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«Un hombre es todas las mujeres de su vida»

El Liberal. Santiago del Estero (Argentina). Publicado el 25-11-12

En el tango también las apariencias engañan. Da la impresión de que el hombre somete a la mujer. Pero no. Hay que mirar hondo para percatarse de que es justo lo contrario. Max Costa, el bailarín protagonista de El tango de la Guardia Vieja (Alfaguara), la última novela de Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951), un rufián que seduce en la pista para robar en la alcoba, se siente dominador cuando ciñe el talle de las miles de damas con las que danza. Serán los años, y un bellezón con los ojos de color miel (una de esas mujeres por las que “durante miles de años los hombres habían guerreado, incendiado ciudades y matado por conseguirlas”, piensa Max al conocerla), los que le cambien la perspectiva. Para darse cuenta de algunas cosas importantes tiene que pasar tiempo. Es ley de vida.
Pérez-Reverte lo vio claro en los años 80, en Buenos Aires. Lo cuenta en una suite del Hotel Palace, donde se ha citado con el periodista. Evoca una escena de la que fue testigo en el Hotel Alvear. Los ojos se le encienden al rememorarla. Hasta el punto que uno sospecha que si se acerca y se asoma a ellos verá grabados los dos cuerpos en danzante armonía que le empujaron a escribir. “Un bailarín profesional, guapo y canalla, sacó a bailar una señora madura. Era alta, elegante. Tendría más de cincuenta años pero se notaba que había sido una mujer muy bella y que tenía casta. Él, intuitivo, permitió que ella se luciera. Y todos los hombres del salón que estábamos por allí no podíamos apartar la mirada. Y todas las mujeres envidiándola. Me di cuenta entonces de que era ella la que mandaba. Es que el tango despista. En realidad es la mujer la que teje una telaraña de insinuaciones, de geometrías, de sentimientos”. Ahí se enreda el hombre, irremisiblemente, pensando, ingenuo, que es él el que marca el paso.
Reconoce el autor de la popular saga del capitán Alatriste (Max, en algunos códigos a los que somete su conducta, recuerda al veterano de Flandes, Rocroi y otras cien mil batallas), que en ese instante se le encendió la bombilla con la que empezó a vislumbrar una novela. Aquella estampa, tan insinuante (“el tango es sexo vestidos y en vertical”), tenía hoja. Pero pronto se le fundió. Empezó un borrador y a las cuarenta páginas tuvo que dejarlo. Sentía que le faltaba poso en la mirada para ser capaz de retratar con verdad, por un lado, la compleja historia de amor que sostienen Max y Mecha Inzunza, el buscavidas criado en los arrabales de Buenos Aires, hijo de un inmigrante español marcado por el signo del fracaso, y la elegante dama hija de un rico empresario granadino.
El otro gran reto era, precisamente, adentrarse en la psique de ella. Pérez-Reverte está empeñado en cerrar su ciclo como narrador poniendo el foco sobre el universo femenino: “Un hombre es las mujeres que le han acompañado, que le han mirado… Cuando intentas ordenar tu vida no puedes hacerlo sin tenerlas a ellas muy presentes. Y yo necesito ordenar muchos cajones de mi biografía y sé que las necesito a ellas para conseguirlo. Sin la mujer, con mayúscula, no hay orden posible”. ¿Y eso en qué se traduce? “Pues que al menos tengo que escribir dos o tres nuevas historias en las que la mujer sea la protagonista”. Una manera de devolver todo lo que aprendido de ellas.  Que es mucho: “Una mujer inteligente siempre es muy instructiva para el hombre. Te hace descubrir muchísimas cosas que ignorabas”. Pérez-Reverte ya empezó a esforzarse en perfilar personajes femeninos con sustancia y matices en El maestro de esgrima. Con La reina del sur dio todavía un paso más ambicioso en ese terreno. Y ahora ha echado el resto, con Mecha, crecida entre los algodones del lujo y el desahogo económico, pero que no se conforma con lucir modelos de los diseñadores más selectos (son muchísimos los que se citan, ya que el escritor se ha documentado al extremo sobre moda) en restaurantes y hoteles de postín. Tiene un lado turbio y procaz que es el que le empuja a jugársela con Max.
Todo arranca en un crucero que surca el Atlántico hacia Buenos Aires. Es 1928. Luego vendrán otros dos encuentros, en Niza (1937), y en la Costa Amalfitana (1966). La trama se va armando con las artimañas de Max para limpiar joyeros de ricachonas incautas, la búsqueda de unas cartas de Ciano, el cuñado de Mussolini, custodiadas por un banquero que financió el golpe de Franco (Juan March, aunque no se cite expresamente), en la que concurren la KGB y los servicios secretos italianos… Pero, por primera vez en una novela de Pérez-Reverte, en un plano más relevante que estos entuertos y aventuras, está la relación sentimental que une a los héroes del relato. “Así me lo ha marcado la historia”.
Es amor sin almíbar, pero muy lúcido y de una intensidad capaz de atravesar décadas, guerras, cambios de regímenes políticos y cualquier mutación que tenga lugar sobre la faz del planeta. Un amor en el que el sexo, y eso le otorga más veracidad a la narración revertiana, no se esconde ni con palabras elusivas ni con elipsis. Al contrario: juega un papel crucial, algo que le costó, confiesa el autor, algunos quebraderos de cabeza: “El problema con el sexo en la literatura es que es como las siete y media. Si te pasas, eres vulgar. Si te quedas corto, un mojigato”. Dificultad que añadía a otra quizá mayor: equilibrar las pulsiones instintivas turbias (sobre todo de ella) con la estilizada distinción del contexto y la elegancia innata de los protagonistas. “He tenido que trabajar mucho con la estructura, con los adjetivos, con los adverbios… Yo tengo un público transversal. Igual me lee un chaval que un hombre mayor, que un chino o un francés… Tenía que resultar comprensible para todos pero quedarme yo también satisfecho”.
Pero, decíamos, el amor ocupa el primer plano en El tango de la Guardia Vieja (que, por cierto, es el original, el verdaderamente lascivo y mucho más trepidante, mezcla de bailes de esclavos, milongas, habaneras…). Porque ninguno de los dos olvida nunca al otro. Y porque a pesar de tantos años separados los dos saben que un hombre como él y una mujer como ella rara vez coinciden sobre la tierra (idea que toma Pérez-Reverte de Entre mareas, de Joseph Conrad, y que coloca al comienzo de su novela). Mecha es consciente de que está ante un hombre que se viste por los pies. Y Max busca, incluso cuando ya está a las puertas de la senectud, y los años le han maltratado su porte impecable, sólo una cosa: que esos ojos de miel que le envenenaron en la juventud le sigan mirando con admiración. “Ese es su objetivo principal en la vida”, remacha Pérez-Reverte, que, con sus 60 años (“el domingo cumplo 61”), sabe de lo que habla.

