Archivo de enero, 2014

Víspera de la batalla

 Joé Belmonte Serrano. Suplemento cultural de La Verdad de Murcia. 21-12-13

Los héroes -dejó   escrito Pérez-Reverte en uno de sus artículos periodísticos -pasan por   nuestro lado sin que reparemos en ellos. Se sientan en la terraza de un bar,   se sujetan a la barra del metro o hacen la cola del paro, como todos.

No son, pues, héroes   clásicos. A la manera de Homero. O Virgilio. Sino héroes que se ocultan del   sol del mediodía. Que trabajan agazapados entre las sombras. Con talento,   desde luego. Con una inteligencia fuera de lo común. Pero que prefieren   mantenerse al margen, seguir siendo, a toda costa, héroes cansados. Sniper,   el protagonista de esta nueva novela de Arturo Pérez-Reverte, es uno de   ellos. Basta con atender a su descripción, a las certeras palabras con las   que se le define: uno de esos tipos que en una revolución miran por el   balcón, salen a la calle, organizan a los vecinos y acaban siendo los jefes.   Luego, sin embargo, en cuanto la revolución triunfa y toma cuerpo,   desaparecen. Sin más.

Sniper sale de su   escondrijo, por fin, bien avanzada la novela. El acierto del autor de estas   páginas es, sin duda, el modo de construir al personaje a partir de cierta   información que «la chica», Alejandra Varela, va obteniendo de cuantos lo han   conocido. Es como ir al encuentro de un sueño insistente y repetido con el   temor de no encontrarte con lo que tanto has deseado. ‘El francotirador   paciente’, vuelve, en cuanto al número de páginas, a ‘El pintor de batallas’,   después de la experiencia de dos novelas ciertamente voluminosas, de muy   largo recorrido, con otra cadencia y un tono diferente, ‘El asedio’, con más   de setecientas páginas, y ‘El tango de la guardia vieja’, con casi   quinientas. Con ‘El pintor de batallas’ existe un mayor lazo de unión que   este simple detalle anecdótico. De nuevo, con temple, con sabiduría y   experiencia, ese deseado equilibrio entre acción y reflexión. A veces, es el   propio lector quien detiene el ritmo para hacer un alto en el camino,   detenerse en una perla en forma de frase -tan breve como profunda y   compleja-, marca de la casa, frecuentes en la mayoría de sus novelas: «Sólo   eres joven en la víspera de la batalla. Luego, ganes o pierdas, has   envejecido». Reverte afina más que nunca. Con un par de pinceladas logra ese   efecto que otros escritores, contemporáneos suyos, no saben plasmar ni en   varias páginas de sus libros. Así describe los efectos de la crisis, cuando   se fija en una tienda de la ciudad «con folletos publicitarios que se   amontonan en el polvo del suelo al otro lado de cierres metálicos». Alejandra   Varela, la encargada de dar con el paradero del grafitero más buscado de   Europa, para hacerle una tentadora oferta y algo más, se inscribe en la línea   de los mejores personajes femeninos creados por Reverte: desde la ya lejana e   inolvidable Julia de ‘La tabla de Flandes’ hasta la Teresa Mendoza de ‘La   reina del sur’, pasando por Adela de Otero (‘El maestro de esgrima’) y   Macarena Bruner (‘La piel del tambor’). Y a su alrededor, secundarios que   cobran enorme fuerza a lo largo del relato, que se hacen un hueco en la   trama, que, en plan unamuniano, demandan de su creador, un espacio vital,   unas líneas para poder expresar sus sentimientos.

Adentrarse en el   mundo del grafiti no era tarea fácil. Y mucho más si ese mundo es analizado   en clave artística y humana. Un mundo, casi de corte militar, hecho también   de códigos, de reglas no escritas. Son como soldados antes de un combate   nocturno. Es la guerrilla del arte. La obra de arte más honrada, porque quien   la hace no la disfruta. Esta afirmación da pie a otro de los elementos más atractivos   de esta novela. Pérez-Reverte no tiene inconveniente alguno -como ya hizo en   ‘El club Dumas’, donde desvela que el éxito o el fracaso de un libro no se   sustenta en la calidad del mismo, sino en una gran mentira: en el capricho de   un influyente y desalmado crítico- en airear, por boca de sus personajes,   que: «La auténtica obra de arte está por encima de las leyes sociales y   morales de su tiempo». De ahí que se llegue a afirmar que «el arte actual es   un fraude gigantesco»» Y que son los medios y los críticos influyentes   los que pueden encumbrar a cualquiera. O destruirlo.

