Hay pocas sensaciones tan agradables como dormirte pensando en la escena de tu novela que escribirás al día siguiente, siempre que esa escena esté clara. Que sepas exactamente lo que deseas contar, y cómo hacerlo. Mañana sobre las ocho y cuarto, tras la ducha y el desayuno, estarás sentado dándole a la tecla en busca de las palabras exactas para llevarlo todo, con la mayor fidelidad posible, de tu cabeza al papel. Para eso pasaste la tarde trabajando. Has leído, hecho un esquema de acción y diálogos, estudiado el escenario: fotos, lecturas, recuerdos. Personajes. Sabes lo que cada uno de ellos va a decir y por qué; pero siempre esperas que tengan iniciativa y te sorprendan. Que desarrollen la vida que les das y evolucionen con nuevas palabras y gestos insospechados. Que por su propia iniciativa mejoren tu trabajo, tus previsiones. Que sean brillantes. Más que tú. Pensando en todo eso te adormeces expectante, en compañía de las imágenes y los diálogos posibles que llenan tu cabeza. Deseando que amanezca para comprobar si eres capaz de lograrlo, o no. A menudo, en esos momentos, el resto del mundo, la mayor zozobra o el dolor más intenso, dejan de tener importancia. Se parece mucho a cuando hace años, después de un día duro en alguno de los antiguos lugares de trabajo, de regreso al hotel, encendías la linterna, abrías un libro, leías unas líneas y todo ocupaba despacio su lugar natural en el Universo. Esta noche, mientras te lavabas los dientes, pusiste unos minutos la radio; pero la apagaste en seguida. Había allí unos cuantos individuos discutiendo airados sobre algo. Otras veces prestas atención, naturalmente; pero esta vez no sabes de qué diablos hablan. Ni te importa. Vas a escribir mañana, y estás listo para el combate. El primer párrafo será: “La ropa tendida colgaba de los balcones, bajo la lluvia, como jirones de vidas tristes”. Puede valer. Piensas. La idea, para ambientar de partida. Para los primeros teclazos. Aunque luego deberás podarle lo rebuscado, o rodearlo de algo que suavice el punto cursi. A lo mejor el problema, lo que no te convence, está en la palabra jirones. Mañana lo veremos, concluyes. Dándole vueltas a eso te duermes al fin, preguntándote una vez más cómo hacen los que no escriben novelas ni leen libros. Para soportarlo.
Podrían ser el compositor Armando de Troeye y su esposa, Mecha Inzunza, en 1928, cuando faltan pocos días para que embarquen en el transatlántico Cap Polonio. A punto, ambos, de viajar a Buenos Aires para que De Troeye componga su famoso tango, pieza fundamental del desafío planteado contra el bolero de su amigo Maurice Ravel. Esta portada contemporánea de la revista Blanco y Negro, realizada por el gran Penagos con su estilo inconfundible (todas las mujeres de entonces querían parecerse a las que pintaba Penagos, y alguna lo conseguía), refleja muy bien el ambiente de la época. El escenario y los personajes del primer tercio de la novela.
Escribir una novela (en mi caso) es vivir con ella durante todo el tiempo que empleas en escribirla. No hay descanso en eso. No hay distracciones importantes. Es una actitud mental que se mantiene inalterable, incluso contra tu voluntad, mientras dura el proceso de escritura. Tensión personal. Vigilancia continua. No hay acto de tu vida que no esté relacionado con el trabajo que tienes en la cabeza: cuanto lees, cuanto miras, cuanto oyes, cuanto piensas. Te mueves, eliges, actúas según las necesidades del texto con el que andas a vueltas. Organizas tu vida en relación con ese territorio. Hasta la gente a la que ves, por lo general, tiene mucho que ver con eso. Para un lector empedernido, como es tu caso, esto plantea ciertos problemas. Hay películas que no ves, libros que no lees, personas a las que no tratas, viajes que no haces aunque te interesen mucho, porque quedan fuera de ese ámbito. Porque en ese período de tu vida no los estimas de utilidad inmediata. Práctica. Y así, a causa de ese egoísmo profesional (tan útil para tu trabajo, por otra parte), vas aplazado cosas que harías, con la incómoda sospecha de que, una vez acabes esta novela vendrá otra; y esas cosas no hechas, aplazadas, seguirán aplazadas y sin hacerse. Pero tales son las normas de este curioso oficio. Tienes ya sesenta años y sabes que las facultades de un escritor tienen fecha de caducidad, como los yogures. Basta mirar alrededor. Puro sentido común. Eres consciente de que el tiempo de que aún dispones es limitado, y de que si no despachas esa media docena de historias que te gustaría contar antes de perder lucidez y capacidad de trabajo, puede que no llegues a escribirlas nunca. Morirán contigo, si no te libras de ellas antes. Así que sacrificas unas cosas y asumes otras. Seleccionas y descartas. Libros por leer, novelas por escribir. Situaciones por vivir. Hay cierta melancolía en esta renuncia. Pero como dije antes, ésas son las reglas.
