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Un vermut en Montecarlo

Sentado ante un vaso de vermut en la terraza del Café de Paris, de Montecarlo, intento situar la conversación entre Max y los dos agentes italianos. Ya he estado un rato largo en el bar del Hotel de Paris con la misma intención —era y es buen lugar para ponerle delante a mi personaje una botella de Chateau d’Yquem—, pero el sitio no resulta adecuado para una conversación de ese tipo. El bar ofrece poco espacio a la discreción, y el barman o un camarero —he comprobado que en 1937 el barman se llamaba Emilio, pero ignoro si era español o italiano— estarían demasiado cerca. Lugar poco adecuado para confidencias delicadas o peligrosas, por tanto. Así que lo que hará Max es salir del hotel, cruzar la plaza y sentarse en el café, que está enfrente. Como en el momento de la novela, el día es luminoso, y el viento del norte mantiene el mar azul y el cielo despejado de nubes. Sentado junto a mi mesa, bajo una sombrilla de la terraza, bebo vermut y miro. La ventaja habitual de mirar con libros leídos en la cabeza es que éstos te presentan los lugares de forma eficaz para tu propósito. Permiten verlos con ojos diferentes a como los ve el paseante común que no tiene la suerte o la precaución de acudir antes a esa documentación previa. A ese útil contexto. Dicho de otra forma, te permiten ver sólo lo que necesitas ver. En esta ocasión, sobre Montecarlo, me acompañan las lecturas y relecturas de varias novelas policíacas de E. Philips Oppenheim, algunos relatos locales de Blasco Ibáñez, novelas de Somerset Maugham y las Memorias de César González Ruano, entre otras cosas. Gracias a todo eso puedo estar sentado en la terraza  del café de París, olvidarme de dos rusos groseros y ruidosos que vociferan en la mesa de al lado —hablando con Putin por sus teléfonos móviles, supongo, para decirle que acaban de ingresarle otro millón de dólares en su cuenta local—, y concentrarme en mi personaje y sus problemas. Ver, como él ve, la imponente fachada del Casino a la izquierda, el hotel de Paris con la ventana de su habitación enfrente, al otro lado de la plaza, y el hoy desaparecido Sporting Club —de cuyo cercle privé Max lleva una tarjeta en el bolsillo— a la derecha. E imaginar la fila de Rolls, Daimlers y Packards de cromados relucientes estacionados donde ahora veo Audis y Mercedes. Sólo me cuesta situar la elegante joyería del judío Gompers, personaje real, que según la leyenda compraba por la noche a los jugadores las joyas que les había vendido por la mañana, y que tres o cuatro años después sería asesinado con otros  miembros de su familia por los ocupantes nazis. Cruzando lecturas, no consigo establecer con certeza si su tienda estaría a mi derecha, siguiendo la fachada del café en dirección al Metropol —hoy ya no es hotel sino lujoso centro comercial, con una librería estupenda y un buen restaurante japonés—, o enfrente, en el chaflán del hotel (mi impresión, tras encontrar una antigua tarjeta postal de la joyería, es que estaba siguiendo la acera del café de Paris a la derecha, en la esquina. De cualquier modo, se trata de un detalle muy secundario y no merece dedicarle más tiempo; así que lo dejaré impreciso en el texto). Ahora ya no me queda más que imaginar y anotar. Recostarme en la silla y cruzar las piernas como haría Max —procurando él no estropearse la raya del pantalón—, abrir la pitillera, elegir con cuidado un cigarrillo Abdul Pashá, golpear suavemente un extremo en la tapa y llevármelo a la boca mientras escucho, tan preocupado como mi personaje, la insólita propuesta de los dos espías italianos.