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La melodía que no pudo ser

Nunca, hasta el final, sabes dónde puedes meter la pata. Ni siquiera después del final estarás seguro. Y si te equivocas, ten la certeza, aunque sólo cuentes con tres o cuatro lectores, de que uno de ellos sabrá del asunto mucho más que tú. Lo suficiente para poner el dedo en la llaga y señalar implacable el resbalón. El patinazo. La lección la aprendiste en tu primera novela: cuando mencionaste los eucaliptos en una escena de El húsar, al describir brevemente el paisaje de Aranjuez; y una vez publicado el libro recibiste carta de un lector, informándote de que la escena transcurría en 1808 y los eucaliptos no llegaron a España de Australia y Tasmania hasta 1865. La experiencia hace que esas cosas procures ahora amarrarlas todo lo posible, aunque siempre puede deslizarse algo por una grieta, sumándose errores y descuidos. Golpes de mala suerte. Esta vez, al menos, uno de ellos se ha evitado in extremis. Voy por la última corrección —que siempre es la penúltima— cuando un muy querido amigo, que está leyendo el manuscrito, me da un toque de alerta. Ese amigo —profesor de literatura, motero contumaz, deliciosa pinta de rockero a ratos, persona formidable— lo sabe todo de música del siglo XX, y un poco más. “En 1966 —me advierte— todavía no había sido compuesta Europa, de Santana. Así que es imposible que una orquesta la estuviera tocando en la terraza de un hotel de Sorrento”. No puedes menos que darle la razón, maldiciéndote por tu torpeza. Y lo más fastidioso, compruebas al releer ese párrafo, es que era evidente. Cuando pasas revista a las causas del error, compruebas que si hubieras prestado más atención habrías caído tú mismo en la cuenta. Simplemente mezclaste en la primera escritura dos recuerdos diferentes de juventud, atribuyéndole a uno la música del otro; a partir de ahí lo diste todo por bueno, dejaste de pensar en ello, y el anacronismo sobrevivió a tus sucesivas correcciones del texto. Monumental despiste, en cualquier caso. Y una lástima, porque esa melodía, Europa, es bellísima, y en tu cabeza la asociabas muy directamente con la situación que quisiste describir. No sólo ayudaba a crear ambiente, sino que en su tono melancólico, hasta en el título,  había conexiones específicas, directas, con lo que pretendes contar. Pero no se puede ganar siempre, concluyes. Adiós a Santana por esta vez. Así que, agradeciéndole a tu amigo que te haya ahorrado pisar esa mina —«Te debo una cerveza, compadre»— le preguntas qué música instrumental podría estar sonando en ese momento en un baile público de terraza bajo farolillos, al atardecer, finales de verano,  mientras los mayores conversan sentados a una mesa y las parejas jóvenes bailan con el fondo de la bahía de Nápoles. “Mete Crying in the chapel —aconseja tu amigo— y no te compliques la vida”.

El bar Fauno

Varias situaciones de El tango de la Guardia Vieja transcurren en Sorrento. Es decisiva una de las primeras, cuando Max vigila de lejos, desde la mesa de un bar, a la mujer a la que cree haber reconocido por la calle, treinta años después de su último encuentro en Niza. El bar Fauno y su terraza parecen adecuados para situar la escena; así que procuro sentarme exactamente a la mesa que habría ocupado Max y mirar desde allí la terraza, la plaza Tasso y la entrada cercana del hotel. Ensordece el ruido de automóviles y motos, que en la imaginación sustituyo por Fiats sesentones, Vespas y Lambrettas. En la habitación del Vittoria, para ambientarme el día, acabo de ver los deuvedés de Il Sorpasso y Sapore di mare, así que me siento en buena forma. La imaginación funciona bien engrasada, sin mucho esfuerzo. Encargo a un camarero un Cinzano rojo con aceitunas —imagino uno de aquellos antiguos ceniceros metálicos triangulares sobre la mesa— y luego pido que me combinen un Negroni, para ambientarme. Es lo que habría bebido el personaje. Ya sólo faltaría escuchar como música de fondo Una rotonda sul mare, por ejemplo. O algo más agitado: un twist de Rita Pavone. La sensación es muy agradable, como siempre que localizo exteriores y sale bien la cosa. O parece que sale. Puede funcionar, me digo. Pero mientras tomo notas, surge el problema. La duda frecuente y maldita. El Fauno, ¿estaba ya abierto en 1966? ¿Se llamaba así, o de otra manera? ¿Tenía la misma terraza que ahora? Proceloso misterio. Los dos camareros con los que converso me dicen que el bar lleva abierto mucho tiempo, desde los años setenta por lo menos, pero no conocen la fecha exacta de apertura. Y el encargado, que sabe, dicen, no está. En cualquier caso decido correr el riesgo, pues la localización de la terraza es perfecta. Ya tendré ocasión, más adelante, de confirmar fechas. Y así es. Semanas después, trasteando en Internet, consigo establecer el asunto. En 1966, el Fauno ya estaba abierto y se llamaba de ese modo. Consigo también fotografías de entonces en blanco y negro. La terraza era más pequeña que la actual, con menos gente sentada afuera; pero ese detalle no altera mucho las cosas. O no las altera nada. Así que, decidido. Aquella mañana de septiembre u octubre de 1966, Max Costa estuvo sentado en la terraza del bar Fauno. Sin advertir el lío en que se estaba metiendo.