Uno de los lugares que Max frecuenta en Sorrento, en 1966, es la trattoria Stefano: el pequeño restaurante de su amigo Lambertucci, donde cada tarde éste juega al ajedrez con su antiguo oficial durante la guerra, el capitano Tedesco. Decidí situar ese restaurante imaginario en la Marina Grande, junto a la playa; aproximadamente donde se encuentra la trattoria Emilia, o junto a ella. Novelas aparte, este lugar siempre tuvo para mí un encanto particular. Pocos metros más allá está la casa que Vittorio de Sica (interpretando de manera extraordinaria al inolvidable maresciallo de carabineros Antonio Carotenuto), alquilaba a la voluptuosa pescadera donna Sofía (Sophía Loren) en la película “Pane, amore e…”.
-Necesito tiempo para pensarlo —dijo.
-No dispone de ese tiempo. Sólo hay tres semanas para dejarlo todo resuelto.
La mirada de Max se desplazó desde La fachada del Casino al hotel de Paris y el edificio contiguo del Sporting Club, con su permanente fila de relucientes Rolls, Daimler y Packard detenidos en la plaza y los chóferes conversando en corrillos junto a las escalinatas. Tres noches atrás había doblado allí mismo una racha de suerte: una austríaca madura pero todavía muy bella, propietaria de una casa de modas en la avenue Matignon de Paris, con la que había quedado en verse en el Tren Azul cuatro días más tarde, y un cheval en el Sporting, cuando la bolita de marfil se detuvo en el número adecuado y le hizo ganar veinticinco mil francos.
-Se lo voy a decir de otra manera —respondió con calma—. Yo actúo muy cómodo solo. Vivo a mi aire y nunca se me ocurriría trabajar para un gobierno. Me da igual que sea fascista, nacionalsocialista, bolchevique o de Fumanchú.
-Por supuesto, es usted libre de aceptar o no —el gesto del italiano insinuaba todo lo contrario—. Pero debe considerar también un par de cosas. Su negativa incomodaría a mi gobierno. Y eso hará replantear, sin duda, la actitud de nuestra policía cuando usted, por el motivo que sea, decida pisar suelo de mi país.
Hizo Max un rápido cálculo mental. Una Italia prohibida para él significaba renunciar a las americanas excéntricas de Capri y la costa de Amalfi, a las inglesas aburridas que alquilaban villas en las cercanías de Florencia, a los nuevos ricos alemanes e italianos, aficionados al casino y al bar del hotel, que dejaban solas a sus mujeres en San Remo y en el Lido de Venecia.
-Y no sólo eso —seguía exponiendo el espía—. Mi patria está en excelentes relaciones con Alemania y otros países de Europa central. Eso, sin contar la probable victoria del general Franco en España… Como sabe, las policías suelen ser más eficaces que la Sociedad de Naciones. A veces cooperan entre sí. Un vivo interés en su persona alertaría sin duda a otros países. En ese caso, el territorio donde usted dice trabajar solo y cómodo podría reducirse de manera enojosa… ¿Se imagina?
-Me imagino —admitió Max, ecuánime.
Sacó el malevo las manos de los bolsillos y se desabotonó la chaqueta. Al hacerlo, el mango de un cuchillo asomó desde la sisa del chaleco.
-Pues habrá que investigar eso —miraba la cadena de oro que relucía en la ropa de Armando De Troeye—. Y también me gustaría saber la hora, porque se me paró el reloj.
Max se fijó en los puños de la camisa y los bolsillos del malandro.
-No parece que usted lleve reloj.
-Se me paró hace años… ¿Para qué voy a llevar uno parado?
No merece la pena, pensaba Max, que maten a nadie por un reloj. Pero había algo en la sonrisa del compadrón que lo irritaba. Demasiada suficiencia, tal vez. Demasiada seguridad, por parte del llamado Juan Rebenque, de ser el único que pisaba terreno propio.
-¿Ya le dije que soy de Barracas, nacido en la calle Vieytes?
Se oscureció la sonrisa del malevo, cual si de pronto el mostacho criollo le diera sombra. Qué hay con eso, decía el gesto. A estas horas de la noche.
-No te metás —dijo, seco.
La expresión de su rostro hacía el tuteo más brusco e inquietante. Max lo analizó despacio, situando la amenaza en el territorio en que se producía. La actitud del rufián, el vestíbulo, la puerta, la calle con el coche aguardando. No podía descartarse que Rebenque tuviera algún compadre cerca, dispuesto echar una mano.
-Según recuerdo, en el barrio éramos de ley —añadió Max, con mucha calma—. La gente tenía palabra.
-¿Y?
-Cuando querías un reloj, te lo comprabas.
Ya no había sonrisa en el rostro del otro. La había sustituido una mueca peligrosa. De lobo cruel, a punto de morder.
-¿Sos o te hacés?