 

«El único héroe novelesco que dará sorpresas en el XXI es la mujer»

Entrevista con Pepa Bueno – Revista Yo Dona (El Mundo) 17/11/2012

No ha bailado un tango en su vida, pero el escritor, que sabe, no obstante, mucho del tema, nos sumerge en su melodía para trazar la historia de su última novela. Una apasionante, apasionada y oscura historia de amor donde la moda es crucial a la hora de definir a los personajes.

El guerrero curtido en mil batallas tiene ya 60 años, ha escrito 28 novelas, sus libros se publican en 42 países, es académico de la Lengua… Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) ha necesitado mucha vida a sus espaldas para atreverse con una novela que es, por encima de todo, una historia de amor. Pero no es un amor cualquiera, es un amor «complejo» entre un guapísimo rufián, Max, y una bellísima y riquísima mujer, Mecha, que se encuentran en tres décadas diferentes del siglo pasado, vertebrado en torno al tango como metáfora de su relación. A hablar de amor y moda -que en ‘El tango de la Guardia Vieja’ (ed Alfaguara) tienen una importancia crucial- me dirijo a su casa, un tanto atemorizada por su conocido carácter explosivo… Nos recibe, al fotógrafo y a mí, un amabilísimo y solícito escritor, de verbo desbordante y enfático, desde luego, pero entregado a la entrevista y a la siempre invasiva sesión de fotos, que hacemos en su biblioteca, un lugar tan excesivo como él en donde atesora más de 30.000 volúmenes, un número sensato para un hombre que se califica a sí mismo como «lector que escribe novelas».

-El libro está trufado de prolijas descripciones de moda.
-Prolijas no, precisas.

-[Empezamos mal, pienso para mis adentros] Prolijas porque hay muchas.
-Son necesarias, y te digo por qué. En este libro, la ropa, los objetos, los lugares, hasta las actitudes, tienen mucho que ver con los personajes, que se interpretan tanto por lo que dicen como por lo que visten, por cómo se comportan… No es lo mismo ir vestida de Poiret que de Vionnet, de Schiaparelli o de Chanel. Y a la fuerza de marcar esas cosas, el lector se va a situar mejor en la escena. No es documentación preciosista.

