La isla de San Giorgio vista desde el interior de la habitación de Max. Ésta pudo perfectamente ser la habitación del hotel veneciano que, cuando el asunto de las joyas robadas, el personaje compartía con la soprano brasileña que se quedó sin ellas: compuesta, expoliada y sin gigoló. Por supuesto, la factura del Danieli la pagaba ella. Solían pagar ellas, en el caso de Max. O casi. El viejo zorro —a estas alturas ha recorrido un largo camino desde el Barracas arrabalero de Buenos Aires— siempre supo desenvolverse bien para esa clase de cosas. Tiene buena planta, simpatía, labia, mundología y otras virtudes más o menos útiles para su oficio que irán apareciendo en la novela. Supongo. En realidad me cae bien. Mucho. He invertido mucho trabajo en procurar que así sea: que me caiga bien. Aunque desde luego —conozco bien al personaje porque, además de crearlo, hace año y medio que convivo con él noche y día— nunca le confiaría ni dinero, ni joyas, ni una mujer que me importase conservar. Incluso la simpatía tiene unos límites.
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