Baile de intriga

Crítica de J.M. Pozuelo Yvancos.  Suplemento cultural de ABC. 24-11-12

El tango de la Guardia Vieja contiene el mundo de Arturo Pérez- Reverte y, a la vez, es distinta al resto de sus novelas. Para un escritor con tan dilatada obra y en la cima de su éxito, no tiene sentido repetir lo conocido. Si decide ser artista, y esa decisión parece tenerla tomada Pérez-Reverte desde hace tiempo, es porque cada novela debe abrir una puerta nueva en la casa de su ficción e invitar al lector a recorrer dominios entrevistos antes, ahora ampliados. La distancia y proximidad entre el corsario y la armadora de su último título, El asedio (2010), quedó en ciernes, en un episodio amoroso que aquella trama no podía desarrollar en extenso. Ha venido a desarrollarse ahora con otros rostros y otras biografías. O incluso los movimientos y quiebros con que Max Costa y Mecha Inzunza se estudian mientras bailan un tango, en un cálculo de seducción e interés, recuerdan a los que en El maestro de esgrima (1988) hicieron Jaime Astarloa y Adela de Otero.

Cálculo, movimientos, inteligencia, seducción, reto, poder y sumisión están presentes en El tango de la Guardia Vieja llevados directamente al amor, en una pasión continuada en tres tiempos y escenarios. Primero en 1928, en un transatlántico que viaja rumbo a Buenos Aires y en los tugurios porteños donde nació el tango verdadero del título. Mecha Inzunza y su marido, Armando de Troeye, seducen a Max, o se dejan seducir por él. Nunca en las batallas del amor los campos son únicamente de pluma. También hay interés, secretos escondidos, deseos inconfesables. El segundo escenario, treinta y cinco años después, es un hotel de lujo en Sorrento donde vuelven a coincidir Mecha y Max. El tercero nos retrotrae a Niza en 1937, cuando Max había reencontrado casualmente a Mecha y resucitado la antigua pasión bonaerense.

La de Pérez- Reverte no es una historia amorosa al uso. Para poderla contar con toda su honda significación, ha creado a Max Costa, que nació en los suburbios porteños y cuyo contacto con la alta burguesía es el que puede tener el sirviente, aunque sea en la forma de bailarín mundano en un transatlántico o de botones del Ritz, cuando una clienta le muestra el abismo entre ambos después de haberle seducido y pagado una espléndida propina.

Max sabe que está hecho de esa distancia, pero es muy importante que la novela lo sitúe a los sesenta y cuatro años, edad clave, cuando las frases de una vida han sido ya pronunciadas o no merece la pena improvisarlas. Esta obra recorre, por tanto, la historia de un amor que Max ha hecho imposible porque creía no merecerlo. Lo mejor, por encima de las trepidantes acciones que se desarrollan en una lectura que te atrapa, son los diálogos. Los más emocionantes los mantienen Mecha y Max, casi viejos, cuando miran lo que podrían haber sido y no fueron. En El tango de la Guardia Vieja convergen dos líneas: la edad ya ida y la época, el glamour de los años 20, y luego el de los millonarios que se han exiliado a la Riviera francesa en la guerra; y finalmente, el de los que se hospedan en los años 70 en el Gran Albergo Vittoria de Sorrento. Épocas que Pérez-Reverte ambienta a la perfección.

La música de Pérez-Reverte no es la del intuitivo que improvisa; su inspiración está hecha de trabajo con el estilo. El lector maduro e inteligente sabe que la verdad de lo que se le cuenta y su interés dependen de la precisión y sabiduría de quien lo haga. Sabía Graham Greene y lo saben John Le Carré y Pérez-Reverte que el genio se encuentra en los detalles.

Hay otro elemento que no puede dejar de mencionarse: la trama interior de esa época y edad ya idas se va acomodando como música necesaria para que un trepidante baile de intriga se desarrolle y lleve la novela a una eficaz convergencia de dos robos, el de Niza y el de Sorrento, narrados casi en simultaneidad. Y está luego la mujer, esa Mecha Inzunza, excelente personaje que esconde cuanto muestra, que tiene tantos pliegues como deseos.

Una novela magnífica.


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