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Conchita Montenegro cenó en Niza

Una novela también supone pequeñas satisfacciones personales. Guiños particulares del autor. Tengo una deuda pendiente con una actriz española, ya desaparecida, de la que hace mucho tiempo soy devoto: Conchita Montenegro. Brilló con rotunda luz propia en el cine, y en los años 30 hizo películas en Hollywood con Ramón Novarro, Leslie Howard y Robert Montgomery. Fue casi nuestra Greta Garbo. O sin casi. Era guapísima, elegante y tenía todas las virtudes para convertirse en una gran estrella. Pero no quiso. Se casó con un diplomático, renunció al cine y desapareció de la vida pública, aunque antes protagonizó una de mis películas favoritas, Rojo y negro: extraordinaria, moderna, curiosa e inquietante historia sobre el Madrid de la Guerra Civil, rodada en 1942 por el falangista Carlos Arévalo, que fue prohibida al resultar incómoda para el régimen franquista. Como una parte de El tango de la Guardia Vieja transcurre en la Costa Azul en 1937, decidí que era una buena ocasión para hacer un guiño-homenaje a mi querida señora Montenegro. No sé si en esas fechas concretas, otoño de aquel año, ella estaba en Francia; pero nada impide pensar que pudiera encontrarse allí de paso. Nada lo desmiente. Así que, en una cena en una villa de Niza, en casa de la hermana de un conocido financiero —lo llamo Tomás Ferriol, y está inspirado en cierto modo en la figura del banquero Juan March—, incluyo entre algunos de los invitados que conversan, reunidos en un lugar del salón, a una bella actriz española a la que Max, el protagonista, cree identificar como Conchita Montenegro. Sólo aparece en un par de líneas, naturalmente. Ni siquiera la oímos hablar; pero está ahí, y yo lo sé. Me gusta la idea de hacerla revivir de ese modo, respetuosamente, incluyéndola en mi mundo imaginado. Y nadie puede probar que no fuera posible: por un momento, las vidas de Max Costa y de Conchita Montenegro se cruzaron una noche de otoño, en Niza. Y punto. Es lo estupendo de imaginar cosas para escribirlas después, y que luego otros las lean para verlas con tus ojos. Con tu mirada. Nadie puede poner límites a eso.

Un vermut en Montecarlo

Sentado ante un vaso de vermut en la terraza del Café de Paris, de Montecarlo, intento situar la conversación entre Max y los dos agentes italianos. Ya he estado un rato largo en el bar del Hotel de Paris con la misma intención —era y es buen lugar para ponerle delante a mi personaje una botella de Chateau d’Yquem—, pero el sitio no resulta adecuado para una conversación de ese tipo. El bar ofrece poco espacio a la discreción, y el barman o un camarero —he comprobado que en 1937 el barman se llamaba Emilio, pero ignoro si era español o italiano— estarían demasiado cerca. Lugar poco adecuado para confidencias delicadas o peligrosas, por tanto. Así que lo que hará Max es salir del hotel, cruzar la plaza y sentarse en el café, que está enfrente. Como en el momento de la novela, el día es luminoso, y el viento del norte mantiene el mar azul y el cielo despejado de nubes. Sentado junto a mi mesa, bajo una sombrilla de la terraza, bebo vermut y miro. La ventaja habitual de mirar con libros leídos en la cabeza es que éstos te presentan los lugares de forma eficaz para tu propósito. Permiten verlos con ojos diferentes a como los ve el paseante común que no tiene la suerte o la precaución de acudir antes a esa documentación previa. A ese útil contexto. Dicho de otra forma, te permiten ver sólo lo que necesitas ver. En esta ocasión, sobre Montecarlo, me acompañan las lecturas y relecturas de varias novelas policíacas de E. Philips Oppenheim, algunos relatos locales de Blasco Ibáñez, novelas de Somerset Maugham y las Memorias de César González Ruano, entre otras cosas. Gracias a todo eso puedo estar sentado en la terraza  del café de París, olvidarme de dos rusos groseros y ruidosos que vociferan en la mesa de al lado —hablando con Putin por sus teléfonos móviles, supongo, para decirle que acaban de ingresarle otro millón de dólares en su cuenta local—, y concentrarme en mi personaje y sus problemas. Ver, como él ve, la imponente fachada del Casino a la izquierda, el hotel de Paris con la ventana de su habitación enfrente, al otro lado de la plaza, y el hoy desaparecido Sporting Club —de cuyo cercle privé Max lleva una tarjeta en el bolsillo— a la derecha. E imaginar la fila de Rolls, Daimlers y Packards de cromados relucientes estacionados donde ahora veo Audis y Mercedes. Sólo me cuesta situar la elegante joyería del judío Gompers, personaje real, que según la leyenda compraba por la noche a los jugadores las joyas que les había vendido por la mañana, y que tres o cuatro años después sería asesinado con otros  miembros de su familia por los ocupantes nazis. Cruzando lecturas, no consigo establecer con certeza si su tienda estaría a mi derecha, siguiendo la fachada del café en dirección al Metropol —hoy ya no es hotel sino lujoso centro comercial, con una librería estupenda y un buen restaurante japonés—, o enfrente, en el chaflán del hotel (mi impresión, tras encontrar una antigua tarjeta postal de la joyería, es que estaba siguiendo la acera del café de Paris a la derecha, en la esquina. De cualquier modo, se trata de un detalle muy secundario y no merece dedicarle más tiempo; así que lo dejaré impreciso en el texto). Ahora ya no me queda más que imaginar y anotar. Recostarme en la silla y cruzar las piernas como haría Max —procurando él no estropearse la raya del pantalón—, abrir la pitillera, elegir con cuidado un cigarrillo Abdul Pashá, golpear suavemente un extremo en la tapa y llevármelo a la boca mientras escucho, tan preocupado como mi personaje, la insólita propuesta de los dos espías italianos.

