinete central de identificación. «O sea —me advierte Calabria—, que más le vale a ese personaje tuyo borrar bien las huellas, sin dejar ni una, o te garantizo que va a tener problemas». Así que ahora tengo a mi personaje limpiando huellas como un loco. Paranoico total. Ni a apoyarse en la pared se atreve.

Buscando hotel en Buenos Aires

Necesito un hotel en Buenos Aires, 1928, para situar la escena en la que Max espera a los De Troeye. Un hotel bueno. Caro. Descarto varias posibilidades hasta dar con el adecuado: El Palace hotel, que estaba frente al actual Puerto Madero, en la esquina de 25 de Mayo y Cangallo. La ventaja de ese hotel es que está bien situado para la escena siguiente, en la que Max y De Troeye suben caminando por la calle Corrientes (detalle importante que anoto: la calle estaba en obras por aquella época) hasta Florida. Eso me permite hacer una descripción breve del ambiente callejero del B. Aires de entonces (mateos, tranvías, tiendas, gente, guardias con uniforme oscuro bajo la sombra de los toldos), como fondo suave de la conversación. Al fin consigo mi botín: una descripción del interior del hotel, en un vetusto cuaderno sobre Buenos Aires que encuentro en una librería de viejo cerca de la Recoleta. Hay una detallada descripción del vestíbulo y los salones de la planta baja del Palace. A la izquierda la conserjería; a la derecha, recepción. Escalera con  baranda de bronce y dos ascensores. Perfecto. Lo subrayo todo, feliz, mientras me tomo un vaso de leche y unas medias lunas en La Biela, que es mi café favorito de esa parte  de la ciudad. Después doy un paseo tranquilo hasta el lugar. El hotel Palace ya no existe. En su lugar sólo hay un deteriorado edificio con entrada por el 217 de 25 de Mayo, con sus arcos de recova en la esquina de las actuales Cangallo y Alem. Pero es suficiente. Me apoyo en la pared del otro lado de la calle, tomo algunas notas e imagino. De pronto me asalta una duda y, angustiado, releo el cuaderno. Menos mal. El hotel se cerró entre 1930 y 1932. En la fecha que necesito, todavía estaba en servicio. Mientras espera a los De Troeye, Max podrá fumarse un cigarrillo turco (Abdul Pashá es su marca favorita en esos años) en el vestíbulo. Misión cumplida.

El reloj de Max

Éste es el reloj de pulsera que lleva el protagonista en 1966. Un Omega Seamaster Deville. Elijo para él este modelo concreto por guiño familiar. Era el que usaba mi padre. De esa clase son los pequeños codazos cómplices, a veces sólo con sentido para él, que un autor puede darse a sí mismo. Yo lo hago con frecuencia. O con cierta. Algo así como ponerle a una novela pequeñas marcas de la casa. Signos masónicos. Sonrisas privadas. Ésta ha dejado de serlo, pero me reservo otras.

