Archivo de agosto, 2012

Un vermut en Montecarlo

Sentado ante un vaso de vermut en la terraza del Café de Paris, de Montecarlo, intento situar la conversación entre Max y los dos agentes italianos. Ya he estado un rato largo en el bar del Hotel de Paris con la misma intención —era y es buen lugar para ponerle delante a mi personaje una botella de Chateau d’Yquem—, pero el sitio no resulta adecuado para una conversación de ese tipo. El bar ofrece poco espacio a la discreción, y el barman o un camarero —he comprobado que en 1937 el barman se llamaba Emilio, pero ignoro si era español o italiano— estarían demasiado cerca. Lugar poco adecuado para confidencias delicadas o peligrosas, por tanto. Así que lo que hará Max es salir del hotel, cruzar la plaza y sentarse en el café, que está enfrente. Como en el momento de la novela, el día es luminoso, y el viento del norte mantiene el mar azul y el cielo despejado de nubes. Sentado junto a mi mesa, bajo una sombrilla de la terraza, bebo vermut y miro. La ventaja habitual de mirar con libros leídos en la cabeza es que éstos te presentan los lugares de forma eficaz para tu propósito. Permiten verlos con ojos diferentes a como los ve el paseante común que no tiene la suerte o la precaución de acudir antes a esa documentación previa. A ese útil contexto. Dicho de otra forma, te permiten ver sólo lo que necesitas ver. En esta ocasión, sobre Montecarlo, me acompañan las lecturas y relecturas de varias novelas policíacas de E. Philips Oppenheim, algunos relatos locales de Blasco Ibáñez, novelas de Somerset Maugham y las Memorias de César González Ruano, entre otras cosas. Gracias a todo eso puedo estar sentado en la terraza  del café de París, olvidarme de dos rusos groseros y ruidosos que vociferan en la mesa de al lado —hablando con Putin por sus teléfonos móviles, supongo, para decirle que acaban de ingresarle otro millón de dólares en su cuenta local—, y concentrarme en mi personaje y sus problemas. Ver, como él ve, la imponente fachada del Casino a la izquierda, el hotel de Paris con la ventana de su habitación enfrente, al otro lado de la plaza, y el hoy desaparecido Sporting Club —de cuyo cercle privé Max lleva una tarjeta en el bolsillo— a la derecha. E imaginar la fila de Rolls, Daimlers y Packards de cromados relucientes estacionados donde ahora veo Audis y Mercedes. Sólo me cuesta situar la elegante joyería del judío Gompers, personaje real, que según la leyenda compraba por la noche a los jugadores las joyas que les había vendido por la mañana, y que tres o cuatro años después sería asesinado con otros  miembros de su familia por los ocupantes nazis. Cruzando lecturas, no consigo establecer con certeza si su tienda estaría a mi derecha, siguiendo la fachada del café en dirección al Metropol —hoy ya no es hotel sino lujoso centro comercial, con una librería estupenda y un buen restaurante japonés—, o enfrente, en el chaflán del hotel (mi impresión, tras encontrar una antigua tarjeta postal de la joyería, es que estaba siguiendo la acera del café de Paris a la derecha, en la esquina. De cualquier modo, se trata de un detalle muy secundario y no merece dedicarle más tiempo; así que lo dejaré impreciso en el texto). Ahora ya no me queda más que imaginar y anotar. Recostarme en la silla y cruzar las piernas como haría Max —procurando él no estropearse la raya del pantalón—, abrir la pitillera, elegir con cuidado un cigarrillo Abdul Pashá, golpear suavemente un extremo en la tapa y llevármelo a la boca mientras escucho, tan preocupado como mi personaje, la insólita propuesta de los dos espías italianos.

