Un problema de estructura. O uno entre muchos. La acción de la novela no es lineal, sino que intercala situaciones de tres épocas diferentes: 1928, 1937 y 1966. Eso obliga a pasar continuamente de unas situaciones a otras, pues además algunas están relacionadas entre sí de modo directo. Pero esas transiciones son peligrosas, pues podrían desconcertar al lector, despistarlo en ciertos pasajes, confundirlo entre un momento y otro de la narración. Te arriesgas a que por unos instantes, hasta que vuelva a situarse en lo que lee, se interrumpa la naturalidad lectora y se altere esa delicada suspensión de incredulidad que todo autor debe buscar en el lector para que lo que le cuentas funcione y sea —parezca, al menos— creíble. Al principio intentaste que cada momento tuviese un capítulo distinto, para evitar problemas; pero no te encontrabas a gusto con esa fórmula. Salían capítulos demasiado cortos, de cinco o seis folios. O menos. Y tú escribes capítulos de unos 25 a 35 folios (excepto en las novelas históricas de Alatriste, que suelen ser de 15 folios). Así que al final decidiste incorporar esas escenas y las transiciones en el marco general de cada capítulo, separadas unas de otras por los habituales espacios en blanco. Para suavizar el paso de un momento a otro, de 1966 a 1928, por ejemplo, y regresar luego a 1966 o a 1937, te ves obligado a cuidar mucho las primeras líneas de cada bloque de texto. Como si fueran campos de minas. No puedes decir “Ahora estamos en tal fecha, ahora en aquélla”. Ni usar siempre los mismos mecanismos. Ni darle con el codo cada vez al lector, pues acabará siendo consciente de lo que pretendes. Así que eso exige un trabajo minucioso. Entre otras cosas, ir sembrando pequeños detalles apenas visibles, que hagan que sea el lector quien sitúe temporalmente cada escena, bajo su propia responsabilidad. Como si tú no tuvieras nada que ver. Esos toques son de muchas clases. Un buen truco, o útil al menos —en literatura, todo truco que funciona es bueno, y muchos se aprenden en los autores clásicos— es la mención ligera, al paso, nunca sistemática, excesiva ni demasiado explícita, de objetos, músicas, paisajes o situaciones características de cada época. Si alguien fuma un cigarrillo sacado de una pitillera en vez de abrir un paquete de tabaco, suena de fondo un twist, un diario titula con los guardias rojos de Mao o los astronautas del Gemini XI, pasa un Fiat 850 o un Hispano Suiza, ella se pone un sombrero cloche, alguien saca el reloj del bolsillo de un chaleco o en el restaurante está cenando una actriz de Cinecittá, incluso si alguien dice cinematógrafo en lugar de cine, combinado en vez de cóctel, o el interior de un coche huele a cuero en vez de a plástico, el efecto puede conseguirse con cierta eficacia sin que sea preciso dar más explicaciones. Una de las cosas que aprendiste escribiendo y publicando novelas es lo peligroso que resulta un lector al que se le interrumpe cuando está leyendo a gusto, sumido en la historia que le cuentas, y tu torpeza narrativa, tu incompetencia técnica, le obliga a pensar demasiado sobre la manera en que la historia está dispuesta. Si lo enfrías cuando está caliente. Si permites que se asome al artificio.
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