El depredador tranquilo

El punto de vista. Ojalá fuera fácil. No es lo mismo ver el mundo siendo una mujer que un hombre. Que una mujer fea o una mujer bella. Que un hombre guapo o de aspecto desagradable. No es igual ver el mundo cuando mides 1,60 que cuando mides 1,85. Cuando has conocido a cincuenta hombres malos o sólo conocido a uno bueno. Todo eso parecen obviedades, pero cuando te enfrentas a un texto y unos personajes, lo obvio puede no ser tan obvio. La imaginación no siempre basta, si no se la alimenta con material adecuado. Necesidad de situarse, o intentarlo, allí donde se sitúan ellos. Mirar con su mirada. Por eso resulta tan útil, cuando es posible, beber lo que ellos beben, comer lo que ellos comen. Sentarte donde ellos se sientan: bares, restaurantes, terrazas, salones, tugurios. Y mirar desde allí. Transitar por los mismos callejones oscuros o avenidas luminosas. Mirar desde allí, y mirarse. Fundamentalmente, un escritor de novelas es un individuo que mira. Dos tercios de mirar y uno de escribir. O por ahí. Una mujer acostumbrada a que le abran las puertas o le acerquen una silla no se comportará del mismo modo que otra que no. Hay rencores sociales, vanidades, actitudes que no siempre son patentes pero que pueden apuntarse en un gesto, una ojeada. O la ausencia de ellos. Formas de sentarse, de caminar. De anudarse la corbata. La forma de golpear un cigarrillo sin filtro en la esfera del reloj, por ejemplo, antes de llevárselo a la boca, puede definir desde un personaje a toda una época. Hay gestos, ademanes, pausas, tan importantes como los diálogos. O más. El problema surge cuando todo ese entramado (que es necesario si se administra con sentido común y prudencia) resulta extraño, ajeno, desconocido, al autor. Postizo. El lector, incluso si no lo adviertes tú por incompetencia propia, lo notará siempre. O algunos lectores. No hay peor crimen en un novelista, ni sentencia más mortal para su trabajo, que aventurarse irresponsablemente por un mundo que desconoce. Por un territorio insuficientemente controlado. Por eso el novelista, como yo lo entiendo, es un cazador insaciable que camina atento, con el zurrón abierto. Un depredador sistemático y tranquilo.

 

Pidiendo consejos

Es bueno acudir de vez en cuando a los maestros en busca de consejo. Lo hago con frecuencia, sobre todo cuando tengo problemas. “Maestro —digo respetuoso—, cómo resolverías tú esto, o aquello? ¿Alguna vez te pasó tal o cual?”. Los maestros son generosos y siempre están a tu disposición. Los míos, por lo menos. Llevo eligiéndolos con cuidado y frecuentando su compañía toda mi vida. Por eso los tengo siempre cerca, a mano, y acudo a consultarlos sin complejos. Con rigurosa humildad profesional. Ese detalle es crucial. Por muy arrogante que cualquier individuo pueda ser en el resto de su vida, cuando está trabajando, como novelista o como lo que sea, debe ser humilde como un fraile franciscano tímido. Es la regla. No hay oficio donde no se aprendan cosas hasta el momento mismo de la jubilación. Al fin y al cabo, ellos (mientras escribo esto veo cerca los lomos familiares de Conrad, Dostoievsy, Cervantes, Montaigne, Stendhal, Balzac, Dickens, Homero, Virgilio, Galdós, Chateaubriand, Quevedo, Gracián y algunos otros) son maestros y lo seguirán siendo cuando el mundo te haya olvidado. Mientras, tú sólo eres un tipo que intenta contar historias de manera eficaz. Y que la gente las lea. Por eso ayer, en busca de consejo, de orientación sobre ciertos aspectos de un personaje, subrayé algunos fragmentos de Stendhal en su “Viaje a Italia”. No irán directamente a la novela, pero sí formarán parte, quizás, del entramado que la sostiene por debajo. Son como vitaminas oportunas. Tazas de café sólo y sin azúcar que estimulan el trabajo propio:  “Al cabo de un rato, la sonrisa falsa de una mujer en una fiesta se vuelve mueca”…  “Cuando languidece su conversación, no es por aburrimiento, sino por prudencia”… “En él, las pasiones no intentaban disfrazarse de elegancia”…  Apunto y le doy vueltas. Ojalá fuera yo siempre capaz de expresar las cosas de ese modo. De mirar así. Todo ayuda, en este oficio. Así que gracias por los consejos, don Enrique. Don Arrigo Beyle, milanés. Maestro.