El bar del Negresco

Niza. Preparando una escena y un diálogo en el bar del hotel Negresco, con anotaciones que incluyen un croquis del lugar. No siempre es prudente confiarlo todo a la memoria. Llegado el momento de teclear estaré lejos de aquí, y entonces puede ser útil algún detalle que no advertí o habré olvidado (lámparas con apliques de bronce en las paredes forradas de madera, taburetes en barra americana, asientos forrados de terciopelo, balaustrada de madera del piso superior donde hay mesas, tapiz junto a la entrada: El Tiempo encadenado por el Amor). Mis pasos, como los de los personajes, quedan silenciados por las alfombras. Quizá éste sea buen lugar para mencionar algún cóctel (o cocktail, tengo que decidir de qué forma lo escribo, porque estamos en 1937) de moda aquel otoño: Bronx, Riviera, Sherry-flip. Mientras converso con el barman, acodado en la barra, al otro lado de la puerta giratoria y ventanas puedo ver la calle y la Promenade. Imagino allí, estacionado, un potente Packard charolado de rojo con el chófer (el mecánico) apoyado en el capó, aguardando.

Huellas dactilares

Me detengo en otro detalle. Es interminable la cantidad de cosas uno desconoce. Y ésta me urge. Tengo a un personaje en el año 1937 haciendo algo ilegal. Muy ilegal. Pero ignoro si conviene que, al terminar lo que tiene entre manos, pase un pañuelo para borrar sus huellas dactilares. Me pregunto si en esa época ya era usual ser identificado por éstas. Podría resultar una preocupación innecesaria. Anacrónica. Así que de nuevo me toca pedir ayuda. Esta vez recurro a alguien del lado bueno (por llamarlo de algún modo) de la ley. Se trata de un viejísimo amigo: Juan Antonio Calabria, comisario jefe de una brigada provincial de policía judicial. «Tengo un problema —digo—. Huellas dactilares sí, o huellas dactilares no». Averiguo así que la primera identificación por esa clase de pistas se hizo en Argentina nada menos que en 1892 (la huella del pulgar ensangrentado de una tal Francisca Rojas, que mató a sus dos ahijados porque se interponían entre ella y su amante); que en 1911 empezó a funcionar en Madrid un servicio policial de identificación que incluía la dactiloscopia, y que en 1921 la Dirección General de Seguridad creó el gabinete central de identificación. «O sea —me advierte Calabria—, que más le vale a ese personaje tuyo borrar bien las huellas, sin dejar ni una, o te garantizo que va a tener problemas». Así que ahora tengo a mi personaje limpiando huellas como un loco. Paranoico total. Ni a apoyarse en la pared se atreve.

Las palmeras de Matisse

Paseo de los Ingleses. Niza. Las palmeras que pintó Matisse. La foto está tomada en un día lluvioso, como el del otoño de 1937, cuando los dos protagonistas se asoman a esta misma ventana del hotel Negresco. En la novela no hay automóviles y un perro mojado corretea lejos por la playa, bajo la lluvia.

Básicamente…

Básicamente es una historia de amor. Peligrosa y turbia, creo. Un hombre y una mujer se encuentran tres (breves) veces en su vida. Una aventura que empieza en 1928, sigue en 1937 y termina en 1966. O eso creo. Salvo que se me cruce algo que lo complique más. Cosa que, a estas alturas, me parece improbable. Supongo que se sostendrá esa estructura de trama hasta el final. Compleja, porque no es trama lineal. Hay saltos atrás y adelante en la accíón. Eso hace necesaria una carpintería cauta. Unos 250 folios escritos hasta ahora. Buen ritmo. No me quejo.