-¿Y por qué crees que la moda es tan definitoria a la hora de situar a unos personajes del siglo XX?
-Porque en aquel momento lo era. Sobre todo en los años 20 y 30. En esas décadas, una persona entraba o salía de la buena sociedad por cómo se vestía. Eso ahora parece absurdo, porque todo vale, pero entonces el filtro riguroso que eran el aspecto, las maneras, la elegancia, o la falta de ella, te permitía acceder o ser rechazado en determinados medios.

-En el libro se adivina erudición en torno a la historia de la moda.
-Ha sido un trabajo de dos años. Además de los conocimientos personales que cada cual pueda tener de su vida o de su memoria, y aquí hay mucho de la mía, de mi abuela, de mi padre, fotos, historias personales -Max fuma como mi padre, enciende los cigarrillos como él y hace los mismos gestos-, además hay un trabajo de documentación riguroso por periodos.

-La novela se hace muy visual. Ves físicamente a los personajes, es muy cinematográfica.
-Olvídate del cine. No es lo que busco. Ya me lo sé muy bien [y me queda claro que por ahí no va a ir la entrevista]. Esta historia necesita que el lector vea luces, pieles, colores, sensaciones… Además, es una película imposible de hacer por muchísimas razones. Primero, sería carísima, y después, aunque tuviera todo el dinero del mundo para hacerla, ¿quién se comporta ahora así?… ¿Qué actor es capaz de encender un cigarrillo como lo hace Max, de llevar un Vionnet como lo lleva ella, de sentarse o moverse por un salón como lo hace Mecha?… Lo único que lamento de ese mundo que se ha perdido son las maneras. Ahora todo es más grosero. Si tú en estos momentos dices de alguien «es un caballero», «es una señora», la gente piensa que estás de cachondeo. ¿Quién es hoy en día un caballero?… ¿Mario Conde, Brad Pitt?

-En el libro, al final, hay dos fechas: Madrid, enero de 1990; Sorrento, junio de 2012. ¿Qué significan?
-La empecé en los años 90 e hice 40 folios, pero me di cuenta de que no iba a ser una buena novela. Tenía entonces 39 años y pensé: «Me falta algo». No sabía qué, y ahora lo sé. Me faltaba mirada. Me faltaban arrugas, canas, que me dolieran los riñones cuando me levanto por las mañanas… Me faltaba esa sensación que tiene un hombre de 60 años de que el tiempo se va, de que la vida se va desmoronando. En ese sentido, es una novela que se ha escrito en estos 20 años.

-Mientras la leía, pensaba en el vastísimo trabajo de documentación que habrías tenido que hacer. Sobre moda, jazz, ajedrez, tango…
-En estos dos años he aprendido mucho. Claro que de todo esto sabía algo, porque es una osadía para un escritor meterse en jardines que no conoce.

-Así que deduzco que eres un gran bailarín de tangos.
-No, yo bailo fatal, pero me he pegado muchas horas viendo bailar. Mi padre sí que era un bailarín de tangos extraordinario. Y desde luego he ido a los garitos donde se baila, y he hablado con expertos bailarines para intentar comprenderlo, porque no quiero contar el tango, quería comprender lo que era para mis personajes.

-De hecho, la música les marca la vida y el ritmo vital.
-Y no solo eso. Es que el tango es sexo. Es la manera musical, plástica, más evidente de manifestar el sexo entre un hombre y una mujer vestidos. Y eso me ha hecho dedicar muchas horas a pensar sobre el tema, a anotar, a sacar conclusiones y a dar forma a los diálogos de la novela. El tango es un ejercicio sexual apasionante, en vertical y vestidos.

-Leí en tu Twitter esta frase, refiriéndote a la novela: «Y ahora toca hablar de moda». Sin embargo, de lo que verdad se habla es de amor.
-Fíjate que mis novelas, aunque han sido siempre de aventuras, tienen historias de amor, pero nunca habían estado en primer plano. Esta vez, a diferencia de las otras, la aventura, es decir, el ajedrez, el espionaje, el mundo turbulento de esos años, la delincuencia de los bajos fondos, están como telón de fondo de ese amor entre un hombre y una mujer que se encuentran tres veces en su vida.

-Tu protagonista, Mecha, lee en todo momento lo que está de moda en cada una de esas tres décadas en las que se desarrolla la historia. Si viviera ahora, ¿leería ‘Cincuenta sombras de Grey’?
-Quizá sí, por curiosidad, aunque no creo que leyera la trilogía entera. No sé, conozco a mujeres inteligentes que la han leído y les ha gustado.

-[Creo que es el único momento de la entrevista en donde le he visto un tanto dubitativo] ¿Y tú la has leído?
-La hojeé y no me interesó. Esos relatos porno ya se publicaban en las revistas de la Transición, en ‘Lui’ o ‘Playboy’, escritos por hombres. ‘Memorias de una lesbiana’, y era un tipo el que lo escribía. Conocí a alguno que lo hacía para sobrevivir. En fin, si hay mujeres inteligentes a las que les ha gustado, algo tendrá.