La búsqueda de   Sniper por parte de Alejandra tiene razones de mayor calado. En ello reside,   de algún modo, la esencia y la sorpresa final de esta obra. Reverte, no lo   olvidemos, toma con frecuencia elementos de la novela negra, y sabe manejar   la intriga, en su justa dosis, como pocos. La sensación final no es otra que   la de estar ante una obra bien construida estructuralmente, con un lenguaje   sin alarde alguno, sin preciosismo de ninguna clase, con una deliberada   sencillez que no impide, sin embargo, que su autor nos ofrezca espléndidas   descripciones de rincones de la ciudad de Nápoles, último escenario de la   obra tras su paso por Madrid, Lisboa, Verona y Roma. La sombra del periodista   aparece de vez en cuando, sacude al lector, le pone los pies sobre la tierra.   En definitiva, un producto revertiano un tanto raro, hay que reconocerlo,   nada habitual, al menos en cuanto al tema elegido, pero, al mismo tiempo, un   documento que nada tiene de ajeno a sus anteriores entregas, con su deseo   siempre de sacar a la luz y poner sobre el tapete, sus libros, sus cuadros   favoritos, sus películas predilectas… Y una música muy especial: la del viejo   Chet Baker, con la que pone banda sonora a su obra: «The wonderful girl for   me/ oh, what a fantasy…».

 

Escribir dudas como bombas

Por Juan Cruz. La Nación (Argentina) 27-12-13

Hasta Enric González, excelente periodista que siempre tiene preguntas nuevas, le hizo a Arturo Pérez-Reverte (Jot Down, 1 de junio de 2012) la vieja pregunta: «¿Nunca tienes un aguijón de nostalgia por el periodismo?» El veterano periodista, que jugó un papel fundamental en el reporterismo español, de guerra y de paz, a principios de los años noventa, respondió a su estilo: «Tengo el impulso. Ocurre como cuando has sido torero o cura. Hay oficios que marcan». Fue periodista; jamás dejó de ser novelista, ni antes ni ahora. Y ahora ha escrito una novela en la que en ocasiones deja un lugar para que mire, con la sabiduría de la experiencia propia, un periodista al que él le entrega por entero la lente de la narrativa.Y tanto, y tanto que marcan ciertos oficios: no se van nunca, son como un grafiti indeleble, es como una bomba que cae sobre uno. De hecho, desde que una noche decidió abandonar el periodismo, harto de la burocracia que se mascaba en su lugar de trabajo, Televisión Española, y aún antes de hacerlo, no hay una sola novela de Arturo Pérez-Reverte, y todas son muchas ya y además todas han estado en las listas de más vendidos en España y en el mundo, en la que ese impulso que él dice tener no se cumpla. Pero ahora aquel periodista está en la lejanía del impulso: el pulso es desde hace rato el de un novelista.