Un problema de estructura

Un problema de estructura. O uno entre muchos. La acción de la novela no es lineal, sino que intercala situaciones de tres épocas diferentes: 1928, 1937 y 1966. Eso obliga a pasar continuamente  de unas situaciones a otras, pues además algunas están relacionadas entre sí de modo directo. Pero esas transiciones son peligrosas, pues podrían desconcertar al lector, despistarlo en ciertos pasajes, confundirlo entre un momento y otro de la narración. Te arriesgas a que por unos instantes, hasta que vuelva a situarse en lo que lee, se interrumpa la naturalidad lectora y se altere esa delicada suspensión de incredulidad que todo autor debe buscar en el lector para que lo que le cuentas funcione y sea —parezca, al menos— creíble. Al principio intentaste que cada momento tuviese un capítulo distinto, para evitar problemas; pero no te encontrabas a gusto con esa fórmula. Salían capítulos demasiado cortos, de cinco o seis folios. O menos. Y tú escribes capítulos de unos 25 a 35 folios (excepto en las novelas históricas de Alatriste, que suelen ser de 15 folios). Así que al final decidiste incorporar esas escenas y las transiciones en el marco general de cada capítulo, separadas unas de otras por los habituales espacios en blanco. Para suavizar el paso de un momento a otro, de 1966 a 1928, por ejemplo, y regresar luego a 1966 o a 1937, te ves obligado a cuidar mucho las primeras líneas de cada bloque de texto. Como si fueran campos de minas. No puedes decir “Ahora estamos en tal fecha, ahora en aquélla”. Ni usar siempre los mismos mecanismos. Ni darle con el codo cada vez al lector, pues acabará siendo consciente de lo que pretendes. Así que eso exige un trabajo minucioso. Entre otras cosas, ir sembrando pequeños detalles apenas visibles, que hagan que sea el lector quien sitúe temporalmente cada escena, bajo su propia responsabilidad. Como si tú no tuvieras nada que ver. Esos toques son de muchas clases. Un buen truco, o útil al menos —en literatura, todo truco que funciona es bueno, y muchos se aprenden en los autores clásicos— es la mención ligera, al paso, nunca sistemática, excesiva ni demasiado explícita, de objetos, músicas, paisajes o situaciones características de cada época. Si alguien fuma un cigarrillo sacado de una pitillera en vez de abrir un paquete de tabaco, suena de fondo un twist, un diario titula con los guardias rojos de Mao o los astronautas del Gemini XI, pasa un Fiat 850 o un Hispano Suiza, ella se pone un sombrero cloche, alguien saca el reloj del bolsillo de un chaleco o en el restaurante está cenando una actriz de Cinecittá, incluso si alguien dice cinematógrafo en lugar de cine, combinado en vez de cóctel, o el interior de un coche huele a cuero en vez de a plástico, el efecto puede conseguirse con cierta eficacia sin que sea preciso dar más explicaciones. Una de las cosas que aprendiste escribiendo y publicando novelas es lo peligroso que resulta un lector al que se le interrumpe cuando está leyendo a gusto, sumido en la historia que le cuentas, y tu torpeza narrativa, tu incompetencia técnica, le obliga a pensar demasiado sobre la manera en que la historia está dispuesta. Si lo enfrías cuando está caliente. Si permites que se asome al artificio.

El bar Fauno

Varias situaciones de El tango de la Guardia Vieja transcurren en Sorrento. Es decisiva una de las primeras, cuando Max vigila de lejos, desde la mesa de un bar, a la mujer a la que cree haber reconocido por la calle, treinta años después de su último encuentro en Niza. El bar Fauno y su terraza parecen adecuados para situar la escena; así que procuro sentarme exactamente a la mesa que habría ocupado Max y mirar desde allí la terraza, la plaza Tasso y la entrada cercana del hotel. Ensordece el ruido de automóviles y motos, que en la imaginación sustituyo por Fiats sesentones, Vespas y Lambrettas. En la habitación del Vittoria, para ambientarme el día, acabo de ver los deuvedés de Il Sorpasso y Sapore di mare, así que me siento en buena forma. La imaginación funciona bien engrasada, sin mucho esfuerzo. Encargo a un camarero un Cinzano rojo con aceitunas —imagino uno de aquellos antiguos ceniceros metálicos triangulares sobre la mesa— y luego pido que me combinen un Negroni, para ambientarme. Es lo que habría bebido el personaje. Ya sólo faltaría escuchar como música de fondo Una rotonda sul mare, por ejemplo. O algo más agitado: un twist de Rita Pavone. La sensación es muy agradable, como siempre que localizo exteriores y sale bien la cosa. O parece que sale. Puede funcionar, me digo. Pero mientras tomo notas, surge el problema. La duda frecuente y maldita. El Fauno, ¿estaba ya abierto en 1966? ¿Se llamaba así, o de otra manera? ¿Tenía la misma terraza que ahora? Proceloso misterio. Los dos camareros con los que converso me dicen que el bar lleva abierto mucho tiempo, desde los años setenta por lo menos, pero no conocen la fecha exacta de apertura. Y el encargado, que sabe, dicen, no está. En cualquier caso decido correr el riesgo, pues la localización de la terraza es perfecta. Ya tendré ocasión, más adelante, de confirmar fechas. Y así es. Semanas después, trasteando en Internet, consigo establecer el asunto. En 1966, el Fauno ya estaba abierto y se llamaba de ese modo. Consigo también fotografías de entonces en blanco y negro. La terraza era más pequeña que la actual, con menos gente sentada afuera; pero ese detalle no altera mucho las cosas. O no las altera nada. Así que, decidido. Aquella mañana de septiembre u octubre de 1966, Max Costa estuvo sentado en la terraza del bar Fauno. Sin advertir el lío en que se estaba metiendo.