-En tu novela también hay sexo, y sexo violento, tríos, voyeurismo…
-Vamos a ver: en mi libro hay sexo. Es una historia de amor entre dos personas adultas, compleja, y tenía que tener sexo, evidentemente, y ese sexo es turbio, porque ella es un personaje sexualmente turbio. Lo que pasa es que había muchas maneras de contarlo, y ese fue uno de los problemas. Cómo hacerlo de una manera que no se contradijese con el tono de elegancia que tiene la novela.

-Son escenas de sexo duro, en cualquier caso.
-Sí, pero el lector ve perfectamente lo que tiene que ver, y no nos demoramos en detalles innecesarios. Paradójicamente, ese sexo turbio es más posible en mujeres que en hombres.

-Pero en tu libro es un varón quien le enseña a ella ese sexo turbio.
-Sí, pero ella lo explica bien: «Él me mostró rincones oscuros que yo tenía». Y eso enlaza también con algo que quizá justifique las razones del éxito de las ‘Sombras de Grey’. Todos tenemos rincones oscuros, pero la educación machista de siglos ha forzado a la mujer a mantenerse alejada de ellos. Eso ha creado una serie de inhibiciones que de vez en cuando, por razones como guerras, revoluciones, enamoramientos, tiempos modernos, caen, y entonces la mujer descubre que ha estado haciendo la panoli durante muchísimo tiempo. Por eso ahora más mujeres están asumiendo con lucidez esos rincones oscuros que antes eran pecado o estaban mal vistos. En cualquier caso, la mujer está cambiando de una manera fascinante: el único héroe novelesco, cinematográfico, que va a dar sorpresas en el XXI, es la mujer.

-¿En qué sentido?
-Llevamos tres mil años de literatura masculina: Aquiles, Héctor, Don Quijote, Sancho Panza… La mujer siempre ha sido comparsa: Andrómaca, Helena de Troya, Penélope, Madame Bovary, la Regenta… Esa mujer está agotada, pero claro, ya hay una nueva que sin dejar de ser Ana Karenina o Bovary es también cazador en territorio enemigo, héroe solitario, guerrero que pelea. Y al mismo tiempo no ha dejado atrás -porque ella va más deprisa que la realidad- el mundo biológico del cual procede, con lo cual tiene una esquizofrenia terrible y fascinante desde el punto de vista narrativo. Está trabajando y tiene un crío en casa, y está en una reunión en la cual se están jugando millones de dólares, pero al mismo tiempo está pendiente del teléfono porque el niño está en cama. Eso, que a un hombre no le pasa, porque consigue separar herméticamente esos dos mundos, es algo que la mujer hará con el tiempo. Y ese personaje, puesto en el siglo XXI, va a ser interesantísimo, y nos va a dar grandes momentos de gloria literaria.

-¿Y cuáles han sido tus referentes femeninos a la hora de plantear el personaje de Mecha?
-Vamos a ver, tengo 60 años, mírame a la cara. ¿Qué quieres que te diga, Madame Bovary? Pues la vida, los libros que he leído, mis 60 años, mi mirada, el mundo en el que he vivido, la gente que he conocido, mi biografía, mis amigos, mis amigas… ¿Qué quieres que te diga uno?

-[Y ahora es cuando me acuerdo de lo que me contaron mis compañeros del periódico sobre un Pérez-Reverte enfadado] En el caso del personaje masculino sí que has dicho claramente que era tu padre [balbuceo un poco].
-Algunas maneras de mi padre. Ven conmigo.

Se levanta y me lleva hasta el fondo de la biblioteca donde me muestra una fotografía enmarcada de la boda de sus padres, ambos guapísimos, elegantísimos. «¿Entiendes ahora cuáles son mis referentes?» Sí, lo entiendo, y compruebo agradecida que no es tan fiero el león como lo pintan, pero no me arriesgo más y decido hacer la última pregunta.

-Dices en la novela que el amor es más inclemente en su devastación en las mujeres que en los hombres.
-Es injusto, pero es así. Son las reglas, porque la sociedad perdona menos a una mujer que no es atractiva que a un hombre. Esa presión sobre la belleza supongo que es una carga muy dura, y para ese tipo de mujeres que han caminado por el mundo como si el mundo hubiera sido hecho para ellas, envejecer debe de ser una prueba muy dura. Hace falta ser muy segura, como mi protagonistas, o muy inteligente o muy afortunada para poder atravesar esa barrera con la dignidad, el aplomo y la serenidad adecuada