Neville Magazine. Posted on diciembre 18, 2012 by Nevillescu (por Pablo Batalla Cueto)
La convulsa historia de amor de Max Costa y Mercedes Inzunza dura cuarenta años; sin embargo, unidos, sus tres fugacísimos choques de trenes a lo largo de esos cuatro decenios no sumarían más de un par de semanas. Así son siempre, al menos literariamente hablando, las más hermosas historias de amor: flores de un día, o deslumbrantes cometas que atraviesan el firmamento y refulgen allá arriba apenas unos segundos, antes de que su luz irreal se extinga durante otro par o tres de milenios. Planetas que logran alinearse durante un suspiro cósmico, antes de verse arrastrados en direcciones contrarias por la inercia irresistible de sus propias órbitas. Amaneceres que lo son siendo ya crepúsculos. Respirar, a la vez, la luz y la ceniza.
Historias como la de aquella anciana que seguía durmiéndose cada noche contemplando, melancólica, la fotografía del brigadista checoslovaco que no fue el padre de sus hijos. Rick Blaine e Ilsa Laszlo en París. Francesca Johnson y Robert Kincaid en Madison County. Laura Jesson y Alec Harvey en la estación de Milford. Edenes al alcance de la mano, encerrados tras un muro de realidad, deber y costumbre cuyo cemento quisiera ser embellecido con la mano de pintura de una de esas tristezas elegantes que dan sentido a una vida. Nostalgia de lo que jamás sucedió. «Qué hubiera sido si» o «Qué andarás haciendo ahora», preguntarse para los adentros escrutando un punto indefinido más allá de la ventana, mientras dos o tres churumbeles ruidosos corretean por el salón y, en el sofá, un hombre gordo ve fútbol en la tele o una mujer vulgar cose calceta. El tango de la Guardia Vieja es una de esas historias.
Los escenarios escogidos para acoger las idas y venidas de Max y Mecha contribuyen a que el cañonazo de nostalgia ajena sea dos veces rotundo. Buenos Aires, 1928. Niza, 1937. El mundo en el que Max y Mecha se acometen es un mundo que ya no existe, barrido por el tornado de la segunda guerra mundial. Los propios Max y Mecha han muerto hace ya décadas. Hay un rabioso tempus fugit agazapado en el interior de cada bote salvavidas del transatlántico Cap Polonio, un ubi sunt en cada pitillera de carey, un collige virgo rosas en cada adoquín del Paseo de los Ingleses, un aura aetas en cada ficha del casino de Montecarlo y un paradise lost vibrando en cada nota de cada tango. El decorado es un personaje más en El tango de la Guardia Vieja, tal vez el más importante y con toda seguridad el mejor de todos, por más que los dos principales, fascinantes, complejos, trufados de matices, opongan una competencia feroz.
Hay un tercer escenario: Sorrento, 1966. Allí, las luces de la Europa de Entreguerras ya se han apagado casi por completo y los dos amantes se dan de bruces, sexagenarios ya, por última vez, transcurridos treinta años desde la anterior. El tango de la Guardia Vieja es también una amarga reflexión sobre la vejez y la decadencia humanas.
Aderezando el conjunto, no falta el puñado habitual de filias y fobias perezrevertianas: el ajedrez, el espionaje, el héroe cansado, España como enfermedad incurable («lugar triste, rencoroso y con olor a sacristía, gobernado por estraperlistas y gentuza mediocre, paraíso de la envidia, la barbarie y la vileza»). También hay alguna novedad insólita, como las escenas de sexo no convencional que don Arturo, primerizo en tales zarandajas, solventa con elegancia.
Hasta aquí el apartado de «lo bueno». Lo malo, dar la vuelta a la esquina de la última página, cerrar el libro empapado aún de su magia, levantarse de la cama aquejado de una cierta punzada de orfandad, mirar por la ventana y toparse al otro lado no la cerúlea luminosidad de la bahía de Nápoles, sino una muralla anochecida de horrorosos despropósitos arquitectónicos de quince plantas, cortesía del desarrollismo franquista. Darse cuenta de que la vida es devastadoramente gris fuera del angosto refugio de la buena literatura.
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