El guardarropa de Max

Tres momentos indumentarios también para Max. En 1928, cuando sus recursos son pocos, posee ropa buena pero escasa: un sombrero flexible Knapp-Felt muy usado, un traje de tweed con chaleco, una vieja gabardina London-fog, media docena de cuellos almidonados y ropa profesional de etiqueta que todavía debe a su sastre. Nueve años después, las cosas han cambiado. Tiene 200.000 francos en el Barclay’s Bank de Montecarlo, tarjeta para el cercle privé del Casino, vive en el hotel de Paris y se le nota. Su sastre londinense —siete guineas cada traje hecho a medida— es Huntsman & Sons. Lleva en la muñeca un cronómetro Patek Philippe y en el bolsillo un Dunhill de oro y una pitillera de carey, usa camisas y corbatas seven folder hechas a medida en Charvet, se cubre con un sombrero Homburg y calza unos brogue con  doble suela de cuero de Crocket & Jones o unos Scheer comprados en Viena —todo eso, naturalmente, no siempre el lector llegará a saberlo; pero yo sí necesito saberlo mientras lo escribo—. El 1966, en Sorrento, la vida lo habrá vuelto más discreto y práctico: blazer azul marino, pantalones de franela, lino o algodón, polos y jerseys. Y el Omega Semaster Deville en la muñeca.

Esta vez hay que saber de moda

Esta vez hay que saber de moda. Sí. Tanto femenina como masculina. No queda otro remedio. Y mucho, a ser posible. Parte de la novela transcurre entre gente que da importancia a esa clase de cosas. Situar referencias adecuadas es útil por varias razones: da mayor credibilidad al tratamiento de cada época, permite que el lector perciba el aroma de un mundo determinado, apoya visualmente la acción, da pie a que los diálogos se sostengan con detalles y referencias específicas. Anudarse una corbata de un modo u otro, llevar falda por encima o debajo de las rodillas, peinarse con gomina o de forma desordenada, da pie a reflexiones, define a personajes, revela actitudes o las condiciona. Lo sitúa todo en el andamio de la trama de modo más eficaz. Ayuda mucho. Además, los personajes evolucionan con los años, claro. Cambian su forma de vestir, la adaptan a su edad y su tiempo. No siempre necesito mencionar lo que viste o usa tal o cual personaje, la modista o la marca de zapatos o sombrero; pero conviene que lo sepa a la hora de contar. No es lo mismo llevar un bolso, a secas, que un bolso de lona monogram de Louis Vuitton, un Kelly o un Birkin. Unos zapatos con suela de corcho que unos Raymond Massaro del año 57. También el lector informado comprenderá mejor lo que significa: precio, status social, momento. Y el menos informado puede, seguramente, intuirlo con facilidad. Para la protagonista, por ejemplo, planteo tres épocas. En 1928 la hago aparecer primero en el salón de baile del Cap Polonio con un vestido de noche de seda ligera y oscura. Reflejos color violeta. No menciono el modisto, pero sé que seguramente es de Vionnet —me apoyo en fotografías de moda hechas por Steichen y los Seeberger—. La segunda aparición en el trasatlántico es por la mañana, en la cubierta de paseo, vestida con un conjunto de kashá, chaqueta tres cuartos y falda de pliegues, y sombrero cloche de Talbot. Para visualizarla me baso en imágenes contemporáneas de la modelo Lee Miller, un ideal de chica elegante de aquel tiempo. Esa forma de vestir habrá cambiado cuando Max encuentre a Mecha en Niza en 1937: Chanel, Hermès y Schiaparelli ya se habrán impuesto para entonces, aunque en vestidos de noche la protagonista siga fiel a Vionnet. Me parece. Durante un paseo por la playa cerca de Antibes, por ejemplo, ella viste pantalones de pijama holgados azul oscuro, de aire marinero, sandalias y camiseta de rayas. Veintinueve años más tarde, en Sorrento, cuando los dos ya han cumplido sesenta, Mecha llevará el pelo gris muy corto, vestirá sobria, elegantemente desenfadada y discreta: rebecas de punto, faldas amplias, sombreros masculinos de tweed, cinturones anchos de cuero, chaquetas de ante, zapatos bajos Pilgrim o mocasines loafer belgas. Y habrán desplazado en espacio de tocador a su perfume habitual, que durante cierto tiempo fue Arpège, las cremas de belleza Pond’s y Elizabeth Arden.