Sacó el malevo las manos de los bolsillos y se desabotonó la chaqueta. Al hacerlo, el mango de un cuchillo asomó desde la sisa del chaleco.
-Pues habrá que investigar eso —miraba la cadena de oro que relucía en la ropa de Armando De Troeye—. Y también me gustaría saber la hora, porque se me paró el reloj.
Max se fijó en los puños de la camisa y los bolsillos del malandro.
-No parece que usted lleve reloj.
-Se me paró hace años… ¿Para qué voy a llevar uno parado?
No merece la pena, pensaba Max, que maten a nadie por un reloj. Pero había algo en la sonrisa del compadrón que lo irritaba. Demasiada suficiencia, tal vez. Demasiada seguridad, por parte del llamado Juan Rebenque, de ser el único que pisaba terreno propio.
-¿Ya le dije que soy de Barracas, nacido en la calle Vieytes?
Se oscureció la sonrisa del malevo, cual si de pronto el mostacho criollo le diera sombra. Qué hay con eso, decía el gesto. A estas horas de la noche.
-No te metás —dijo, seco.
La expresión de su rostro hacía el tuteo más brusco e inquietante. Max lo analizó despacio, situando la amenaza en el territorio en que se producía. La actitud del rufián, el vestíbulo, la puerta, la calle con el coche aguardando. No podía descartarse que Rebenque tuviera algún compadre cerca, dispuesto echar una mano.
-Según recuerdo, en el barrio éramos de ley —añadió Max, con mucha calma—. La gente tenía palabra.
-¿Y?
-Cuando querías un reloj, te lo comprabas.
Ya no había sonrisa en el rostro del otro. La había sustituido una mueca peligrosa. De lobo cruel, a punto de morder.
-¿Sos o te hacés?