Como en El francotirador paciente. En La piel del tambor, por ejemplo, el novelista se adentra, con los materiales de inspección del periodismo, en las capacidades que tiene Internet para complicar los asuntos de la Iglesia; en La Reina del Sur es imprescindible su olfato de ojeador para saber qué pasa en el profundo sur del narcotráfico mexicano; en El pintor de batallas es consustancial el cansancio del narrador tranquilo para interpretar el tono (bellísimo) de esa reflexión melancólica; y en El tango de la Guardia Vieja está Pérez-Reverte buscando en tres o cuatro lugares (La Riviera, el barco, Buenos Aires, Sorrento) el destino del alma ajena en función de los sitios que frecuenta. Un escritor de novelas que jamás abandonó el impulso de periodista. Un periodista que dejó el oficio para ser, enteramente, como ahora, un novelista. En El francotirador paciente está ese narrador que fue periodista en estado puro, simulando el oficio para que el interrogante, el diálogo, tenga ese aire hemingwayano en el que a veces incurre, para ensalzar el género narrativo, el novelista Pérez-Reverte; y no sólo está él (o su trasunto) sino también la pura metáfora del oficio, y por tanto el periodista que fue como resultado de su impulso y de su historia, o de la historia de su impulso. En el lenguaje, en el diálogo, en ese cierto cinismo que tienen (que tenemos) los periodistas por dar acabada una historia para pasar a otra, está también el oficio de escribir en las paredes, que es la esencia del grafitero: su falta de solemnidad absoluta, su disponibilidad para poner bombas allí donde otros ponen tan sólo dudas. El grafitero escribe de noche, mayormente, como solemos hacerlo los periodistas, a la peligrosa hora del cierre. Para escribir un libro así tienes que tener alma de grafitero, o de periodista, y, como Hemingway, tienes que haber tenido el atrevimiento de haber dejado a tiempo el oficio. Así, teniendo todos los puntos de vista, está escrita esta novela, El francotirador paciente.

Yo al menos he leído así el libro, como si Pérez-Reverte usara dos elementos, el grafitero que se esconde, que evade la ley porque su oficio es burlarla, y la mujer (que domina la novela) que lo busca por todas partes para saber dónde está, en qué basa su gloria y cuál es su estado de miseria, qué se aloja en el alma artística que tanto mueve y que tanto conmueve. Qué es, al fin, ese personaje.

Pero no se engañen, esa metáfora es la que extrae este lector, porque la novela no trata exactamente de eso. Es tan suculenta esta escritura veloz, sorprendida de sí misma, está tan impregnada de la vida del grafitero (y de los grafiteros); es tan vívida la calidad nocturna de su pesquisa, tan notable el uso gramatical del verbo de los ilegales que escriben en las paredes, que es obvio que para llegar a estas conclusiones narrativas que vierte en El francotirador paciente, el propio Pérez-Reverte ha tenido que hacer periodismo, envolverse en ese mundo hasta mancharse, por decirlo con las palabras del viejo poeta Gabriel Celaya. Pérez-Reverte ha escrito un thriller cuya sustancia va por ahí, por la búsqueda de un personaje (el francotirador que dibuja su disgusto ante la sociedad en las paredes de las ciudades) al que algunos acusan de haber causado muertes en el ejercicio de su oficio clandestino; la mujer que lo persigue ha recibido un encargo editorial que quiere convertir a ese fugado que sigue escribiendo en las paredes un contrato para que sea más que Picasso. En medio se suceden historias paralelas que le dan a la narrativa el sustento propio de las novelas de suspense; como hizo en El tango de la Guardia Vieja, el novelista que es usa al periodista que fue para utilizar la información como manera de retener al lector hasta hacerlo caer en la cuenta de que está ante un thriller.

Las frases cortas son suyas, los eslóganes que suelta el francotirador son suyos, los diálogos o las peleas son sus dibujos; pero él mismo ya se ha situado al margen de la historia para contarla mejor. No lo voy a contar, pero ese distanciamiento está en la raíz misma del resultado final de la pesquisa que acomete Lex, la mujer que busca al francotirador grafitero para hacerlo grande. La paradoja que encierra ese final es, quizá, lo que la faltaba a la historia para que fuera un juicio metafórico del periodismo del que viene Pérez-Reverte. No sé cuántos dirán que esta novela es un homenaje al periodismo, pero yo me atrevo, porque sólo uno que fue buen periodista hubiera dibujado así la vida entera bajo la luz de la oscuridad, aquella luz que, por otra parte, perseguía Lewis Carroll cuando estaban apagadas las velas del día. Escribir en la calle, dice el grafitero, es «escribir dudas como bombas». Aquí están, explotan, abren nuevas dudas, es una pared infinita en la que Pérez-Reverte ha escrito un manifiesto narrativo..