Un restaurante en la playa

Uno de los lugares que Max frecuenta en Sorrento, en 1966, es la trattoria Stefano: el pequeño restaurante de su amigo Lambertucci, donde cada tarde éste juega al ajedrez con su antiguo oficial durante la guerra, el capitano Tedesco. Decidí situar ese restaurante imaginario en la Marina Grande, junto a la playa; aproximadamente donde se encuentra la trattoria Emilia, o junto a ella. Novelas aparte, este lugar siempre tuvo para mí un encanto particular. Pocos metros más allá está la casa que Vittorio de Sica (interpretando de manera extraordinaria al inolvidable maresciallo de carabineros Antonio Carotenuto), alquilaba a la voluptuosa pescadera donna Sofía (Sophía Loren) en la película “Pane, amore e…”.

Un diálogo en Capri

Necesidad de una escena en la piazzetta de Capri en 1966. Dos personajes dialogan. Sobre sus cosas. No me hace falta una descripción minuciosa, pues el lugar es sólo telón de fondo para la conversación. Pero mi memoria no basta. Hace tres años que no visito esa isla. La última vez me quedé abajo, comiendo en un restaurante de la playita junto al puerto, pues me daba pereza subir hasta el pueblo. Tampoco es cosa de viajar a propósito, ahora. Sólo es una escena, que además tenía previsto situar en un restaurante de Nápoles llamado La Bersagliera. Pero ese restaurante ha cambiado de dueño. Ya no me gusta como antes. Así que traslado la escena a Capri, que además queda más cerca de Sorrento. Combino mi recuerdo de la piazzetta con imágenes actuales que busco en Internet —hay un par de videos turísticos utilísimos—, y hago una localización aérea del sitio con Google Earth. Con eso y un plano actual me las arreglo bien, preparo la situación y escribo primero el diálogo casi a modo teatral —suelo hacerlo así cuando se trata de diálogos complicados con información prolija o asuntos complejos que deben quedar bien troceados y claros—. Después escribo a modo de insertos las reacciones de los personajes mientras dialogan. Al fin lo aliño todo con breves descripciones sobre el lugar, procurando que esos apuntes no sean gratuitos ni turísticos, sino siempre ligados a la acción o resultado de ella. Las correcciones posteriores fundirán esos tres niveles de trabajo, dándoles unidad y apariencia de que todo se escribió de corrido. Así es como debe verlo el lector. Sólo queda el problema de afinar detalles, pues la conversación de mi novela transcurre en 1966. Toques de época. Busco sin mucho éxito —la Historia de San Michele de Axel Munthe es muy anterior y no me sirve— hasta dar con menciones sueltas de Curzio Malaparte, que anoto. También encuentro algo en una vieja Guide Bleu, y sobre todo una breve descripción casi contemporánea en uno de los cuentos de Somerset Maugham contenidos en sus obras completas. Suficiente, creo. Cierro la escena con el descenso hasta el puerto en funicular y un último diálogo en la Marina, junto a las barcas de pescadores varadas o fondeadas en la playa, mientras el sol se oculta y anochece despacio. Ella tiene frío y Max, al advertirlo, le coloca sobre los hombros su chaqueta. Sonrío pensando en el gesto. Los trucos del viejo truhán.

El hotel, desde la terraza

El edificio del hotel desde la terraza donde Max desayuna. Arriba están su habitación, la del ajedrecista Keller y la de algún otro personaje. Desde arriba, vistas espléndidas sobre la bahía de Nápoles, con Vesubio al fondo.

Sorrento desde la ventana de Max

Éste es el paisaje que en otoño de 1966 ve el protagonista desde la ventana de su habitación del hotel Vittoria, donde se juega el match de ajedrez entre el ruso Sokolov y el chileno Keller.

En busca de un ruso

Sorrento, 1966. El protagonista no ha tenido mucha suerte en los últimos tiempos. Pero el azar le permite jugarle otra mano al Destino. Ajedrez. Espías. Historias del pasado que vuelven y desafían al viejo truhán. Para ajedrez, necesito modelo de ruso. Jugador. Época soviética. Pensaba en él flaco y huesudo, con nariz rapaz. Pero se me cruzan otras imágenes. Creo que me apoyaré físicamente en el gran maestro ruso Shirov, al que conocí en el Magistral de León. Me cayó bien. Mucho. Un oso grande, rubio, de aspecto bonachón. Pelo cortado a cepillo como un erizo, ojos tiernos y líquidos. Casi apenados. Mejor ése, me parece. Sí.

Básicamente…

Básicamente es una historia de amor. Peligrosa y turbia, creo. Un hombre y una mujer se encuentran tres (breves) veces en su vida. Una aventura que empieza en 1928, sigue en 1937 y termina en 1966. O eso creo. Salvo que se me cruce algo que lo complique más. Cosa que, a estas alturas, me parece improbable. Supongo que se sostendrá esa estructura de trama hasta el final. Compleja, porque no es trama lineal. Hay saltos atrás y adelante en la accíón. Eso hace necesaria una carpintería cauta. Unos 250 folios escritos hasta ahora. Buen ritmo. No me quejo.