‘Noir’ que no es ‘noir’. El ‘nonoir’. ¡Diossss, cómo me ponen a mí estos autores que te la meten doblada, sin que enteres, y repiten a los dos años, con una novela aparentemente distinta, para romperte de nuevo la cintura! Afirmé lo mismo, o algo parecido -una empieza a estar mayor-, sobre «El mapa y el territorio», de Houellebecq, y me quedé tan ancha. Escribí algo parecido sobre «Mantenca colorá», de Montero Glez, y me reafirmo en todo ello. Y es que hay tipos que no necesitan ceñirse al género para escribir en negropolicial cien por cien con cama de ala de cuervo.
Y Arturo Pérez-Reverte, en ‘El francotirador paciente’, vuelve a fundir a negro. Nos obliga a salirnos, otra vez, de la dirección obligatoria para rociarnos esta vez con el negrísimo espray de un grafitero y hacer que veamos -o leamos- lo que muy pocos críticos han advertido. Esta última novela suya es un ‘thriller’. De hecho, Arturo Pérez-Reverte es eso básicamente: un autor de ‘thrillers’ que trascienden los propios ‘thrillers’. Un tipo que enmascara sus argumentos poniéndolos boca abajo y sacándolos del género, de cualquier género que se precie. Venía de lo que venía, de ese tango de la guardia vieja que le había quedado redondo. Pero aquí ha salido ese Pérez-Reverte negro negrísimo que, por lo menos a mí, tanto me gusta.
Lo confieso. Soy rebelde porque el mundo me ha hecho así. Y ya desde mi más tiernísima adolescencia -cuando mis dos coletas pelirrojas me hicieron ganarme el apodo de Pippi Calzaslargas- me llevaron a su terreno los autores que nunca sabes realmente lo que son. Y Arturo Pérez-Reverte es uno de ellos. Y conserva una, como un tesoro, un ejemplar de ‘El Víbora’ (aquella fenecida revista comiquera sólo para adultos que costaba 225 pesetas IVA incluido), un ‘Especial Crimen’, fechado en el 86, en el que, entre algunos grandes del cómic patrio como Mediavilla, Martí, Willem, Magnus o Pons, aparecía un tal Pérez como guionista de una historia ilustrada por Antonio Medina cuyo título era ‘Alias ‘Ruinas». Ese Pérez resultó ser Arturo Pérez-Reverte y os puedo asegurar que su historia, que ocupaba 15 páginas de rotundas viñetas, era de lo mejor del número.
Acierta Arturo Pérez-Reverte de pleno otra vez. Y escribiendo sobre el aquí y el ahora, con dos cojones. Entreverando entre sus párrafos ese olor a pólvora que únicamente deja la buena novela actual, original y punzante que, lo que es yo, sólo he visto hacer a tipos como Houellebecq.
Nos pasea Arturo por ciudades repletas de cheques sin fondo y paredes ‘grafiteadas’. Nos pone a perseguir a Sniper, una especie de Banksy mucho más peligroso, y nos hace sentir francotiradores de un francotirador. La novela se lee de un trago, como una de esas cañas frescas que a veces necesitamos para seguir tirando. La vida es la muerte, y el reto, grafitis. Y hay firmas de nuevos artistas ensangrentando las paredes de toda ciudad.
Siempre he pensado, o soñado, o imaginado, lo bien que le quedaría a Arturo Pérez-Reverte ser el padre putativo de una saga del tipo Pepe Carvalho. Sería algo digno de leerse. Pero sé que le sobra con su Alatriste. De hecho, si lo pensamos bien, hasta Alatriste tiene algo de ‘huelebraguetas’ desencantado de los del tipo Chandler. Querámoslo o no, Arturo Pérez-Reverte es nuestro Ellroy, nuestro Indridason, nuestro Bunker, nuestro McBain, nuestro Leonard, aunque sin etiquetas ni ‘Planetas’ amañados porque ya él mismo es su propia constelación. O sea, lo que tiene que ser, por derecho, todo novelista que se precie de serlo.
Y acabo con una pregunta de lo más académica: Estimado señor Blecua, ¿cuándo acabarán metiendo, a cuchillo, el término ‘perezrevertear’ en el diccionario de la RAE? Para mí que ya están tardando.