Necesidad de una escena en la piazzetta de Capri en 1966. Dos personajes dialogan. Sobre sus cosas. No me hace falta una descripción minuciosa, pues el lugar es sólo telón de fondo para la conversación. Pero mi memoria no basta. Hace tres años que no visito esa isla. La última vez me quedé abajo, comiendo en un restaurante de la playita junto al puerto, pues me daba pereza subir hasta el pueblo. Tampoco es cosa de viajar a propósito, ahora. Sólo es una escena, que además tenía previsto situar en un restaurante de Nápoles llamado La Bersagliera. Pero ese restaurante ha cambiado de dueño. Ya no me gusta como antes. Así que traslado la escena a Capri, que además queda más cerca de Sorrento. Combino mi recuerdo de la piazzetta con imágenes actuales que busco en Internet —hay un par de videos turísticos utilísimos—, y hago una localización aérea del sitio con Google Earth. Con eso y un plano actual me las arreglo bien, preparo la situación y escribo primero el diálogo casi a modo teatral —suelo hacerlo así cuando se trata de diálogos complicados con información prolija o asuntos complejos que deben quedar bien troceados y claros—. Después escribo a modo de insertos las reacciones de los personajes mientras dialogan. Al fin lo aliño todo con breves descripciones sobre el lugar, procurando que esos apuntes no sean gratuitos ni turísticos, sino siempre ligados a la acción o resultado de ella. Las correcciones posteriores fundirán esos tres niveles de trabajo, dándoles unidad y apariencia de que todo se escribió de corrido. Así es como debe verlo el lector. Sólo queda el problema de afinar detalles, pues la conversación de mi novela transcurre en 1966. Toques de época. Busco sin mucho éxito —la Historia de San Michele de Axel Munthe es muy anterior y no me sirve— hasta dar con menciones sueltas de Curzio Malaparte, que anoto. También encuentro algo en una vieja Guide Bleu, y sobre todo una breve descripción casi contemporánea en uno de los cuentos de Somerset Maugham contenidos en sus obras completas. Suficiente, creo. Cierro la escena con el descenso hasta el puerto en funicular y un último diálogo en la Marina, junto a las barcas de pescadores varadas o fondeadas en la playa, mientras el sol se oculta y anochece despacio. Ella tiene frío y Max, al advertirlo, le coloca sobre los hombros su chaqueta. Sonrío pensando en el gesto. Los trucos del viejo truhán.
Es bueno acudir de vez en cuando a los maestros en busca de consejo. Lo hago con frecuencia, sobre todo cuando tengo problemas. “Maestro —digo respetuoso—, cómo resolverías tú esto, o aquello? ¿Alguna vez te pasó tal o cual?”. Los maestros son generosos y siempre están a tu disposición. Los míos, por lo menos. Llevo eligiéndolos con cuidado y frecuentando su compañía toda mi vida. Por eso los tengo siempre cerca, a mano, y acudo a consultarlos sin complejos. Con rigurosa humildad profesional. Ese detalle es crucial. Por muy arrogante que cualquier individuo pueda ser en el resto de su vida, cuando está trabajando, como novelista o como lo que sea, debe ser humilde como un fraile franciscano tímido. Es la regla. No hay oficio donde no se aprendan cosas hasta el momento mismo de la jubilación. Al fin y al cabo, ellos (mientras escribo esto veo cerca los lomos familiares de Conrad, Dostoievsy, Cervantes, Montaigne, Stendhal, Balzac, Dickens, Homero, Virgilio, Galdós, Chateaubriand, Quevedo, Gracián y algunos otros) son maestros y lo seguirán siendo cuando el mundo te haya olvidado. Mientras, tú sólo eres un tipo que intenta contar historias de manera eficaz. Y que la gente las lea. Por eso ayer, en busca de consejo, de orientación sobre ciertos aspectos de un personaje, subrayé algunos fragmentos de Stendhal en su “Viaje a Italia”. No irán directamente a la novela, pero sí formarán parte, quizás, del entramado que la sostiene por debajo. Son como vitaminas oportunas. Tazas de café sólo y sin azúcar que estimulan el trabajo propio: “Al cabo de un rato, la sonrisa falsa de una mujer en una fiesta se vuelve mueca”… “Cuando languidece su conversación, no es por aburrimiento, sino por prudencia”… “En él, las pasiones no intentaban disfrazarse de elegancia”… Apunto y le doy vueltas. Ojalá fuera yo siempre capaz de expresar las cosas de ese modo. De mirar así. Todo ayuda, en este oficio. Así que gracias por los consejos, don Enrique. Don Arrigo Beyle, milanés. Maestro.
Todo empieza ahí, entre Lisboa y Buenos Aires. Una apuesta entre dos músicos amigos, un viaje. Tango contra bolero, Maurice Ravel contra Armando de Troeye. Cada cual se compromete a componer uno. El premio para el ganador es una cena en Lhardy. Una esposa (la de Troeye) y un bailarín profesional de tangos son los puntos de partida, a bordo. El primero de los tres encuentros: Música, espionaje, ajedrez. Necesitaba un escenario adecuado. Un transatlántico del año 28. Solvente. Moverme por él como por mi casa. En Paris veo a Michele Polak, vieja amiga, librera anticuaria de viajes y marina (su ayuda fue decisiva para Cabo Trafalgar). Ella me proporciona un libro fundamental, hermoso y muy raro: Arts décoratifs a bord des paquebots français. Una joya. Lo tiene todo: planos, fotografías, cubiertas, pasajeros, ocio, etc. Con él puedo mover a mis personajes (moverme yo mismo) con soltura. También veo varias películas en blanco y negro de la época, relacionadas con transatlánticos de lujo. Lo completo entre otras cosas con tres títulos más, también grandes libros ilustrados. Liners es uno de ellos. Otro: Transatlantici, l’etá d’oro. Y como gracias a unas páginas de Blanco y Negro del año 1928 compruebo que el Cap Polonio hacía la ruta de Buenos Aires, elijo ese barco. Era alemán, así que me hago con German Ocean Liners of the 20th Century. Lo trufo todo de pegatinas de colores y lleno un cuaderno de notas. Entonces me pongo a escribir.
Pilas de libros, cuadernos, folletos, notas. Para la parte argentina de la novela. Desde “El almacén” de Olivari a la historia del tango, el diccionario lunfardo de José Gobello, las seis películas de Gardel o un deuvedé de Juan Carlos Copes bailando tango y milonga con su hija. Borges, aquí, sólo una nota a pie de página. Hay que leerlo todo, incluso para teclear un cuarto de folio. Patear el mapa del presente con la información del pasado. Sólo de esa forma colonizas el presente o lo real con tu imaginación y tu memoria. Pueblas el paisaje con tu mundo propio. Es un milagro asombroso que todavía hoy me sorprende. Te sitúas ante un escenario para la novela, y las viejas fotos, las lecturas, permiten borrar todo aquello que es superfluo para tu trabajo o no necesitas. Como si no estuviera ahí. Entonces, al fin, logras el milagro de ver sólo lo que necesitas ver.