Pequeños lujos de autor

Lento recorrido por los aledaños de la estación de ferrocarril de Barracas. B. Aires. Buscando lugar para instalar mi imaginario almacén de tangos La Ferroviaria. Quiero evitar la Boca y los lugares machacados por el turismo tanguero actual. Necesito un lugar que hace ochenta y cinco años fuese oscuro, con un farol en la esquina de la calle. Raíles de tren oxidados, tapias de chapa ondulada sobre las que asoman madreselvas.  Lo encuentro al fin, en buen sitio. Permite rememorar de un vistazo, todavía hoy, la infancia de Max, el protagonista, el barrio y la vecina calle Vieytes y el Riachuelo próximo. Imagino el croar de ranas en la noche, aunque ahora es de día. Para celebrarlo, me voy a comer a El Puentecito, que ya existía entonces. Apenas ha cambiado. Carne, vino mendocino. Aroma del Buenos Aires que intento resucitar en mi imaginación y en la novela. Decido meter también esta vieja casa de comidas en la novela. Un guiño, dos líneas.  Más que para los lectores, para mí mismo. Pequeños lujos de autor.


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