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El guardarropa de Max

Tres momentos indumentarios también para Max. En 1928, cuando sus recursos son pocos, posee ropa buena pero escasa: un sombrero flexible Knapp-Felt muy usado, un traje de tweed con chaleco, una vieja gabardina London-fog, media docena de cuellos almidonados y ropa profesional de etiqueta que todavía debe a su sastre. Nueve años después, las cosas han cambiado. Tiene 200.000 francos en el Barclay’s Bank de Montecarlo, tarjeta para el cercle privé del Casino, vive en el hotel de Paris y se le nota. Su sastre londinense —siete guineas cada traje hecho a medida— es Huntsman & Sons. Lleva en la muñeca un cronómetro Patek Philippe y en el bolsillo un Dunhill de oro y una pitillera de carey, usa camisas y corbatas seven folder hechas a medida en Charvet, se cubre con un sombrero Homburg y calza unos brogue con  doble suela de cuero de Crocket & Jones o unos Scheer comprados en Viena —todo eso, naturalmente, no siempre el lector llegará a saberlo; pero yo sí necesito saberlo mientras lo escribo—. El 1966, en Sorrento, la vida lo habrá vuelto más discreto y práctico: blazer azul marino, pantalones de franela, lino o algodón, polos y jerseys. Y el Omega Semaster Deville en la muñeca.

Esta vez hay que saber de moda

Esta vez hay que saber de moda. Sí. Tanto femenina como masculina. No queda otro remedio. Y mucho, a ser posible. Parte de la novela transcurre entre gente que da importancia a esa clase de cosas. Situar referencias adecuadas es útil por varias razones: da mayor credibilidad al tratamiento de cada época, permite que el lector perciba el aroma de un mundo determinado, apoya visualmente la acción, da pie a que los diálogos se sostengan con detalles y referencias específicas. Anudarse una corbata de un modo u otro, llevar falda por encima o debajo de las rodillas, peinarse con gomina o de forma desordenada, da pie a reflexiones, define a personajes, revela actitudes o las condiciona. Lo sitúa todo en el andamio de la trama de modo más eficaz. Ayuda mucho. Además, los personajes evolucionan con los años, claro. Cambian su forma de vestir, la adaptan a su edad y su tiempo. No siempre necesito mencionar lo que viste o usa tal o cual personaje, la modista o la marca de zapatos o sombrero; pero conviene que lo sepa a la hora de contar. No es lo mismo llevar un bolso, a secas, que un bolso de lona monogram de Louis Vuitton, un Kelly o un Birkin. Unos zapatos con suela de corcho que unos Raymond Massaro del año 57. También el lector informado comprenderá mejor lo que significa: precio, status social, momento. Y el menos informado puede, seguramente, intuirlo con facilidad. Para la protagonista, por ejemplo, planteo tres épocas. En 1928 la hago aparecer primero en el salón de baile del Cap Polonio con un vestido de noche de seda ligera y oscura. Reflejos color violeta. No menciono el modisto, pero sé que seguramente es de Vionnet —me apoyo en fotografías de moda hechas por Steichen y los Seeberger—. La segunda aparición en el trasatlántico es por la mañana, en la cubierta de paseo, vestida con un conjunto de kashá, chaqueta tres cuartos y falda de pliegues, y sombrero cloche de Talbot. Para visualizarla me baso en imágenes contemporáneas de la modelo Lee Miller, un ideal de chica elegante de aquel tiempo. Esa forma de vestir habrá cambiado cuando Max encuentre a Mecha en Niza en 1937: Chanel, Hermès y Schiaparelli ya se habrán impuesto para entonces, aunque en vestidos de noche la protagonista siga fiel a Vionnet. Me parece. Durante un paseo por la playa cerca de Antibes, por ejemplo, ella viste pantalones de pijama holgados azul oscuro, de aire marinero, sandalias y camiseta de rayas. Veintinueve años más tarde, en Sorrento, cuando los dos ya han cumplido sesenta, Mecha llevará el pelo gris muy corto, vestirá sobria, elegantemente desenfadada y discreta: rebecas de punto, faldas amplias, sombreros masculinos de tweed, cinturones anchos de cuero, chaquetas de ante, zapatos bajos Pilgrim o mocasines loafer belgas. Y habrán desplazado en espacio de tocador a su perfume habitual, que durante cierto tiempo fue Arpège, las cremas de belleza Pond’s y Elizabeth Arden.