Rigor mortis

Duda sobre el rigor mortis. Maldición. Eso me interrumpe la escritura hacia la mitad del capítulo undécimo. Tengo un cadáver en circunstancias determinadas, e ignoro con exactitud lo que en tales circunstancias tarda en enfriarse del todo y ponerse rígido. Se trata sólo de un par de líneas, pero las cosas hay que hacerlas bien. O intentarlo. Y la memoria no me ayuda. La mayor parte de los muertos que toqué en otros tiempos estaban demasiado fríos o demasiado calientes. Y tampoco iba yo mirando el reloj con esas cosas. Cronometrando rigores. Así que echo mano de otro viejo amigo (hay que tenerlos hasta en el infierno, decía mi abuelo): Luis Salas, navegante veterano y como segunda opción médico traumatólogo del hospital de La Arrixaca de Murcia, me cuenta cosas interesantes que anoto con aplicación de alumno. En circunstancias ambientales medias, un cadáver se enfría a razón de uno o dos grados cada hora, y adquiere la rigidez después de siete u ocho horas. Con eso me vale, le digo. Resuelto. Ya puedo escribir mi par de líneas sin que luego un lector que sepa del asunto (siempre hay muchos que saben más de cualquier cosa, escribas de lo que escribas), me señale esas líneas con el dedo. Decidido: mi muerto no estará rígido. Será un cadáver todavía flexible, por decirlo de algún modo. Y tibio.

Una entre mil (dudas)

Subrayo un comentario de Max que me parece dudoso: “He vivido bien, con el dinero de otros. Sin llegar a odiarlos, ni tampoco a despreciarlos más de lo preciso. No ha sido, en resumen, una mala vida”. Flojo, tal vez. O insuficiente. Diría. La idea vale, pero la expresión no revela lo que hay debajo. O lo que quiero que haya. Debo mejorarlo, de algún modo. O bien tacharlo, olvidarlo y escribirlo de nuevo. El rotulador de tachar en negro es el mejor amigo del novelista, después del perro. A veces, incluso antes. Aunque hasta la corrección final del texto, o las correcciones (ésa sí que es la parte dura de verdad, cuando llegas a odiar tu propia novela),  aún queden varios meses. De momento, lo dejaré enfriar unos días. Ningún texto debe servirse caliente. La cosa queda en el manuscrito con nota al margen. Ojo con esto. Peligro, minas.

Extraño oficio, éste

Extraño oficio, este de escribir novelas. Trazas una trama minuciosa, determinas situaciones y todo eso. Y luego puedes tardar meses o años en llegar a ese punto. Hace falta paciencia infinita, pues de nada vale apresurarse. Adelantarse al ritmo necesario. Al poco a poco. Así, puedes pasar muchísimo tiempo pensando en una escena que no escribirás todavía. Éste es un trabajo que requiere cierta sangre fría. O mucha. En novela, las prisas matan. Pero al fin, un día más o menos lejano, te toca. Llega el momento de abordar esa escena. Y la escribes al fin. A veces sale como imaginaste. Sí. A veces, no. A veces tú o la novela han cambiado mientras pasaba el tiempo, porque la trama y los personajes no son definitivos hasta que pasan de tu cabeza al papel, e incluso hasta que corriges las pruebas de imprenta y se publica el texto. Cuñas de última hora. Ideas. Retoques. Las situaciones y personajes viven y evolucionan contigo. Pero cuando consigues contar exactamente lo que hace año y medio decidiste que contarías, o lo que resultó de ello, piensas: qué largo camino para llegar a esto. Una felicidad singular, ésa. Es como empezar a navegar, marcar un punto de arribada en la carta, un faro por ejemplo, trazar el rumbo y navegar a ciegas. Al fin, un día, ves la luz de ese faro exactamente donde lo esperabas, a cinco grados por tu amura de babor. Y piensas: no sé si soy buen marino, pero esta vez he sido buen marino.

El hotel, desde la terraza

El edificio del hotel desde la terraza donde Max desayuna. Arriba están su habitación, la del ajedrecista Keller y la de algún otro personaje. Desde arriba, vistas espléndidas sobre la bahía de Nápoles, con Vesubio al fondo.

Sorrento desde la ventana de Max

Éste es el paisaje que en otoño de 1966 ve el protagonista desde la ventana de su habitación del hotel Vittoria, donde se juega el match de ajedrez entre el ruso Sokolov y el chileno Keller.